domingo, 20 de abril de 2014

UN PAR DE DÍAS DESPUÉS

Querida Te:

Querida mía, se puede ser del mismo país pero según el lugar donde te encuentres las costumbres varían y, sobre todo, los precios, unas veces para mejor y otras para peor.
Una dependienta de una boutique me dijo hace años que, una vez te bajas de los tacones ya no vuelves a subirte a ellos. Cuanta razón tenía. Aún atrayéndome y pudiendo, no cambio la comodidad de un zapato plano salvo que por protocolo tuviera que visitar a la reina Doña Sofía y me impusieran el tacón. No obstante, me los pondría en el coche antes de bajarme y llevaría unos planos en el maletero para ponérmelos nada más salir del palacio. ¡No lo verán mis ojos! Quiero decir que la reina no me llamará jamás para hablar conmigo con lo que por ese lado estoy tranquila.

Ya que hablamos de zapatos, te cuento que, uno de esos días, después de llegar del Instituto y con el ruido de las voces de los alumnos todavía resonando en mis oídos, salí a dar una vuelta envuelta en el uniforme-pluma de esta temporada con el objetivo de comprar unos zapatos cómodos. Hacía frío y amenazaba lluvia pero no me importó, necesitaba desconectar. Eché a andar hasta que llegué a Sol y, a pesar de lo desapacible del día, la multitud se agolpaba por aquellos lares como si tal cosa. Me recordó a los carnavales de Tenerife. No se podía andar. Cuando la lluvia arreció fue el momento en que se despejaron un poco las calles, pues la gente se refugiaba en los zaguanes, tiendas y bares a la espera de que amainara. Y aquí viene la historia de ese día.
Con ese tiempo se me quitaron las ganas de ir de tiendas y comencé a bajar por la calle de Alcalá y de nuevo comenzó a llover. Esta vez con fuerza y con visos de durar. Así que me refugié en una cafetería muy chic y pedí un café descafeinado, sin mirar los precios para que no se me atragantara, que luego tuve la suerte de saborear frente a una cristalera enorme que daba directamente a la calle. Era como estar en un balcón cubierto. A mí alrededor había un par de chicas con los ordenadores enchufados a la corriente y escribiendo muy concentradas mientras el café que habían pedido había volado hacía tiempo. La tazas yacían a un lado, solitarias y vacías, desde hacía horas. Pero Wifi es Wifi y hay que aprovecharlo.

Desde mi privilegiado lugar me dediqué a observar a la gente que pasaba deprisa para no mojarse; a los vendedores de paraguas por tres euros que salían de todos los rincones, ofreciéndolos a tutirimundache, incluidos los que iban con paraguas, como si uno solo no fuera suficiente; a los vendedores de fotos antiguas de Madrid envueltas en plástico; a los que salían del metro que me quedaba delante de las narices y así sucesivamente. De pronto, me cansé del panorama y me dediqué a observar los edificios que estaban en el otro lado de la calle.

Para empezar, había un teatro que, por las trazas, era, como mínimo, de los años veinte del siglo pasado: teatro Alcázar.  Un enorme cartel a un lado anunciaba la obra de teatro que se estaba pasando: "Locos por el té". Me sonó a argumento inglés pero vete a saber, lo mismo no tiene nada que ver. No obstante, seguí observando la arquitectura, que sabes que me encanta y su fachada me gustó, bien combinados los elementos arquitectónicos, con un gusto ecléctico, propio de esa etapa y, de pronto, me percaté de que el teatro tenía un nuevo nombre: Teatro COFIDIS. Sin querer, pegué un respingo y pensé, ¿será el Cofidis que anuncian por la tele para los préstamos de dinero sin aval y que te conceden a los dos segundos de haber llamado? Pues sí, el viejo nombre se conserva pero el nuevo también. Así que ya sabes, cuando vayas a Madrid puedes preguntar por el teatro Alcázar o Cofidis que es lo mismo. Lo que no sé es, si la gente lo sabe, visto lo que me pasó con la iglesia de los Jerónimos.


