martes, 3 de diciembre de 2013

MAÑANA COMIENZA OTRA ESTACIÓN (8)


Capítulo 8.-

Los días sucesivos los vivimos con la resaca de la aventura en el río en forma de noticias de todos los periódicos. El hecho de que se hubiese podido recuperar a un grupo de gente sin bajas, en un islote en medio del río a doscientos metros de una catarata, era tan inusual que causó la atención y el asombro de todo el país. Yo me encargué de recopilar los artículos y de ir informando a los demás. No obstante, la mayoría no quería ni oír hablar de lo que había sucedido. Pensar en lo que podría haber pasado de no haber actuado como lo hicimos era motivo de angustia y de enfado para la mayoría, en especial para los hombres que, a partir de aquel momento, trazaron una línea entre Emilio y ellos que no estaban dispuestos a cruzar. En cambio éste, narraba el hecho a todo aquel que quisiera oírle como una diversión y una aventura maravillosa que se saldó sin problemas.

Lucía Belinda fue informada con detalle de todo lo sucedido por Angélica y por mí nada más aterrizar en su casa. Se mostró furiosa pero no sorprendida, el carácter irresponsable de Emilio lo vivía ella a diario que se esforzaba continuamente en tapar sus locuras para evitar que diera rienda suelta a sus disparates. Se confirmaban sus temores con respecto a él, ya que bastó que ella se marchara, para que sucediera lo que habíamos vivido en el río.

La dureza de aquel lugar te empujaba a hacer y decir cosas que nunca antes te habrías imaginado ni planteado, por eso, ajena a los sentimientos de desdén de la mayoría, yo insistía en sacarle partido a lo sucedido en el río en un intento de mantenerlos a todos con el ánimo en alto y, que el recuerdo de los acontecimientos nos mantuviera cuerdos y despiertos para evitar que la rutina volviera a asentarse en nuestra vida diaria. Sin embargo, a pesar de mis esfuerzos y como todo tiene un final, la aventura del río también acabó por morir sin que a nadie le apeteciera volver a hablar de ella.
Me he dado cuenta, a medida que rememoro los acontecimientos de aquella época, que la mente juega una partida por su cuenta, al menos la mía. Me refiero a que no recuerdo de manera fiel el pasado, salvo momentos puntuales y especiales que se grabaron en mi interior de manera misteriosa; algunos, angustiosos y traumáticos que, por alguna razón que ignoro, se clavaron en mi subconsciente y, una mayoría, buenos y agradables, como si mi naturaleza quisiera compensar el desagrado de los primeros. Los buenos ejercen una gran presión por lo que tengo que hacer un esfuerzo para encajarlos con los malos y conseguir que el pasado recobre el sentido y la coherencia que tuvo en su momento. No obstante, es una tarea complicada.

