Querido Fran:
Coincidir esa noche en Madrid, tú
procedente de Londres y yo de Tenerife, después de tanto tiempo sin vernos fue
para mí una gran alegría. Como sé que te gusta que te cuente mis historias, a
donde quiera que vaya, comenzaré por el principio.
Al día siguiente, mientras tú volabas a Tenerife, yo comencé a trabajar. Por la tarde, después de
almorzar decidí que, antes de preparar las clases del día siguiente, debía
hacerle los honores a una ciudad tan monumental como Madrid. Pocas ciudades
pueden presumir de tal honor: París, Roma y alguna más, pero no muchas. Te diré que hacía frío por lo que iba
envuelta en el uniforme de esta temporada: un pluma de color beige con cuello
de pelo de conejo y un pañuelo al cuello. ¡Ah! Pero maravilla de las maravillas,
no me acordaba de que el frío de Madrid es seco, sin humedad marina, por lo que
mi pelo, recién lavado, rizado y recogido con dos coquetas trabillas seguía en
su sitio, suave y cariñoso alrededor de mis orejas. Comencé a andar por delante
del Museo del Prado, que me quedaba a dos calles y, a medida que avanzaba por
delante en busca de la entrada, veía los grupos de palomas picoteando en el
suelo como posesas o eludiendo el cortejo de los palomos que se afanaban por
pescar a la elegida de su corazón. No obstante, algo me llamó la atención: las
palomas del centro de Madrid padecen de obesidad mórbida. No te rías que es
cierto, tanto es así, que cuando me acercaba a ellas no echaban a volar sino
que corrían. Seguí fijándome y comprobé que levantar el vuelo era un ejercicio
que solo podían hacerlo unas pocas y, sin pasarse, a la rama más cercana y más
baja del árbol más próximo, mientras las demás, arrastraban el cuerpo por el
suelo y se desplazaban de un lado a otro con sus patas de palillos y mirada
de fastidio. No me extrañó verlas tan gordas, tienen comida por un tubo ya que,
vayas por donde vayas, en los bajos de los edificios, la mayoría del XIX y XX,
te encuentras: un bar, una cafetería, un bar, un banco, un bar, una iglesia y
enfrente una boca de metro. Más o menos esa es la disposición y la gente compra
cualquier comida rápida, se sienta en un banco y la saborea rodeada de un
cortejo plumífero. A medida que te
acercas a Sol la cosa cambia un poco: tienda de ropa, tienda de ropa, tienda de
calzado, un bar o cafetería y, por supuesto, una iglesia.

Como te iba diciendo llegué al museo, pero antes de entrar quise ver la ampliación de Rafael Moneo y me senté un rato en el borde de un seto a admirar su obra mientras me calentaban los rayos de un sol tímido y pobre, pero calientes al fin y al cabo. Miré hacia la Iglesia de los Jerónimos y me decepcionó verla cerrada. Y aquí viene la primera historia de Madrid.


Como te iba diciendo llegué al museo, pero antes de entrar quise ver la ampliación de Rafael Moneo y me senté un rato en el borde de un seto a admirar su obra mientras me calentaban los rayos de un sol tímido y pobre, pero calientes al fin y al cabo. Miré hacia la Iglesia de los Jerónimos y me decepcionó verla cerrada. Y aquí viene la primera historia de Madrid.
Desde donde me hallaba vi venir a una chica de treinta y tantos que
pasó por delante de la iglesia mirando al frente, vestida muy de ejecutiva:
traje de chaqueta y pantalón azul marino, blusa blanca y tacones de altura
razonable. En la mano portaba un maletín color beige y un bolso al hombro. El
pelo lo llevaba recogido en una coleta y solo un poco de rimel en las pestañas.
Sus aires decididos al andar te indicaban que no era la primera vez que pasaba
por allí, o mejor dicho, era su camino habitual hacia su destino. No me preguntes
por qué, lo cierto es que me dije en plan zorrina: ¿a qué no sabe que esa iglesia es la de los
Jerónimos? Según lo pensé me acerqué a
ella y pude observarla más de cerca. Tenía un físico agradable sin llegar a ser
guapa. Se paró para atenderme y oyó mi pregunta con atención:
_Perdona, ¿sabrías decirme si esa iglesia es la de los Jerónimos?
Giró la cabeza para mirarla y en medio de cierta confusión contestó:
_ Me ha pillado, dijo un tanto azorada, la verdad es que no lo sé. Y
eso que paso todos los días por aquí y soy de Madrid y se echó a reír.
Yo seguía atenta a sus palabras cual guiri educada e ignorante y
entonces concluyó:
_De todas formas, creo que no, los Jerónimos me parece que está
subiendo por la calle del Congreso que se llama la Carrera de los Jerónimos, y el
nombre estoy segura de que es por la iglesia que está cerca, que será la que
Ud. busca.
A todas estas, la mole de la iglesia estaba a 10 metros de donde nos
hallábamos y desde allí podían verse las cartelas que anunciaban el horario de
apertura de la iglesia para los oficios. No hizo intención de cerciorarse
acercándose para leerlas sino que, muy educadamente, comenzó a andar mientras se
despedía:
_ Lo siento, no puedo ayudarla, tengo que marcharme y ahora que lo pienso,
estoy segura de que no es la de los Jerónimos, pero tampoco sé su nombre.

La Iglesia de los Jerónimos con el claustro y los setos de la ampliación del Prado de R. Moneo
-Qué tal?, como diría una venezolana, que traducido al español de la península es ¿Qué te parece?
Pues sí, nacida, criada y
estudiada en Madrid, pasando todos los días por delante y ya ves, no es fácil
ser un guía de turismo. Me consolé pensando, “no te preocupes, lo aprenderá el
día que vaya a casarse, porque lo hará en los Jerónimos, esa será su
penitencia.
Me tengo que despedir porque me esperan, pero te prometo que seguiré
contándote todo lo sucedido en mi larga estancia en la ciudad imperial. ¡Qué
belleza de ciudad! Cada vez que voy descubro algo nuevo, cada piedra te cuenta
una historia. Si adecentaran un poco más algunas fachadas e hicieran más
publicidad de la ciudad se acabaría la crisis en dos días. No habría hoteles
para albergar a los turistas. Creo que es cuestión de imaginación más que de
dinero.
À toute à l’heure mon
cheri.
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