El edificio blanco es el teatro














Un poco más arriba, casi al lado del teatro, me detuve a observar un edificio monumental de color gris en forma de media luna con una bandera española en un mástil y un bedel en la puerta. En lo alto del mismo había dos espléndidas cuadrigas de bronce pero de color negro y eso me extrañó, ya que la polución hace estragos pero ¿tan homogénea? Seguí fijándome y la gente entraba y salía constantemente hasta que me di cuenta de que era el BBV. Lógicamente pensé, ¡cómo no! ¿quién tiene dinero siempre, haga frío o calor? los bancos, sin duda. A esas alturas no solo había terminado de tomar el café sino que había parado de llover. Por tanto, salí de allí, un poco más pobre después de haber pagado, crucé la calle y entré en el banco. ¡Sorpresa, sorpresa! Me atendió el bedel, muy amable, informándome de que el edificio ahora estaba alquilado a la Consejería de medio ambiente. Le hice hablar un poco y dio por hecho que quería entrar a verlo con lo que después de obtener la autorización correspondiente me dejaron pasar.




                              Fachada del Banco Bilbao y el teatro Alcazar-Cofidis a la izquierda al fondo





                                                                     Cuadrigas

Mi querida Te, estoy convencida de que, en algunos aspectos, tiempos pasados fueron mejores, excepto cuando te dolía la cabeza y la aspirina aún no se había inventado . El vestíbulo es un espacio circular en cuyo centro se haya una mesa taraceada en madera barnizada de color semioscuro preciosa. El piso es de mármol y adosadas a la pared hay doce pares de columnas de alabastro con capitel corintio y, entre par y par un fresco de Aurelio Arteta,  de dos por tres metros representando distintas profesiones de comienzos de siglo XX, recién restauradas. Los colores, no obstante, son un tanto oscuros, ocres, marrones y algunos blancos para darles un poco de luz; supongo que el artista quiso imprimir el espíritu vasco de esa forma. Para rematar, levanté la vista y observé la cúpula con vidrieras, diseñada con un toque de mesura, elegancia y originalidad. La admiré un buen rato, extasiada, analizándola con calma, no tenía prisa alguna. Del centro de la cúpula pendía una lampara de bronce, sobria y acorde con la decoración.   

Hay una escalera que sube hasta la tercera planta que creo que el pasamanos es una maravilla, pero no te dejaban pasar a verla. Tampoco me entristeció mucho, me imaginé cualquier escalera de las muchas que he visto: palacio real de Madrid, Versalles, Hermitage... y fue como si la hubiese visto. En cuanto a las cuadrigas tienen la siguiente historia. Son de bronce, hierro, plomo y recubiertas de latón dorado. Pesan 12,5 toneladas cada una y el color negro se debe a que durante la guerra civil se pintaron de negro para evitar que fueran vistas por la aviación franquista. Restaurada la paz se decidió dejarlas con ese color negro y hasta hoy.   
Y aquí comienza la historia: Salí de allí e hice el mismo experimento: pregunté a varias personas si habían visto el edificio por dentro y si sabían algo de su historia. Querida, llegué a la conclusión de que, a la gente, o le importa un pimiento el patrimonio de su comunidad o, como muchos me decían: "no lo sé, no soy de Madrid" y por eso no lo sabían o, tal vez, no di con las personas adecuadas. Visto y oído suficientemente la opinión del pueblo, me metí en el metro, no encontré sitio y me dediqué a observar a la naturaleza humana.


















La mayor parte de los jóvenes, incluyendo los treintañeros van con los auriculares puestos oyendo música y ajenos a todo. Otros absortos en la lectura, ya sea en papel o en libro electrónico y, los menos, pegando una cabezadita a la espera de bajarse en la estación. Yo no había conseguido sitio por lo que estaba de pie sujeta a uno de los agarraderos de frente a una señora, protagonista de la segunda historia. Tendría unos sesenta años largos, delgada, con el pelo recogido de manera informal con una traba, mechas desdibujadas y uñas despintadas en las puntas. Aún así iba vestida con cierto aire hippy y bien combinada. De pronto le sonó el móvil del fondo del bolso, lo cogió, miró quien la llamaba y contestó. Sin duda era un hombre y sin cortarse un pelo comenzó a hablar como si estuviera en el salón de su casa. Obviamente, todo el mundo sin auriculares la tenía que oír por fuerza, entre ellas yo. La conversación fue más o menos esta:
_ ¿Para qué me llamas?
_ Silencio
_ Que no, ya yo he salido de la casa y no pienso volver a poner un pie en ella.
_ Silencio
_ Por mí puedes comerte todo lo que está en la nevera y si se te queda vacía le dices al Cristo de Medinaceli que te la llene.
_ Silencio
_ Que no, que no pienso volver. Llevo años aguantando tus mentiras y se acabó.
_ Silencio
_ ¿Piadosas? ¿Cuando una mentira de cuernos ha sido piadosa? ¡Que te den!
_ Silencio
_ No pienso volver, ¿me has entendido o tengo que repetírtelo? Y para que lo sepas, estoy en el metro y voy a casa de mi marido. Al menos él nunca me puso los cuernos y me ha perdonado los que les puse yo contigo.  ¡Mentiras piadosas!¡Anda y que te den! Ahora búscate a una que te las aguante, yo ya no pienso aguantártelas más. Y colgó.





