Conforme
pasaban los días y la estación de lluvias avanzaba, de igual manera la
sensación de que algo distinto, diferente, se estaba gestando en el ambiente
era cada vez más alarmante. Ahora bien, no parecía que los demás se dieran
cuenta porque, en apariencia, continuaban con sus vidas con el mismo ritmo de
siempre. Sin embargo, yo me mantenía alerta con una incómoda sensación de
desprotección y de desasosiego que no sabía de qué manera soslayar o explicar.
Angélica
dio por concluidas las clases a adultos y terminó por aceptar el puesto de
profesor en el colegio americano. Salía temprano y regresaba al mediodía. Lucía
Belinda continuaba con la crianza de su hija con la tranquilidad de que todo
estaba funcionando bien. En cuanto a mí me limitaba a observar y a esperar. Me
hacía la misma pregunta una y otra vez: ¿Qué me pasa? ¿Qué es lo que no está
funcionando como es debido? ¿Demasiado plácido, demasiado tranquilo, demasiado
feliz? Ese “demasiado” ya era un indicativo de que algo no estaba como era
debido pero, al mismo tiempo tenía mis dudas al respecto ya que, “demasiado”,
era un adverbio normal en aquellos parajes. Terminé por dejar que, fuera lo que
fuese que me estaba incomodando surgiera por sí mismo, sin forzarlo, como hacía
cada vez que algo no andaba bien y no encontraba el motivo. Ya lo había
experimentado en otras ocasiones. Y, de pronto, los acontecimientos comenzaron
a sucederse uno tras otro como en una cascada.
La
mayor parte de los grandes acontecimientos comienzan por un hecho sin
importancia, a menudo sin aparente conexión entre sí, para luego, más adelante,
convertirse en la raíz de lo que los ha desatado. En ocasiones, no es más que
otro síntoma que, sumado a los demás, forman el mosaico.
Que
la pequeña de Angélica era la única que no sabía nadar y por tanto a la que
había que vigilar con cuidado era un hecho que no se nos escapaba a nadie. No
obstante y a pesar de la vigilancia no se pudo evitar que en dos ocasiones, con
un lapso de tres días, Angélica tuviera que lanzarse de cabeza a la piscina,
con zapatos incluidos, para sacarla a flote. La lógica de los mayores no es la
misma para los menores por lo que la pequeña fuera del agua se quitaba los
flotadores para jugar olvidando colocárselos cuando regresaba a la piscina.
Aunque
pudo haber sido una tragedia, no pasó de un susto pero Angélica se valió de
ello para mostrar su lado más serio e intransigente con la niña a la que obligó
a seguir unas lecciones estrictas para dominar el arte de nadar. En una semana
la niña consiguió desprenderse de los manguitos y mantenerse en el agua con la
misma garantía de éxito que los demás niños. Me dije que la necesidad obra
milagros. Lejos de calmar la ansiedad de Angélica, ésta se mantenía en un
estado de nerviosismo que nada tenía que ver con lo sucedido. No obstante, su mal
humor persistía, se mostraba arisca en sus contestaciones y en ocasiones se
sumergía en un mutismo desagradable. Me dije que había algo más que la
atormentaba, algo que nada tenía que ver con la niña que ya había superado la
prueba con creces. Y la contestación era obvia: Julio. Qué era, no lo sabía,
pero estaba segura de que tenía que ver con él.
El
segundo acontecimiento tuvo lugar poco después de los sustos de la piscina.
Me
disponía a tomar el ascensor para bajar a la piscina cuando encontré a Angélica
en él, que, en lugar de bajar, subía.
-¿A
dónde vas?, le pregunté extrañada.
-
A casa de Roger, me contestó con un amago de sonrisa. Quiere que pose para él
en un reportaje fotográfico. Ya sabes lo poco que me gustan estas cosas, pero
quiere inaugurar el nuevo estudio fotográfico con fotos de gente real y no con
artistas de cine. Ha insistido tanto que al final he cedido.
La
miré detenidamente. Iba sin maquillar y con el pelo recogido en una coleta.
-Pero
bueno, ¿vas a hacer un reportaje fotográfico sin maquillarte y sin darle un aire
a ese pelo? Tienes que bajar y hacerlo. Roger será muy bueno pero no creo que
hasta ese punto.
Me
miró como si la hubiese cogido en un renuncio y se contempló en el espejo del
ascensor. No había caído en ello y no me extrañó. En primer lugar por ser cómo
era, su físico no representaba nada importante para ella y en segundo lugar, no
había posado nunca para nadie con lo que ignoraba que los defectos de la piel
los recogen las cámaras de manera despiadada.
-¿Crees
que debo maquillarme para esta sesión de fotos?, preguntó sin mucho ánimo.
-Pues
claro, querida. Si quieres, te acompaño y hablamos con Roger. Te lo dirá.
Efectivamente,
Roger confirmó mis palabras. Así que tuvimos que bajar de nuevo a su casa y
buscar el neceser de pinturas y maquillaje y ponernos a la tarea de
embadurnarle la cara con todos aquellos potingues. Milagrosamente estaban sin
caducar y la mayoría sin estrenar. El resultado fue espectacular. Le cepillé el
pelo, se lo recogí con dos simples trabas a un lado y la hice mirarse al espejo.