La llegada de febrero trajo consigo el primer cambio significativo de otros que vendrían a continuación. La primera semana de ese mes, Lucía Belinda recibió la tan ansiada llamada del orfelinato. La directora del centro en persona, le daba un plazo de dos días para presentarse en el mismo, firmar toda la documentación y recoger a la criatura que le habían dado en adopción, una niña. Fue un caos emocional para ella y para nosotras. Ya no había marcha atrás, la espera se había convertido en realidad y Lucía Belinda, una vez hubo cortado la comunicación, se debatía entre la alegría y el temor mientras se estrujaba las manos y balbuceaba palabras y frases inconexas fruto de su estado de ánimo. No quiso llamar a Emilio para darle la noticia, prefirió esperar a que llegara del trabajo y hacerlo en persona; por lo tanto, no puedo dar fe de cuál fue su reacción y tengo que creer lo que ella nos dijo: “Está tan ilusionado como yo y nos vamos mañana sin falta, a recoger a la niña”. ¿Por qué no le creímos? Yo no sabría decir por qué, lo cierto es que, tanto Angélica como yo, dudábamos de ese entusiasmo.
Fuera como fuese, la presencia de la niña supuso todo un acontecimiento y al mismo tiempo un testimonio real de lo que sucede en los centros de adopción. Tenía siete meses y aunque no padecía enfermedad física alguna, su desarrollo dejaba mucho que desear. Lo primero que se apreciaba nada más verla era la piel cetrina y pálida por falta de sol y de aire; los ojos, grandes, marrones, vacíos, sin expresividad ni energía miraban sin ver y la boca permanecía cerrada sin mostrar emoción alguna. Cuatro clinejas rubias, resecas y faltas de vida, cubrían su cabeza achatada como consecuencia de una misma y continuada postura en la cuna. Carecía de fuerza física por lo que era incapaz de sentarse, de mover las manos, de reír o de llorar. Era como si estuviese bajo los efectos de una droga. No obstante, nos abstuvimos de decir nada al respecto y nos mostramos tan encantadas como Lucía Belinda. Tengo que reconocer que yo no me vi con la suficiente energía para embarcarme en la lucha de sacar adelante a aquella niña, me resultaba deprimente; me faltaban fuerzas para seguir sumando desgracias a la que ya me parecía que era la mayor de todas: vivir vegetando en aquel lugar. En cambio, Angélica, se lanzó de cabeza en su recuperación como si se tratara de una investigación de campo; no le faltaba sino anotar los resultados que se iban operando en la criatura conforme pasaban los días. Recuerdo que siempre decía que era más fácil criar a un niño que atender a un adulto y hoy tengo que reconocer que había mucha verdad en ello. No le pesaban los hijos, de hecho, confesó en más de una ocasión que, de haber tenido una pareja adecuada, habría tenido unos cuantos más. Y le creí, al fin y al cabo lo demostraba a diario; tenía tiempo para todo, para atender la casa, a los hijos al marido y a sí misma. ¿Cómo lo hacía? No lo sé, ni lo sabré jamás, pero me asombraba esa enorme capacidad de trabajo sin que se notara. Ayudaba a sus hijos a hacer las tareas del colegio, les contaba historias un rato antes del baño para relajarlos de la excitación con la que llegaban de jugar, y convertía esa obligación en una diversión de unos minutos dentro de la bañera. A la hora de comer no se desesperaba, las niñas comían como leonas cualquier cosa que se les pusiera delante, en cambio el varón era más impertinente ante determinadas comidas pero no le causaba ningún desaliento, no le concedía demasiada importancia, lo solucionaba adornando la comida de tal manera que el niño se la tragaba sin hacerle mucho asco. Esa capacidad de adaptación y de hacer fácil lo que en principio era difícil lo envidiaba pues yo, teniendo solo uno, me faltaba paciencia para atenderlo con esa eficacia. Con el paso del tiempo, he comprendido que la capacidad de organización y administración del tiempo y de los recursos es un don como cualquier otro que yo no tengo.