                                          Parecida pero con unos años menos que la del metro

Dime si la naturaleza humana no es interesante. ¡Válgame Dios! Allí estaba yo con mis rodillas pegadas a las suyas, oyendo aquella conversación, sin posibilidad de taparme los oídos y remontada como si me hubieran cogido en un renuncio.
Ahora viene lo mejor. ¿Crees que alguna persona de las que allí estaban hizo algún gesto de desagrado o de poner atención a lo que aquella mujer hablaba a gritos por teléfono? Pues no. Todo el mundo siguió impertérrito, sordos, ciegos y mudos. Ni siquiera se inmutaron cuando la mujer siguió hablando sola, rezongando y echando pestes del hombre con el que acababa de hablar.





Cuando salí del metro respiré hondo y salí a la calle. Y como no hay dos sin tres, una manifestación en pro de Maduro con los gritos, cánticos y tambores me cogió en todo el medio de la acera. Al fin pude zafarme y llegar a casa. Solté todo lo que llevaba, me tomé una aspirina y me tumbé en la cama. Me desperté a las doce de la noche helada de frío.



                              La zona de la que te hablo en la época en la que no había aspirinas


Ya te seguiré contando mañana.
À toute à l'heure ma cherie    
        
                    

viernes, 18 de abril de 2014

PRIMER DÍA EN MADRID


Querido Fran:

Coincidir esa noche en Madrid, tú procedente de Londres y yo de Tenerife, después de tanto tiempo sin vernos fue para mí una gran alegría. Como sé que te gusta que te cuente mis historias, a donde quiera que vaya, comenzaré por el principio.
Al día siguiente, mientras tú volabas a Tenerife, yo comencé a trabajar. Por la tarde, después de almorzar decidí que, antes de preparar las clases del día siguiente, debía hacerle los honores a una ciudad tan monumental como Madrid. Pocas ciudades pueden presumir de tal honor: París, Roma y alguna más, pero no muchas.  Te diré que hacía frío por lo que iba envuelta en el uniforme de esta temporada: un pluma de color beige con cuello de pelo de conejo y un pañuelo al cuello. ¡Ah! Pero maravilla de las maravillas, no me acordaba de que el frío de Madrid es seco, sin humedad marina, por lo que mi pelo, recién lavado, rizado y recogido con dos coquetas trabillas seguía en su sitio, suave y cariñoso alrededor de mis orejas. Comencé a andar por delante del Museo del Prado, que me quedaba a dos calles y, a medida que avanzaba por delante en busca de la entrada, veía los grupos de palomas picoteando en el suelo como posesas o eludiendo el cortejo de los palomos que se afanaban por pescar a la elegida de su corazón. No obstante, algo me llamó la atención: las palomas del centro de Madrid padecen de obesidad mórbida. No te rías que es cierto, tanto es así, que cuando me acercaba a ellas no echaban a volar sino que corrían. Seguí fijándome y comprobé que levantar el vuelo era un ejercicio que solo podían hacerlo unas pocas y, sin pasarse, a la rama más cercana y más baja del árbol más próximo, mientras las demás, arrastraban el cuerpo por el suelo y se desplazaban de un lado a otro con sus patas de palillos y mirada de fastidio. No me extrañó verlas tan gordas, tienen comida por un tubo ya que, vayas por donde vayas, en los bajos de los edificios, la mayoría del XIX y XX, te encuentras: un bar, una cafetería, un bar, un banco, un bar, una iglesia y enfrente una boca de metro. Más o menos esa es la disposición y la gente compra cualquier comida rápida, se sienta en un banco y la saborea rodeada de un cortejo plumífero.  A medida que te acercas a Sol la cosa cambia un poco: tienda de ropa, tienda de ropa, tienda de calzado, un bar o cafetería y, por supuesto, una iglesia.