-¿Esta
soy yo?, preguntó con una sonrisa alegre y divertida. Los ojos le brillaban y
los dientes reflejaban una blancura deslumbrante por el contraste con el color rosa
de los labios.
-Pues
sí, contesté en la misma línea. Las fotos van a quedar preciosas. Ya lo verás.
-¿Me
acompañas? Al menos hasta su casa.
-De
acuerdo, pero luego me voy. A los artistas no les gustan los espectadores.
Los
resultados de las fotos los guardó Roger hasta el día de la inauguración. No
quiso enseñarnos ninguna de ellas pero suponíamos que debían haber salido
bastante bien porque nos picaba el ojo en señal de conformidad cuando nos veía.
Faltaba una semana para la inauguración y yo estaba más intrigada y ansiosa que
la misma Angélica. Aun así, se mostraba taciturna y un tanto preocupada y la
razón era que Julio nada sabía de aquel reportaje.
-¿No
se lo has dicho? ¿Por qué?, le pregunté asombrada.
-No
lo sé. Creo que es la primera vez que hago algo como esto y no se lo cuento.
-Y
¿cómo vas a hacer el día de la inauguración? ¿Te vas a presentar allí sin
decirle nada? Pues va a llevarse tremenda sorpresa cuando vea las fotos.
-
Lo sé. Sin embargo no puedo decírselo; no, no es cierto, la verdad es que no
quiero decírselo. Y no me preguntes por qué porque no lo sé.
-
Yo creo que sí, le estás echando un pulso. Quieres ver cómo va a reaccionar
ante el descubrimiento de que puedes hacer algo sin que él intervenga. Estás
comenzando a tomar decisiones por ti misma y quieres ver si eres capaz de
aceptar las consecuencias. Quieres ver su reacción. Me gusta esa actitud.
-
¿Tú crees?
-Desde
luego que sí. Vamos a esperar a ver qué sucede.
La
tarde de la inauguración de la tienda, María, la mujer de Roger desplegaba una
gran actividad, más de la que solía habitualmente. Había que tener en cuenta
que era el polo opuesto a Roger en todo, si éste era alto, guapo, delgado, muy
dinámico y negro, ella era bajita, mediría 1,50 centímetros todo lo más, bastante
rellenita, blanca, poco agraciada y comodona. Pero, y aquí está la clave de la pareja,
era la mujer más simpática y ocurrente que me he encontrado nunca, con
excepción de Angélica. Y Roger era feliz con ella. Sus encantadores hijos de
tinta china habían salido a su padre en altura. Cada vez que los veía
sumergirse en el agua de la piscina me daban la sensación de que saldrían sin
el color negro, de que la tinta china se escurriría en el agua. Al igual que
Lucía Belinda, María no se bañaba, ni tan siquiera se ponía en traje de baño para
tomar el sol. Se limitaba a bajar con ropa cómoda y se sentaba en el césped a
charlar. Por lo tanto, la actividad frenética de los días previos a la
inauguración del estudio fotográfico la tenían agotada y, si mi vista no me
engañaba había adelgazado. El día de la inauguración ¡había ido a la
peluquería! Increíble pero cierto y el resultado más increíble aún. El pelo
negro corto y ensortijado, pegado a una cabeza redonda y oronda, se había
convertido en una melenita a la altura de los hombros, alisada y con las puntas
onduladas hacia adentro que la hacían más delgada, atractiva y vistosa. Ella
misma no podía creer lo que veía en el espejo por lo que comenzó a lanzar toda
clase de ocurrencias que causaron la hilaridad de todas las que estábamos a su
alrededor. Con las manos en la cadera empezó a desfilar moviendo la cabeza con
la altanería conque suelen hacerlo las modelos, al tiempo que su enorme trasero
bamboleaba hacia arriba y hacia abajo. Luego ensayó con los zapatos nuevos de
tacón que había comprado para la ocasión y a punto estuvo de torcerse un
tobillo. Pasamos un rato divertido que terminó con la llegada de Roger que la
instaba a que se preparara. La dejamos y bajamos cada cual a su casa para
vestirnos.
Nos
habíamos puesto de acuerdo las tres parejas para ir todos juntos a la inauguración.
Y por una vez, sin contar el breve lapso con ocasión del reportaje fotográfico,
vi a Angélica vestida elegantemente y maquillada. Estaba espectacular y Julio a
su lado, si bien estaba inflado como un globo, por otro lado se le notaba
cierta incomodidad, como si no dominara del todo la situación. “Normal, me
dije, a ver de qué manera puedes evitar que la gente repare en ella y no
piensen que eres un perfecto idiota por menospreciar a una mujer como ella con
mujeres que no valen un pimiento a su lado”. Lucía Belinda también estaba
encantadora, había ido a la peluquería y se había comprado un traje muy
favorecedor. En cuanto a mí, creo que tampoco estaba nada mal. Por suerte, yo
no tenía ninguno de los conflictos que tenían mis amigas con sus parejas. A
veces me preguntaba qué tenía yo de especial para merecer tanta veneración.