El otro acontecimiento fue la llegada de las lluvias. Antes de ir al país y a esa zona, todos nos habíamos documentado acerca de lo que nos esperaba, de modo que estuviéramos preparados lo mejor posible. Sin embargo, una cosa es lo que se lee y otra muy distinta tener la experiencia real, auténtica y fidedigna de un hecho. Nuestro concepto de llover nada tiene que ver con la del trópico. La lluvia en Europa va asociada a una bajada de las temperaturas, a una humedad acorde con todo el fenómeno atmosférico, es un todo armónico y coherente. La gente se pone abrigos, gorros y bufandas; echa vahos por la boca y camina con la cabeza gacha para evitar el aire gélido en la cara y  hunde los pies en la nieve, agua o hielo con calzados apropiados. En cambio en el Trópico, la naturaleza tiene otras reglas muy distintas que, vistas desde nuestra perspectiva nos parecen inhumanas. El día que comenzó a llover, no hubo nada diferente que lo anunciara, excepto, un ligero descenso del calor. La mañana discurrió tranquila, con un sol tímido y menos luminoso que de costumbre pero el grado de humedad era intolerable. Las manos y los pies supuraban agua como las llagas de un apestado. La cara y las axilas destilaban sudor sin parar y los brazos y las piernas daban la sensación de tener pegamento. Recuerdo que estaba en la cocina junto con la chica de servicio que se afanaba en secar y guardar la loza del mediodía mientras yo, sentada en una silla, observaba, a través de la ventana alargada de la estancia, como el cielo iba oscureciéndose al mismo tiempo que los ruidos naturales del entorno se apagaban hasta alcanzar un silencio brutal. No se oía el canto de ningún pájaro, ni los gritos de los loros reales o de los guacamayos de los vecinos que los tenían de mascotas, tan habituales a esa hora y, hasta el ruido de los coches en la carretera se apagó de golpe. La joven que continuaba con su quehacer, se mantenía callada y sumida en su trabajo sin tararerar ni hacer comentarios, como solía en ocasiones. Me levanté de la silla y salí hasta la terraza sin dejar de abanicarme. En el momento de apoyar las manos en la baranda, la luz electrizante de un rayo que atravesaba zigzageando la capa del cielo me sobresaltó y, a continuación, el pavoroso tronar procedente de todos lados me hizo lanzar un grito de pánico. La chica salió de la cocina a ver qué pasaba. Era colombiana, como la gran mayoría de aquella zona, mulata, de facciones mixtas y poco agraciada. Lo que la hacía agradable era su carácter, desenfadado y vitalista. Había pasado tantas penurias en su tierra que consideraba un privilegio estar donde estaba y hacer lo que hacía.
-No tenga miedo, señora, solo va a llover. El agua llegará como en media hora.
-¿Cómo dices? ¿Cómo sabes eso?
-Mire hacia el horizonte, dijo, ¿qué ve?
Volví la cabeza y escudriñé el cielo hasta donde la vista me alcanzaba. Solo aprecié una oscuridad total, una negrura profunda que abarcaba una enorme distancia en sentido longitudinal sin llegar al suelo. Una pared inmensa flotando en el aire que se iba aproximando a gran velocidad. Me recordó a los fantasmas de los cuentos.
-No creo que dure mucho, pero habrá que cerrar las ventanas y las puertas de la terraza si no quiere que se moje toda la casa. Según acabó de decir aquellas palabras, se dirigió a todas las habitaciones.
-Entre y cierre las puertas de la terraza, exclamó desde dentro.
Estaba tan fascinada por la visión de aquel fenómeno que no podía apartar la vista. Sus palabras me hicieron reaccionar y, sin dejar de mirar, cerré las puertas y me quedé tras los cristales viendo como avanzaba la pared de agua. Las primeras gotas, gordas como piedras de granizo, golpearon con fuerza en el piso y en los cristales de la terraza. Di un paso atrás sobresaltada. Aún quedaba un trecho para que llegara.
-No se asuste, siempre es así; cuando falta poco para que descargue, manda por delante los goterones que ve. La chica estaba a mi lado, ambas de pie mirando hacia fuera. Yo hipnotizada y asustada, incapaz de moverme y ella con la mirada indiferente y sabia de quien ha nacido y se ha criado con ese fenómeno. No sabía lo que era llover hasta entonces. Una hora larga sin parar y con la misma intensidad. A través de los cristales observaba fascinada y con aprensión como se llenaba la terraza de agua. Diez centímetros, quince, veinte, hasta alcanzar el primer escalón. El tubo de desagüe era a todas luces insuficiente para evacuar aquella cantidad de agua. Me dije que allí hacían falta un par de gárgolas catedralicias. La carretera que se divisaba desde uno de los dormitorios semejaba un caudaloso río. Las aceras habían desaparecido y el agua caía sobre los solares vacíos convirtiéndolos en lagunas a las que solo les faltaban los cisnes y los patos. De repente, la lluvia paró en seco, el sol comenzó a aparecer tras las últimas nubes, comedido y prudente y todo terminó.