                                                                   






           Como te iba diciendo llegué al museo, pero antes de entrar quise ver la ampliación de Rafael Moneo y me senté un rato en el borde de un seto a admirar su obra mientras me calentaban los rayos de un sol tímido y pobre, pero calientes al fin y al cabo.  Miré hacia la Iglesia de los Jerónimos y me decepcionó verla cerrada. Y aquí viene la primera historia de Madrid.
Desde donde me hallaba vi venir a una chica de treinta y tantos que pasó por delante de la iglesia mirando al frente, vestida muy de ejecutiva: traje de chaqueta y pantalón azul marino, blusa blanca y tacones de altura razonable. En la mano portaba un maletín color beige y un bolso al hombro. El pelo lo llevaba recogido en una coleta y solo un poco de rimel en las pestañas. Sus aires decididos al andar te indicaban que no era la primera vez que pasaba por allí, o mejor dicho, era su camino habitual hacia su destino. No me preguntes por qué, lo cierto es que me dije en plan zorrina:  ¿a qué no sabe que esa iglesia es la de los Jerónimos?  Según lo pensé me acerqué a ella y pude observarla más de cerca. Tenía un físico agradable sin llegar a ser guapa. Se paró para atenderme y oyó mi pregunta con atención:
_Perdona, ¿sabrías decirme si esa iglesia es la de los Jerónimos?
Giró la cabeza para mirarla y en medio de cierta confusión contestó:
_ Me ha pillado, dijo un tanto azorada, la verdad es que no lo sé. Y eso que paso todos los días por aquí y soy de Madrid y se echó a reír.
Yo seguía atenta a sus palabras cual guiri educada e ignorante y entonces concluyó:
_De todas formas, creo que no, los Jerónimos me parece que está subiendo por la calle del Congreso que se llama la Carrera de los Jerónimos, y el nombre estoy segura de que es por la iglesia que está cerca, que será la que Ud. busca.
A todas estas, la mole de la iglesia estaba a 10 metros de donde nos hallábamos y desde allí podían verse las cartelas que anunciaban el horario de apertura de la iglesia para los oficios. No hizo intención de cerciorarse acercándose para leerlas sino que, muy educadamente, comenzó a andar mientras se despedía:
_ Lo siento, no puedo ayudarla, tengo que marcharme y ahora que lo pienso, estoy segura de que no es la de los Jerónimos, pero tampoco sé su nombre.
_ No te preocupes, le dije con mi mejor sonrisa agradecida, ya lo averiguaré. Entonces me rodé dos pasos de donde me hallaba y un enorme cartel del Museo anunciaba: “ENTRADA DE LOS JERÓNIMOS” y, a su lado, una foto del bellísimo cuadro de Jean Fouquet, “La virgen con los ángeles” obra invitada del Real Museo de Amberes de dos metros de alto. Creí que se daría cuenta y haría una asociación de ideas pero no, echó a andar muy deprisa a donde quiera que tuviese que llegar mientras supuse que iba pensando: “Esta gente viene a hacer turismo a Madrid y son incapaces de comprarse una guía”.



La Iglesia de los Jerónimos con el claustro y los setos de la ampliación del Prado de R. Moneo

-Qué tal?, como diría una venezolana, que traducido al español de la península es ¿Qué te parece?
 Pues sí, nacida, criada y estudiada en Madrid, pasando todos los días por delante y ya ves, no es fácil ser un guía de turismo. Me consolé pensando, “no te preocupes, lo aprenderá el día que vaya a casarse, porque lo hará en los  Jerónimos, esa será su penitencia.

Me tengo que despedir porque me esperan, pero te prometo que seguiré contándote todo lo sucedido en mi larga estancia en la ciudad imperial. ¡Qué belleza de ciudad! Cada vez que voy descubro algo nuevo, cada piedra te cuenta una historia. Si adecentaran un poco más algunas fachadas e hicieran más publicidad de la ciudad se acabaría la crisis en dos días. No habría hoteles para albergar a los turistas. Creo que es cuestión de imaginación más que de dinero.

À toute à l’heure mon cheri.