Cuando
llegamos el estudio estaba lleno de gente, la mayoría conocidos de la zona y
unos cuantos a los que no habíamos visto nunca, que luego supe que eran amigos
y familiares de Roger y María. También estaba Lola y su marido. Lola,
guapísima, aunque un poco recargada en joyas y pintura, para mi gusto. Llevaba
un traje sin mangas en tonalidades amarillas y marrones muy favorecedor. La
melena, recogida en un moño muy original la hacía más delgada de cuello. En
cambio Angélica la llevaba suelta, ondulada y recogida a ambos lados, con unas
trabas de brillantes, que le daban luz al pelo. Se había puesto un vestido rojo
sin mangas y zapatos de tacón en el mismo tono que la ayudaban a sobrepasar unos
centímetros a Julio y la convertían en la mujer más alta de la fiesta ya que
Lola, siendo alta como era, no llegaba a su estatura. La llegada de un grupito
como el nuestro fue recibida con gran expectación y enorme curiosidad por todos
los allí presentes que, sin excepción, giraron sus cabezas hacia nosotros para
darnos la bienvenida. Roger como anfitrión que era se adelantó y nos recibió
con aquella sonrisa blanca y negra deshecho en atenciones y, en particular, con
Angélica a la que cogió del brazo para guiarla hasta donde estaba su foto,
seguidos por nosotros y por las miradas de todos. No sé qué era lo que
esperaba, había imaginado muchas veces el resultado del reportaje, pero aquella
foto que había expuesta no. Me quedé mirándola arrobada. Debía medir metro y
medio de largo y toda ella lo ocupaba el rostro de Angélica y parte de los
hombros. Ligeramente ladeada, miraba hacia algo lejano, con una sonrisa apenas
esbozada, muy natural. Lucía Belinda, a mi lado también la observaba con
atención.
-Tenía
razón, murmuré al rato.
-¿Has
dicho algo?, preguntó Lucía Belinda sin dejar de mirar la foto.
-¿Recuerdas
cuando nos enseñó con diapositivas el objetivo de un retrato a lo largo de la
historia? Esta es una buena muestra de ello.
-¿Te
refieres a los retratos en la pintura?, contestó Lucía Belinda.
-Sí,
y me estoy acordando del cuadro del Papa de Velázquez del que tanto nos machacó
para que apreciáramos lo importante del retrato.
-Lo
recuerdo, el de “¡troppo vero!” y se echó a reír. Sé a lo que te refieres y,
ahora que lo dices, tenía razón. Lo importante es captar la naturaleza interior
del personaje, la profundidad de su carácter. Creo que Roger lo ha logrado con
esta foto. Es ella, sin duda. Da la sensación de que está a punto de hablarnos.
-
Yo diría que va un poco más allá, le dije arrastrando las palabras. Veo a una
Angélica sensible y vulnerable, como si estuviera haciendo el esfuerzo de
superar una tristeza interior.
A
medida que observaba la foto, me reafirmaba en lo desconcertante que era ver
como Roger había captado la esencia del alma de Angélica. Ésta miraba hacia
algo más allá del fotógrafo, o a alguien que le agradaba, con una sonrisa de
complacencia comedida, una postura tantas veces vista por mí en los muchos
momentos vividos a su lado. No me extrañó la expectación de la gente y las
efusivas felicitaciones a ambos por el resultado. Se convirtió en el centro de
las personas que allí estábamos, y pasada la primera impresión, Angélica reía y
compartía con nosotras el regocijo que le causaba verse en aquella inmensa
foto. Julio mantuvo las formas y como muchos lo felicitaban por tener a aquella
mujer, su ego no sufrió demasiado. Eso de que él no fuera el centro de atención
lo incomodaba, pero supo aguantar las formas y auparse al carro del
beneficiado, del tocado por los dioses por ser el marido de una mujer como
aquella. No quiso dar a entender que nada sabía al respecto, todo lo contrario,
hizo como si lo supiera, pero tanto Lucía Belinda como yo, lo mirábamos de
reojo detectando la incomodidad que sentía y nos alegramos íntimamente por ello.
Por supuesto, Angélica, que lo conocía mejor que nosotras, vio las señales de
su enfado y, por una vez en su vida de casados, noté que se alegraba de hacerle
pasar por una situación de menosprecio, el mismo que tantas veces él a ella con
las mujeres de baja estofa que frecuentaba. La diferencia estaba en que
Angélica no necesitaba traicionarlo con nadie para hacerlo sentir una hormiga, le
había bastado con un hecho como aquel y ante todo el mundo. No pude dejar de
pensar regocijada que había jugado, se había arriesgado, había hecho jaque mate
y había ganado de manera elegante, y bien merecidamente, por cierto. Tanto
Lucía Belinda como yo, nos mirábamos y nos entendíamos y ella aún más porque
también estaba sufriendo en carne propia una situación parecida, como supe
después.
Lola
y su marido también se acercaron a felicitarla por el resultado de la foto.