-Mañana volverá a llover, aunque empezará media hora más tarde y durante más tiempo, dijo la chica. Me quedé mirándola a la espera de que explicara sus palabras pero se limitó a decir: “siempre es así, media hora más tarde que el día anterior hasta que termina la época de lluvias”.
¿Quién necesita un meteorólogo ante un nativo que lleva impregnado en sus genes cuándo y cómo sucederán los cambios climáticos de la tierra en la que ha nacido? Tal y como había predicho así continuó la época de lluvias. Los solares vacíos absorbían el agua con avidez, las plantas se multiplicaban por diez en tamaño y en número, los insectos daban miedo porque te miraban retadores. Las bandadas de mosquitos formaban nubecillas negras atacando sin piedad a todo ser vivo de dos piernas. Las cucarachas que yo conocía desde siempre me daban asco y me repelían pero las que vi una de esas mañanas en la época de lluvias las llevo grabadas en la retina porque superaban cualquier esfuerzo de imaginación. Tenían unos diez centímetros y caminaban a decenas, reptando con lentitud por los alrededores de un centro comercial en medio de la indiferencia de la gente y de mis gritos histéricos ante aquella visión insólita. Me explicaron que eran inofensivas, que eran como los grillos o los saltamontes, pero aquellas alas negras pegadas a un cuerpo de pequeñas patas caminando lentamente, sin prisas, alrededor de los setos del centro comercial era una visión superior a mi capacidad de aguante. Hay quien se acostumbra a casi todo, incluso a lo más desagradable. Yo no pude hacerlo. Las hormigas de cabeza y cuerpo rojo que afloraban por todos sitios, te miraban, te observaban y te amenazaban con las patas en alto y si alguna lograba colarse en la pierna no se limitaba a lanzarte una picadura sino a hincarte un mordisco. Uno de esos días de lluvia, en que únicamente podías mirar a través de los cristales de la ventana esperando a que amainara, descubrimos que un ratón se había colado en la casa. La chica de servicio, me decía que había que matarlo como fuera porque si no “echaría crías”; que cuando un ratón se encuentra cómodo no está dispuesto a marcharse. Mi pánico no era tanto por el ratón en sí, como por saber de qué modo había llegado hasta allí. “Por la pared del edificio y viene de los jardines de la piscina”. Aquella certeza me dejó alarmada y preocupada ya que la pared era lisa, sin molduras ni recovecos como moderno que era, no me explicaba de qué manera había podido trepar. Lo que sé es que mientras yo me encerraba en la terraza, ella, armada con el palo del cepillo de barrer, que apenas se usaba pues en su lugar se empleaba la aspiradora, comenzó a hostigarlo hasta que logró hacerlo salir de debajo de un mueble donde se había atrincherado para salir, a toda velocidad, a refugiarse bajo la mesa de la cocina, adosada a la pared de azulejos. Armándome de valor, me acerqué y vi al roedor, del tamaño de un gato mediano y de cola enorme pegado a la esquina que, puesto en pie sobre las dos patas traseras movía las delanteras en el aire mientras chillaba y nos miraba con furia descontrolada. Era una visión espeluznante. Cuando la chica ya se disponía a atravesarlo con la punta del palo, llegó mi marido que se hizo cargo de la estrategia para eliminar a un enemigo que nos tenía aterrorizadas. Con una frialdad que agradecí como nunca, cogió un cable de electricidad y por un extremo separó los dos tubos, quitó la protección del plástico unos dos centímetros dejando el hilo de cobre a la vista y, por el otro lado, lo enchufó a la corriente. A continuación, muy despacio, empujó el cable con la mortífera punta bicéfala hasta quedar a pocos centímetros de las patas traseras del animal. Luego hizo que todo el mundo se callara y, ante el súbito silencio, el animal dejó de gritar y confiado e ignorante de lo que le esperaba bajó las patas delanteras posando su abultado vientre sobre los cables pelados. Emitió un gritito, como un ¡ay! y murió electrocutado. 