Lola se interesó por el trabajo de Roger y su intención de ponerse en sus manos
para un reportaje fotográfico. Creo que era la primera vez que la veía
interesada y con la iniciativa de una conversación. Angélica charló un rato con
ambos contándoles de qué modo había surgido la idea y de cómo se había llevado
a cabo. Luego se despidieron y se marcharon, no sin antes hablar brevemente con
Roger. Supuse que habrían quedado con él para verse y charlar sobre el
reportaje que ella quería que le hiciese. Esa noche, Roger había conseguido más
trabajo que el que podría haber obtenido con una campaña de publicidad por la
tele. Me dije que nada surtía más efecto que ver en vivo el resultado de
cualquier cosa que se quisiera promocionar. Roger lo sabía, llevaba muchos años
en la profesión y era listo. A cambio de haber posado gratuitamente para él, Roger
le regaló a Angélica una copia de todo el reportaje que, en los días sucesivos,
estuvimos viendo y analizando: la luz, los filtros de color, las distintas
posturas. Eran todas ella magníficas, pero sin duda, la elegida para ser
expuesta la mejor de todas.
A
partir de ese día Angélica era reconocida en la calle por la gente que la había
visto en el estudio el día de la inauguración o, por las que, posteriormente, iban
acercándose a él para encargos de todo tipo y habían visto aquella foto en una
pared estratégica del estudio, a la vista de todo el que entraba en él. Supimos
por Roger que Julio le había intentado convencer para que la retirara, pero éste,
con su habitual espíritu práctico de comerciante le había contestado que no
haría tal cosa hasta que él considerase el momento apropiado para ello y,
además, tenía la conformidad de Angélica, la protagonista de la misma, para
exhibirla. Esta negativa mantenía a Julio en un estado de desasosiego
constante; por un lado aparentaba complacencia ante todo el que lo felicitaba
por ser el marido de la protagonista de la foto y por otro se comportaba con la
actitud de marido engañado, culpando a su mujer de haber actuado a sus
espaldas.
Creí
que Angélica se derrumbaría y cedería a sus presiones, pero la naturaleza
humana tiene sus propios mecanismos de defensa y ataque y Angélica se
encontraba muy cómoda por el resultado de aquella decisión unilateral con lo
que mantuvo una actitud de indiferencia y de seguridad en sí misma dándole a
entender a Julio que quien inicia una guerra tiene dos únicas salidas: vencer y
establecer sus propias demandas al vencido o perder y asumir las consecuencias.
La dialéctica entre ambos se mantuvo durante un tiempo hasta que Julio terminó por
ceder. Quizá ceder no sea la palabra exacta pues, en ningún momento, reconoció
que parte de la culpa de lo sucedido, de la decisión tomada por Angélica de
mantenerlo al margen, la había propiciado él con su reiterada falta de respeto
hacia ella, algo que muchos sabían y con lo que tenía que vivir a diario, sino
que, dado que en la balanza de los pecados salía perdiendo llegó a la
conclusión de que era mejor no volver a tocar el tema y seguir adelante como si
nada hubiera sucedido. Restablecida la paz entre ambos, una paz precaria, todo
hay que decirlo, Angélica continuó con su quehacer diario. No obstante, lo
sucedido la había cambiado, ahora no le preguntaba dónde había estado ni por
qué llegaba a tal o cual hora, ni le insistía para salir juntos a algún evento
que le interesara, o en compañía de los niños. Si decía que no podía, que tenía
trabajo o una reunión con alguien importante, se limitaba a asentir y a no
discutir. Luego, se arreglaba y se iba sola o bien en compañía de sus hijos, en
ocasiones conmigo o con Lucía Belinda. Esta actitud de independencia manifiesta,
mantenía a Julio, por primera vez en años, en franca incertidumbre, ya que, con
frecuencia, al llegar a su casa comprobaba que ella no estaba y le tocaba a él
esperarla. Me preguntaba si pasar por lo mismo que él le hacía a ella tan a
menudo, le haría reflexionar sobre su comportamiento. Algo me decía que no era
probable ya que, por lo general este tipo de personas, narcisistas hasta la
médula, no ven más allá de su propio ego, de su propia satisfacción a costa de
quien sea y de lo que sea y no aguantan la contradicción de sus deseos sin que
le suponga un agravio insoportable. Si Angélica traducía en palabras su
comportamiento haciéndole entender la similitud que había con el suyo, dudaba que
lo reconociera. Él era el hombre y le estaban permitidas determinadas
prerrogativas por la tradición, por la costumbre. Algo como un derecho
consuetudinario incontestable y aceptado por la civilización. Que ella hiciera
lo mismo no lo admitiría.
En
mi fuero interno me alegraba de que, al fin, Angélica hubiera mirado al frente
sin temor, sin desviar la vista y aguantara el reto. Sin embargo, ¿cuánto
tiempo duraría ese estado de guerra silenciosa y solapada, ese pulso entre dos
voluntades tan enérgicas sin que hubiera heridos de gravedad? Estaba por ver.
Sin
embargo, todo esto dejó de tener plano de actualidad ante un hecho terrible que
tuvo de protagonista a Lucía Belinda y que yo me enteré por Angélica, dado que las
circunstancias hicieron que ambas lo compartieran, al menos en su momento
inicial.
El
asunto comenzó una mañana de sábado, cuando Lucía Belinda no salió a pasear con
la niña y Angélica, extrañada, bajó para ver qué pasaba. Se la encontró
llorando, sentada en el sofá del salón de su casa y a su hija en el cochecito a
sus pies, mirando a su madre con una sonrisa anhelante, como si supiera que
estaba lista para salir. Nada más lejos de la realidad. Una llorosa Lucía
Belinda, sentada en el sofá con los brazos en el regazo, inmóvil, salvo por las
sacudidas del llanto y a su lado una hoja de papel con el membrete de la cínica
de Eligio y dirigida a Emilio como paciente, la recibió. Después de abrir la
puerta y dejar pasar a Angélica se sentó en el sofá, donde debía llevar tiempo
en esa misma postura por el hoyo que tenía la tela, e incapaz de hablar, se
limitó a señalar la hoja de papel que Angélica tomó entre sus manos y, después
de mirar a Lucía Belinda, como pidiéndole permiso, se dispuso a leerlo. A
medida que su vista recorría aquellas palabras escritas a máquina su cara iba
perdiendo el color. Lo único manuscrito era la firma del médico al final del
informe. Una vez hubo terminado, pálida y con las facciones contraídas, dejó la
cuartilla con lentitud y suavidad, como si temiera hacer ruido, encima de la
mesita de centro, delante del sofá donde estaban sentadas. No articuló palabra.
Se quedó mirando fijamente al frente durante unos minutos y luego, como si ya
su cerebro no pudiera aguantar más tiempo aquella presión, se levantó y se
dirigió a la cocina. Era su forma de pensar antes de hablar, necesitaba asentar
el tropel de ideas que la apabullaban y la incapacitaban para decir lo que
realmente quería. Lo había aprendido a lo largo del tiempo y a través de
diversas experiencias que se remontaban a su adolescencia y a una juventud
reciente. Llenó la pava de agua y la puso al fuego a hervir mientras disponía
las tazas y los cubiertos sobre una bandejita, junto con el azúcar y cuatro
sobres de tila. Se apoyó en la encimera, vigilando que el agua terminara de
hervir sin quitarle la vista de encima pero con la mente muy alejada de allí. Luego,
llenó las tazas de agua y abrió los sobres, dos para cada taza y salió hacia el
salón. Sin mediar palabra, le sirvió una a Lucía Belinda y otra para ella y se
sentó a su lado.
-¿Dos
de azúcar, o más? Le preguntó.
-
Dos está bien. Gracias, contestó Lucía Belinda en voz baja. Había dejado de
llorar pero sus ojos enrojecidos y tristes hicieron que a Angélica le brotaran
las primeras y silenciosas lágrimas de aquel fatídico día.
Ambas
tomaban la tila en silencio, cada cual procesando a su manera el significado
del informe médico y en especial las consecuencias que traerían consigo. Una
vez hubieron terminado, Angélica encendió un cigarrillo y dio una calada
profunda que, al expulsar el humo le llegó a Lucía Belinda haciéndole toser.
Aún así, ninguna de las dos se inmutó. Por fin, Angélica se decidió a hablar.
-Creo
que debemos salir a pasear un rato con la niña. Nos vendrá bien a las tres.
-De
acuerdo, yo también lo creo. Aunque de lo único que tengo ganas es de huir a
algún lugar donde no vuelva a verlo nunca más, dijo con voz entrecortada.
De
repente, se volvió hacia Angélica y agarrándola por un brazo le espetó: ¿Por
qué, por qué lo hizo? ¿Cómo tuvo valor para engañarme de esa manera? Estalló
con un tono de voz histérica. Angélica la abrazó encontrándose con la
resistencia de un cuerpo rígido y tenso a punto de explotar. Tenía que dejar
que desahogara aquella furia a su manera, nada más podía hacer, de momento. Era
consciente de que a medida que la información tomara visos de realidad, Lucía
Belinda tendría que pasar por varios estadios de comportamiento irracional
hasta alcanzar el más lógico para ayudarla a tomar la decisión final.
-Creo
que si vamos a hablar de ello será mejor que salgamos; caminar y salir de tu
casa es lo mejor que podemos hacer. Nos ayudará a tranquilizarnos y sobre todo
a que la niña se calme, que ya está bastante incómoda. Está percibiendo tu
estado de ánimo. Su carácter práctico y resolutivo decidió a Lucía Belinda que,
sin mediar palabra tiró del cochecito de la niña y salieron de la casa.
Al
cabo de cinco minutos, bajé a casa de Angélica y al no encontrarla fui hasta la
de Lucía Belinda, sabía que estarían allí. Mientras esperaba a que me abrieran,
apareció Nuria cargada con bolsas del supermercado y con los resoplidos
característicos de quien está haciendo algo que le fastidia dijo:
-No
está, ella y Angélica van saliendo hacia la calle con la niña. Acabo de verlas.
-Gracias,
le contesté caminando a toda prisa y dejándola con la palabra en la boca. No sé
que se disponía a contarme, algo era desde luego porque la conocía, pero si la
dejaba estaba segura de que empezaría a despotricar sobre cualquier cosa que,
ya a esas horas, la tuviera contrariada.