Cuando les contaba estas vicisitudes a Lucía Belinda y a Angélica provocaba en ellas hilaridad descontrolada y risas atragantadas con lágrimas incluidas. A mí no me hacía ni pizca de gracia, me sentía horrorizada, pero ellas se las tomaban como el mejor chiste del mundo.

Los meses de lluvia, humedad altisima, exuberancia vegetal y presencia de toda clase de bichos para los que no existían soluciones, salvo conformidad y paciencia, coincidieron con la crianza y recuperación de la niña de Lucía Belinda que seguía al pie de la letra las instrucciones del pediatra y las de Angélica. El cambio operado día a día se podía tocar. En breves semanas comenzó a comer todo lo que se le cocinaba y los paseos diarios en el cochecito, cuando paraba de llover y salía de nuevo el sol, le hicieron perder el color aceitunado de la piel hasta convertirlo en un color dorado y luminoso. Los ojos cobraron expresividad perdiendo el aspecto vacuno y saltón que tenían, el pelo le crecía con fuerza y en abundancia brillando de manera natural y, lo mejor, su respuesta ante las carantoñas, juguetes, risas y alegría en una criatura que yo no creí que reaccionara de aquella manera después de haber visto como estaba meses atrás.

Una mañana, mientras Lucía Belinda preparaba a la niña para su paseo matinal, Angélica la miraba de manera analítica y muy seria. Creí que estaba viendo algún problema en ella y, curiosa, pregunté que qué pasaba. “No, no es nada, solo pensaba que le falta algo esencial y pienso corregirlo hoy mismo”. Lucía Belinda y yo nos quedamos mirándola a la espera de que continuara y nos dijera qué era aquello que le faltaba a la niña pero solo sonrió y dijo: “Ya lo verán después”. Nos encogimos de hombros y no insistimos, sabíamos que no iba a aclarar sus misteriosas palabras sino cuando ella estuviera dispuesta. La respuesta, no obstante, no se hizo esperar y sobre las cinco de la tarde me llamaron para que bajara a casa de Lucía Belinda. Yo había olvidado las enigmáticas palabras de Angélica de la mañana ya que estaba enfrascada en la preocupación que se me había metido en el cuerpo: sobrevivir a aquella pesadilla de lugar, y, cualquier otra cosa carecía de importancia y quedaba en el olvido de inmediato. Por tanto, no asocié la llamada con nada en especial salvo la de tomar café, como casi siempre. Sin embargo, en lugar de ir hacia la terraza, como era habitual, Lucía Belinda me hizo pasar al dormitorio. En él se encontraba Angélica con la niña en la cama, riendo y moviendo las manitas. Me senté en el sofá orejero frente a la cama y me quedé viéndolas, contenta por Lucía Belinda que irradiaba una felicidad palpable observando arrobada a su hija. Momentos después, Angélica dejó a la niña, se acercó hasta la cómoda y cogió una cajita miniatura de joyería. La abrió y nos enseñó su contenido. Dos pequeñas dormilonas de oro descansaban sobre un colchón de algodón. “Vamos a darle el toque final a esta preciosidad, se lo ha ganado” Agarró una de las bolitas, desinfectó bien el pincho con un algodón empapado de alcohol y, con destreza, lo clavó en el lóbulo de la orejita derecha de la niña que, sorprendida por el dolor, abrió mucho los ojos rompiendo a llorar a berrido limpio. Lucía Belinda quiso cogerla en brazos y consolarla pero Angélica la detuvo “No la cojas todavía, voy a abrirle la otra. Es mejor de una vez, como lo hacen las monjas y las enfermeras en las clínicas. Así se lo hicieron a mis hijas”. Armada con la segunda bolita la intentó clavar en el otro lóbulo pero por algún motivo no pudo traspasar la carne. Sin conmoverse, lo volvió a intentar y esta vez sí lo consiguió. A todas estas, la niña gritaba y pataleaba de dolor causando en Lucía Belinda una angustia tal que tuvo que salir de la habitación tapándose los oídos. Cuando hubo terminado la operación estética, Angélica la llamó para que entrara y, levantándola de la cama, se la entregó a la madre que, con ojos llorosos como los de la cría, la cogió en brazos consolándola con palabras cariñosas y besándola sin parar. Entretanto, Angélica, sudorosa y satisfecha por haber conseguido su objetivo, me miró con una franca sonrisa, enseñando aquella dentadura que tenía rozando la perfección y sin inmutarse por el eco de los lloros de la criatura, cogió el frasco de agua oxigenada, empapó dos trozos de algodón y se los puso en las orejitas que apenas habían soltado unas gotitas de sangre. “Mantenlos un poco aunque le duela, hay que evitar que se le infecten. Se lo haces dos veces al día. Verás que cicatrizarán muy rápido.” Luego, como si lo que había hecho necesitase de una explicación comentó: “Antes que Historia, quise estudiar medicina, me iba lo de cirujano pero no las mates, ni la química ni la física, así que tuve que desistir”.
Ya sé que es una práctica habitual y que no tiene ninguna trascendencia, pero como nunca lo había visto hacer hasta entonces, me impresionó. Me dije que si aquello me había impactado cómo sería contemplar una ablación. Un escalofrío recorrió mi cuerpo y hube de sobreponerme para no llorar. Di gracias al cielo por haber nacido en un país y en un continente donde la única agresión física al cuerpo de una niña era la de abrirle unos agujeritos en las orejas y a una edad en la que en pocos días se curaría. “Hasta en eso el hombre tiene suerte”, pensé con un leve rencor.

Paralelamente al cambio de vida que había supuesto para Lucía Belinda la llegada y crianza de su hija, Angélica estaba padeciendo la decisión de su marido de dejar su trabajo como asalariado y convertirse en empresario de la construcción. Había formado una sociedad con un par de técnicos amigos y se encontraba inmerso en sacarla adelante. Abrió una oficina enorme, con secretaria particular y varios auxiliares en el centro comercial que acababa de inaugurarse cruzando dos avenidas más allá de donde vivíamos, por lo que se podía ir andando, aunque nunca lo vi hacerlo, siempre iba en coche; no así hasta donde se estaban construyendo los edificios que habían conseguido como primera obra de la constructora, un lugar de la zona bastante alejado. Angélica era una pared en lo referente a comentar cualquier cosa que se refiriera a Julio; por lo general se limitaba a frases cortas que no daban pie a continuar con el tema. No obstante, su actitud, cambiante a lo largo de aquellos meses, era más elocuente que las posibles explicaciones que pudiera dar.