Salí
al estacionamiento, alcancé la puerta del muro del recinto y las vi caminando
por la acera hacia el paso de peatones. Las llamé, se giraron al oírme y me
esperaron. En un primer momento no sospeché nada de particular aunque al mirar
a Lucía Belinda y luego a Angélica, que me hizo una señal con la mirada, supe
que algo grave pasaba. Sin embargo, no podía hacerme la loca pues parecería más
sospechoso aún, así que, armándome de valor dije:
-¿Qué
te pasa, Lucía Belinda? ¿La niña está bien? Tanteaba el terreno de manera
mecánica, más por cortar el silencio que por curiosidad. No era la primera vez
que me encontraba en una situación parecida y luego no era nada especial. Al
fin y al cabo, en aquel lugar las cosas sucedían sin que supieras bien por qué,
daba igual lo que fuese así que, a esas alturas, rara vez me cuestionaba las
cosas como cuando llegué a aquel lugar, ahora aceptaba lo que sucedía a mi
alrededor con la misma tranquilidad y conformismo como la que tiene asumido que
ha traído al mundo “un hijo más feo que el Fary con estreñimiento en la cara”.
Tal comparación me vino a la cabeza por lo que tenía de verdad aplastante y,
sobre todo, por las reiteradas veces que se la había oído decir a Angélica, una
de tantas que soltaba tan oportunamente cuando hablaba y que le salían con la
misma naturalidad con que yo podía decir “¡hola, qué tal!” Aunque en esta
ocasión no me reí.
Con
la mirada al frente, los labios firmemente cerrados, el ceño fruncido y los
ojos llorosos continuó andando como si no me hubiera oído. Fue Angélica quien
tomó la palabra y me puso al tanto de lo sucedido. Solo me hice una pregunta:
¿Hasta dónde es capaz de llegar el ser humano para tapar sus propias miserias?
Y ¿para qué, si al final siempre se terminan por descubrir? No era una pregunta,
eran dos y, a medida que andábamos en silencio y contestándonos con
monosílabos, iba formulándome otras.
Anduvimos
un rato al sol de la mañana, todavía agradable para pasear, hasta que llegamos al
parque que había delante del centro comercial donde estaba la oficina de Julio.
Aunque ésta daba al exterior, no abarcaba la visión de esa parte, que era donde
se encontraba la puerta de entrada del centro, sino la de la ancha avenida
principal por donde circulaban los vehículos a toda velocidad, la mayoría
americanos grandes como chancletas y los camiones con su carga correspondiente,
en un ir venir constante por las numerosas obras. Nos sentamos en uno de los
bancos que estaban a la sombra mientras la niña con su muñeca en la mano
sonreía a otras que ya andaban y se acercaban de vez en cuando a ella. Lucía
Belinda parecía no estar enterándose de nada o más bien parecía no conceder
importancia a lo que sucedía a su alrededor. Era como estar viendo a una
persona en estado comatoso salpicado con algunos atisbos de vida cuando emitía un
hipido de vez en cuando.
-Y
¿ahora qué vamos a hacer, o mejor qué va a hacer? Le susurré a Angélica sentada
a mi lado.
_No
lo sé, pero he aquí lo que pasaba en su matrimonio y que tantas veces te dije
que había que esperar para saberlo. Con lo que no contaba era con que fuera
algo que ni ella misma imaginara, me contestó en el mismo tono. Si Lucía
Belinda lo oyó, no dio muestras de haberse enterado.
Como
puestas de acuerdo, no volvimos a tocar el tema, limitándonos a mirar y a hacer
algún que otro comentario de pasada respecto a alguien que pasara ante
nosotros.
Desde
nuestra posición veíamos las entradas y salidas de la gente que se acercaban al
centro comercial y, a aquellas horas, había muchas amas de casa acompañadas por
las chicas de servicio encargadas de llevar las compras, secretarias con
carpetas de documentos y ejecutivos de las distintas oficinas. De pronto, vi
salir a Julio acompañado de una joven a quien de manera discreta empujaba por
el codo. Sin mirar a ningún lado torcieron hacia la izquierda y entraron en un
pequeño bar, a mitad de la acera, de nombre “El loro ganchudo” que el dueño le
había puesto en recuerdo de uno que había tenido en su casa cuando era joven y
había muerto después de veinte años de vida feliz. Contaba a la gente que lo de
ganchudo era porque el pico le crecía a medida que se hacía viejo, hasta que
llegó un momento en que él tenía que pelarle las pipas porque el tamaño y la
caída hacia adelante eran tan grandes que no le permitían romper las cáscaras.
Desde luego, una exageración y probablemente una mentira, pero cuando la gente
se reía sin creerle, más se reafirmaba en el hecho. El cuento le había costado
caro pues ya nadie lo llamaba por su nombre sino por “ganchudo”. ¡Ganchudo,
ponme un café y un bocadillo! Y “Ganchudo” le llamaban todos, incluido al bar.
Pude
sentir la tensión en el cuerpo de Angélica que siguió con la mirada a su marido
hasta que desapareció en el interior. Por un momento pensé que se levantaría y
que iría directa al bar, pero no, se quedó envarada, tiesa como una caña de
bambú y sin apartar la vista de la puerta. Hice como si no lo hubiera visto,
dos tormentas seguidas a aquellas horas tan tempranas, por mucho que anhelara
cambios en la rutina, me parecía que eran demasiado y “demasiado” podía ser
peligroso. Al cabo de una media hora, la pareja salió y en la puerta del centro
se despidieron con un beso en la mejilla y un gesto de saludo en la mano.
Mientras Julio entraba al centro, la chica anduvo por la acera, giró al llegar
a la esquina y desapareció. Debía de tener unos dieciocho o diecinueve años,
morena, de pelo crespo a la altura de los hombros y bruta de facciones, boca
grande, nariz ancha, frente estrecha y carrillos gruesos con colorete. De
altura más bien baja, sufría de “cartucheras” en las caderas, lo cual era
penoso porque sobredimensionaban sus glúteos. Francamente, un adefesio, pero
típico de Julio. La tensión de Angélica fue cediendo gradualmente, suspiró con
desencanto y se relajó, en tanto que Lucía Belinda había dejado de gemir y
acariciaba la mano de la niña en un gesto de cariño y de ternura sin enterarse
de nada. El tiempo había pasado volando, era casi mediodía, los niños estarían
ya en la piscina y como si todas hubiésemos pensado lo mismo, nos pusimos en
pie para regresar a casa.
Dejamos
a Lucía Belinda en su casa, que quiso quedarse a solas, y nos citamos para
tomar café unas horas después. Mientras nos acercábamos a la piscina, yo iba
dándole vueltas a la cabeza a todo lo acontecido. Suspiré y en cierto modo me
preparé para lo que vendría en un par de horas. El grupo al completo se hallaba
en el césped a la sombra de “nuestro árbol”, como le llamábamos, aunque Nuria,
algo inusual en ella, nos observaba con una curiosidad palmaria, tanta que por
un momento pensé si sabría algo de todo aquello. Me dije que era una estupidez,
por muy cotilla que fuera no tenía poderes adivinatorios; simplemente le habría
llamado la atención vernos aparecer tan tarde y se preguntaría dónde habríamos
estado. Por suerte se limitó a mirarnos y como no dimos explicaciones a nadie,
se puso las gafas de sol y se recostó.
Nos
sentamos en el otro extremo de donde se hallaba ella y un poco apartadas del
resto y, una vez comprobamos que todo andaba bien en el agua, nos recostamos en
la grama. Me acomodé el bikini y, antes de cerrar los ojos, pensé que si nos
vieran desde las alturas, la diferencia entre el tono de color de lo tapado y
de lo que le daba el sol, sería como estar viendo una hamaca de rayas o una
cebra, más ésta que la otra dado que estábamos en una selva a donde nadie se le
ocurriría visitar. ¿Quién conocía de la existencia real de aquellos parajes?
Nadie, excepto, quizá un visionario como Julio Verne con una imaginación
desbordante y, por supuesto, todos nosotros.
Si de manera habitual, Lucía Belinda se
ocupaba bien poco de su aspecto, esa tarde causaba espanto y desolación. La
niña dormía y ella nos abrió la puerta sin apenas levantar la cabeza y sin
abrir la boca. Como siempre, me corría el sudor por el cuerpo y como siempre
también, llevaba mi caja de pañuelos de papel para aquella obviedad. La tarde
estaba igual que nuestros ánimos, tensa, pesada y en silencio. Apenas se oía el
ruido del tráfico de la Avenida, que a aquellas horas descendía, bien porque la
gente ya había terminado su día de trabajo, o simplemente para no correr el
riesgo de que se les derritieran las gomas en el asfalto.
Lucía Belinda había dejado de llorar y
la angustia que sentía había desaparecido y dado paso a un rictus, mezcla de enfado,
furia y dolor. Una combinación que me causó tiritera. ¿Cuál de las tres sería
peor?
En
lo que Lucía Belinda servía las limonadas, pues café no le apetecía a nadie con
aquel calor, me puse a leer el texto y, aunque ya sabía lo que decía, no dejó
de impresionarme verlo escrito y firmado. Era como estar leyendo una sentencia
de muerte.
Al
igual que en la anterior ocasión en la que, sin ningún tipo de preámbulos nos
confesó que no podía tener hijos, volvió a hacerlo de la misma manera para
hablar del tema y, de la misma forma, me cogió con el vaso de limonada en el
aire a punto de llevármela a los labios. Esta vez, por el contrario, sorbí un
poquito y la degusté con calma, quizá porque lo que se ve o se oye por vez primera
asombra pero la segunda no.
-Todavía
no sé de qué forma voy a decírselo, pero sí de cómo resolverlo, dijo con voz
firme y suave. Diría que con pasmosa calma y frialdad. -Al fin y al cabo, no
tendrá justificación alguna, no caben argumentos exculpatorios, no existen, en
realidad.
-
¿No estabas con él en la consulta el día que le dieron este informe?, preguntó
Angélica.
-
¡Claro que estaba!, pero el médico se limitó a decirnos que lo sentía y que no
había nada que se pudiera hacer, respondió airada. –Di por hecho que se refería
a mí, puesto que me habían dicho que tenía quistes en los ovarios y Emilio apenas preguntó nada más. Me obligó a levantarme y agarrándome por el brazo me
empujó fuera del despacho sin darme tiempo a preguntarle al médico cualquier
cosa que pudiera darnos una esperanza al menos. Salí de allí con un grado de
culpabilidad tal que solo pensaba en cómo resarcirlo ante tamaña decepción además
de desesperada y angustiada porque podía perderlo. Anhelaba un hijo más de lo
que me quería a mí y yo no podía dárselo. ¡Y ahora resulta que no se refería a
mí sino a él, él es el que no puede tener hijos! ¿Por qué, por qué no me dijo
la verdad? Preguntó con tono de desespero en la voz.