Pocas veces podía darme la satisfacción de sentir admiración tranquila por algo de lo que estaba a mi alrededor, todo era “demasiado”, demasiado grande, demasiado calor, demasiada humedad, demasiado hablador; en fin, todo me parecía excesivo en aquel lugar, no había moderación ni recato. Las fuerzas de la naturaleza estaban desatadas en todo su esplendor constantemente y eso me agotaba. Llegué a la conclusión de que me había convertido en un ser resentido por casi todo. Una mañana, que no me apetecía bajar al césped, me escurrí como un gato dentro del coche y sin saber por qué ni cómo, me vi cruzando el puente de la margen izquierda. El autobús del colegio se había llevado a mi hijo y no me apetecía desayunar. Había cogido las llaves del coche y le dejé dicho a la chica que iba hasta el vivero a ver qué plantas nuevas habían llegado. Fue la excusa que se me pasó por la cabeza y no esperé a oír su contestación.

Apenas conocía aquella zona, salvo dos o tres calles y poco más, pero mi estado de ánimo de aquella mañana me llevó hasta allí y siguiendo ese impulso aparqué el coche junto a otros en un pequeño recodo que luego me sería fácil para maniobrar en dirección contraria.

Me había puesto mi gorra roja con visera y las gafas de sol que ya eran parte de mi físico, hasta el punto de que a veces olvidaba cómo eran mis ojos al natural. No sé por qué se me pasó aquella idea por la cabeza, pero me hizo recordar que en algún lugar tenía un neceser con pinturas y maquillaje traídos al llegar allí y que, a aquellas alturas, ya estarían caducadas. No recordaba haber usado nada de aquello, ni siquiera se me había pasado por la cabeza. Solo pensar en embadurnarme de maquillaje, polvos de ojos o rimmel para las pestañas se me erizaban los pelos de la nuca. Se me apareció una imagen bastante ridícula que me hizo reír como una tonta: Un ventilador en el tocador secándome el sudor de la cara mientras delineaba el ojo con eye liner de brocha, para la que había que tener un pulso exquisito, destreza que había perdido totalmente como otras tantas cosas que apenas o nada tenían importancia en aquel lugar. ¡Pero si hasta el color rosado de mi piel había desaparecido! Ahora estaba morena como nunca jamás creí que pudiera llegar a estarlo. No obstante, era un color bonito, no era aceitunado ni moreno cerrado, era dorado lo que resaltaba el color azul de mis ojos y el rubio de mi pelo. No estaba mal, me dije, justa compensación a tanto exceso.

Después de callejear un rato por aquellos caminos, me sorprendí en lo que me pareció el núcleo central del pueblo. Una pequeña plaza, abarrotada de puestos y tenderetes de comida la rodeaban y ya había bastante gente ante ellos consumiendo y hablando sin parar. A pesar de la discreción de mi atuendo, más de una persona se quedaba mirándome, pero pienso que era más por ser una extraña que por cómo iba vestida. Visualicé la plaza para orientarme desde una de las esquinas de la misma, percatándome de que allí todo el mundo se conocía, al menos esa fue mi impresión. Se saludaban con grandes aspavientos o reían abiertamente contándose cosas unos a otros mientras comían o compraban todo tipo de comestibles: verduras, carnes, frutas…Muchas mujeres en ese ajetreo y pocos hombres a la vista. Supuse que estarían en sus trabajos, de hecho la mayoría de los que despachaban lo eran. Los olores se mezclaban de un puesto a otro sin definición, excepto delante del de carnes, pero incluso allí terminabas por no diferenciarlo ante el tufo de aceite hirviendo que emanaba del puesto de al lado.

No había desayunado, así que mi estómago empezó a protestar. Logré colarme en un tenderete, detrás de cuyo mostrador, una nevera de helados, se hallaba una mujer de mediana edad, con los rasgos de cientos de cruces genéticos cuyo resultado eran las facciones tan características en el país. La piel era de color tostado oscuro, nariz y boca negroide, pelo negro liso indio y ojos medio verdosos con rayitas negras, de algún cruce ancestral con algún blanco, semejante a los de un gato semidormido. Vendía empanadas de carne mechada y de queso blanco. Le pedí una de queso y un café con leche que me sirvió en un vaso de plástico sacado de una bolsa. Su atuendo no lo recuerdo, pero si se me grabó la sensación agradable de estar limpio. El pelo corto, negro y liso se movía al vaivén de la cabeza, lo que me indicó que estaba recién lavado. No quise seguir analizando nada más y me dispuse a saborear la empanada que estaba deliciosa. El café también era fantástico, nada que ver con el café que yo tenía en casa. ¿De dónde lo sacaban? De contrabando, seguro.

-Ud. vive en el otro lado, ¿No es cierto? afirmó y preguntó al mismo tiempo.
-Sí, ¿cómo lo ha sabido? Le dije mirándola a los ojos, lo más llamativo de sus facciones.
Se echó a reír y dijo: No puede disimularlo. ¿Cuántas mujeres rubias ve por aquí como Ud.? Además viste y habla igual que la señora Angélica.
“¿La señora Angélica? ¿Qué Angélica?, la única Angélica que conocía era mí Angélica, a no ser que se refiriera a alguien que tuviera el mismo nombre y que residiera en algún otro edificio distinto al nuestro. Al fin y al cabo, había muchos. Antes de que me diera tiempo a preguntarle nada, siguió hablando con los codos apoyados en el cristal de la nevera.
-Viene dos veces a la semana a dar clases a los que no saben leer ni escribir. A mí no, yo sé, aprendí en la escuela. También sé sumar, restar y dividir. Es suficiente. No me hace falta aprender más nada a mi edad.
-Y, ¿Dónde está Angélica dando las clases?, pregunté con la mayor indiferencia que pude, mientras continuaba saboreando la empanada que ya estaba llegando a su fin.
-¿Quiere ir a verla? Tiene suerte, hoy está. Salga por la otra esquina de la plaza y continúe la calle hasta que encuentre una casa encalada con una puerta blanca. No tiene pérdida, todo es blanco.

Después de pagar eché a andar hacia donde me había indicado y a medio camino giré la cabeza para saludarla. Una sonrisa burlona y un gesto leve de la mano, sin modificar la postura reclinada en la nevera, me despidió.

El blanco en aquellas latitudes tenía muchas gradaciones y ninguna alcanzaba a lo que se consideraba blanco. Un muro sucio de tierra y una puerta de garaje del mismo tono era lo más parecido que vi. Dentro se oían voces apagadas y silencios momentáneos. Dudé un segundo y al fin toqué. Allí estaba Angélica. La sorpresa nos cogió desprevenidas a las dos, a mí porque esperaba equivocarme y a ella porque no me esperaba.
-Vaya! Sí que eres tú! Exclamé.
-Qué haces aquí y a estas horas?, respondió. Su gesto de sorpresa era mayor que el mío.
-Déjame entrar. Me acabo de enterar y tenía que comprobar que era cierto.
Unas cuantas mesas de madera y siete personas de distintas edades nos observaban con curiosidad. Cuando mis ojos se adaptaron a la luz interior constaté que había uno más. No lo aprecié de entrada porque era más oscuro que la conciencia y el único hombre de la clase. Debía tener alrededor de los treinta y cinco años pero aparentaba tener más.
-Desde cuándo haces esto? Pregunté en un aparte.
-Hace un mes, más o menos, contestó. Dos veces a la semana
-No lo entiendo. Te propusieron dar clases en el Colegio Americano y lo rechazaste y ahora te veo aquí enseñando a leer y a escribir. ¿Por qué?
-¿Por qué, qué? Dijo echando hacia atrás la cabeza. -Ni yo misma lo sé. Fue un impulso. Un día vine, como has hecho tú hoy, y sin saber muy bien cómo, me vi haciendo esto. Ni siquiera sé cuánto tiempo seguiré, no mucho me temo, pero me distrae y es un reto.
-Quién más lo sabe?
-Nadie, ni Lucía Belinda.
-Vaya, sí que ha sido una sorpresa! Mira, te voy a esperar afuera a que termines; en la plaza. Luego me cuentas.
-De acuerdo. Media hora y salgo.

En ocasiones creemos no saber el por qué de nuestras acciones o decisiones, pero no es cierto. Lo sabemos muy bien, lo que sucede es que es más fácil no pensar en ello, bien porque nos devuelve una realidad sobre nosotros mismos que no nos agrada demasiado, o porque reconocerlo conlleva la responsabilidad de la certeza, una losa difícil de soportar. Muchas personas prefieren dejarse llevar sin interiorizar el por qué de sus acciones, de esa forma crean una situación ilusoria de bienestar y complacencia de sí mismos que dura el tiempo que tarda el subconsciente en decir: “basta, esto no es verdad”.
Angélica era demasiado inteligente para ignorar o engañarse acerca de su vida con Julio, era muy consciente de ello, pero necesitaba ese tiempo de visión ilusoria para desconectar de los problemas y encontrar una salida airosa, para ella y sus hijos. Ocupar su tiempo libre en tareas como dar clases a adultos le proporcionaba la capacidad de pensar sin presiones, de buscar soluciones.