-
Siento decírtelo, querida, respondió Angélica, -lo hizo porque las personas
como él creen que los demás, en este caso tú, harían lo mismo que él, dejarle.
Y, por descontado asumió que se lo contarías a todo el mundo, con lo que, en su
mezquina mente su virilidad quedaría en entredicho. Es lo que él hubiera hecho
y por tanto no esperaba menos de ti. Son los peores conocedores de la
naturaleza humana, solo se quieren a sí mismos y hacer frente a la verdad y
vivir con ella no entra en sus esquemas de vida, por eso es lo último que quieren
oír. Por eso escondió el informe, por eso no te dejó hablar con el médico y por
eso te dejó convencida del engaño y se limitó a adoptar el papel de marido
decepcionado que, a su pesar, pero con grandeza de espíritu, se esforzaría por
continuar a tu lado. Un chantaje vil, rastrero, vulgar y cruel.
-¿Virilidad
en entredicho?, ¿Qué tiene que ver eso con la esterilidad? ¿Tan torpe y
estúpido es como para no ver la diferencia? ¿Acaso yo iba a ser menos mujer por
no poder tener hijos? , preguntó con voz histérica.
-Pues
sí, contestó Angélica, con voz pausada y tranquila. -Desde su perspectiva así
es, una mujer que no puede tener hijos no es una mujer completa.
-No
es posible que lo digas en serio, ¿entonces, las que eligen no tenerlos
pudiendo, qué? ¿Son desequilibradas, están locas?…contestó casi a gritos
-Por
supuesto que no, aunque no sé lo que pensará al respecto, probablemente no
existirán para él, o es una opción que no se le pasa por la cabeza. Son esas
cosas que se oyen y suceden en otros lugares que nada tienen que ver con el
mundo civilizado en el que él tiene la suerte de vivir, mujeres de películas,
de cartón piedra o vete a saber qué.
A
esas alturas de la conversación en la que me había limitado a oír con atención
a ambas sin abrir la boca, mi razonamiento de los hechos me habían llevado
hacia otros derroteros un tanto espinosos, que no tenía muy claro si debía
comentar en ese momento o no. El silencio que se hizo después de aquellas
explosiones sentimentales me empujaron a hacerlo, más por cortar la tensión del
ambiente o sencillamente porque creo que esperaban que dijera alguna cosa.
-¿Has
pensado en si Nuria y Eligio saben algo de todo esto?, pregunté con calma. –Es
su clínica, Emilio es amigo y hablan con frecuencia, no creo yo que lo ignore y
si éste lo sabe ten por seguro que Nuria también.
-Ya
he pensado en todo eso. Que lo sabe es seguro y ahora me explico muchos de sus
comentarios y sobre todo de cuánto le habrá costado estarse callada. Aunque eso
no es mérito suyo sino un imperativo legal. Como médico Eligio no puede
revelar el diagnóstico de un paciente sin su autorización porque se expone a
una demanda que podría costarle la licencia. El cotilleo vale, pero no puede
traspasar ciertos límites, contestó Lucía Belinda.
-
Cierto, pero ahora puede que lo haga. Dependerá mucho de la decisión que tomes
y de cómo la lleves a cabo.
-
Lo sé, también he pensado en ello. Por eso iré a hablar con Eligio a su
despacho mañana mismo, pero antes iré al ginecólogo que nos atendió.
-
¿No vas a decirle nada a Emilio esta noche?, preguntó Angélica
-
No. Si quiero hacer las cosas bien, debo empezar por el principio y una vez
tenga todos los datos sin fisuras, será el momento de concluirlo. No quiero una
discusión histérica, ni llantos de angustias, ni nada por el estilo; quiero
decírselo de manera incontestable, sin que pueda argumentar nada, ni darme
explicaciones del por qué. Solo quiero informarle de lo que voy a hacer y luego
me iré. Eso es todo.
-Va
a ser difícil disimular un estado de ánimo como el tuyo, le dije
-No
sabes de que soy capaz cuando me ponen en una situación límite. Como todo el
mundo, supongo. Aguantaré los días que hagan falta con la misma sintonía de
siempre, que no serán muchos, te lo aseguro.
No todo el mundo siente lo mismo por una
misma cosa. Aquella tarde, mi vista se sintió atrapada por las extraordinarias
orquídeas con los pétalos abiertos agarradas al único árbol del jardín de Lucía
Belinda; una mancha de colores vivos y de distintas especies pugnando por
sobresalir y competir entre ellas. La gente las admiraba como el culmen de la
belleza floral y sin embargo a mí me parecían que no eran flores como las
demás; tenían algo de salvaje, de presumidas y de vanidosas, ajenas a todo lo
que no fueran ellas y su belleza. Tantos colores y formas me recordaban a las
salamandras. Por una vez me detuve a observarlas con atención y sentí la
desagradable sensación de que se reían de la fealdad de lo que las rodeaba como
si ellas no fueran a morir nunca o a sufrir como los demás. Esa impresión fue
la que se me grabó aquella tarde y que siempre asocio con una catástrofe.