-Ser un empresario es algo muy complicado, querida, me contestó a mi pregunta de qué estaba pasando en su matrimonio. Un profesional en cierto modo es un intelectual y, como tal, tiene unas directrices y unas metas bien definidas. Un empresario no. Un empresario y sobre todo un gran empresario de éxito tiene de todo menos método. Es un pirata, un desalmado, un ser equilibrado, suspicaz y confiado, libre y atado, dedicado y serio, hablador y mudo, un lince para las oportunidades, carente de modales y al mismo tiempo los tiene todos; encantador con las personas que le interesan y despiadado con los que le estorban; humanitario si eso redunda en el negocio y desinteresado por el dolor ajeno. Un ignorante intelectual y un conocedor de la naturaleza humana insuperable. Algunos de los grandes empresarios que conocemos no sabían leer ni escribir cuando empezaron a forjar su destino. Esas contradicciones y muchas más, las reúne un empresario de éxito. ¿Cuántos hay en este mundo que cumplan con estos requisitos? Muy pocos. Nace uno en cada siglo, los demás aspirantes se quedan en lo que llamamos pequeños empresarios. Cumplen con su misión y hacen una gran labor en el engranaje de la sociedad pero no alcanzan el estatus de gran empresario. Mi marido ni siquiera se encuentra entre los primeros. Hace los negocios con la imaginación; las grandes cifras de beneficios que debe generarle la empresa son el resultado de creer que eso es lo que tiene que ser, que así debe marchar el negocio, sin tropiezos, sin eventualidades, sin problemas que resolver. El funcionamiento del mismo está pensado y llevado al papel y nada ni nadie pueden cambiarlo. Si surge algo diferente es un estorbo, un escollo indeseable en lo que no hay que pensar. Ya veremos qué hacer en su momento. ¿Para qué pensar en ello ahora? ¿Cómo crees que se puede planificar una familia con un hombre así? De qué manera encuentras el equilibrio necesario para compaginar matrimonio, educación y crianza de los hijos y no anularte como persona y como profesional? Porque yo soy una intelectual, una profesional. No soy una empresaria, no compro ni vendo nada, no tengo cualidades para eso. Pero sí sé que puedo aportar algo interesante a la humanidad que puede ser considerado inútil desde la perspectiva del mundo de los negocios, pero útil, diría que utilísimo para el desarrollo de la creatividad. He pensado mucho en ello. Es cierto que el conocimiento ancestral de comprar y vender se remonta a los comienzos de la humanidad, pero qué comprar y qué vender lo crean las mentes pensantes, las mentes con conocimientos intelectuales y los científicos. Los profesionales que imparten los conocimientos van delante como los zapadores en una guerra, preparando el terreno, abonándolo lo suficiente para convertir en seres pensantes, en creadores y plasmadores de nuevas ideas a los hijos de los hijos. Y atrás, las grandes palabras, los científicos y los investigadores, pacientes y mal pagados, obsesionados por descubrir las claves de tal o cual misterio. Algunos lo consiguen en vida, otros mueren con el desencanto de no haberlo logrado, pero todos han sentido la satisfacción de haber trabajado en la creencia de haber cumplido con el verdadero carácter de su naturaleza animal: pensar y crear, de la misma manera que los felinos cumplen con la suya de depredadores. Tanto unos como otros persiguen lo mismo, mejorar la raza, la estirpe. Los resultados finales son recogidos de inmediato por los que conocemos como empresarios cuyas mentes funcionan en base a la utilidad inmediata, en la generación de beneficios, en el placer de ganar dinero y en amontonarlo en los bancos como tarjetas de visitas privilegiadas. Es una manera de ser y una manera de vivir que acepto porque he comprobado cuán necesarios son, pero mis hemisferios cerebrales están a años luz de ese proceso. Julio, no es un gran empresario, ni empresario, ni profesional. Ni siquiera es listo, solo es un oportunista. Querida, no tengo tres hijos, tengo cuatro y uno de ellos es un verdadero dolor de cabeza, por no decir algo peor. He ahí lo que sucede en mi matrimonio. Si crees que es poco, puedo continuar, dijo con un deje de desencanto en la voz y mirando al frente. Aunque es tan vulgar que te asquearía y por otro lado ya lo sabes.
Desde luego que sí lo sabía. Y sí, era una vulgaridad. Los amores adúlteros siempre lo son.