martes, 3 de diciembre de 2013

MAÑANA COMIENZA OTRA ESTACIÓN (8)


Capítulo 8.-

Los días sucesivos los vivimos con la resaca de la aventura en el río en forma de noticias de todos los periódicos. El hecho de que se hubiese podido recuperar a un grupo de gente sin bajas, en un islote en medio del río a doscientos metros de una catarata, era tan inusual que causó la atención y el asombro de todo el país. Yo me encargué de recopilar los artículos y de ir informando a los demás. No obstante, la mayoría no quería ni oír hablar de lo que había sucedido. Pensar en lo que podría haber pasado de no haber actuado como lo hicimos era motivo de angustia y de enfado para la mayoría, en especial para los hombres que, a partir de aquel momento, trazaron una línea entre Emilio y ellos que no estaban dispuestos a cruzar. En cambio éste, narraba el hecho a todo aquel que quisiera oírle como una diversión y una aventura maravillosa que se saldó sin problemas.

Lucía Belinda fue informada con detalle de todo lo sucedido por Angélica y por mí nada más aterrizar en su casa. Se mostró furiosa pero no sorprendida, el carácter irresponsable de Emilio lo vivía ella a diario que se esforzaba continuamente en tapar sus locuras para evitar que diera rienda suelta a sus disparates. Se confirmaban sus temores con respecto a él, ya que bastó que ella se marchara, para que sucediera lo que habíamos vivido en el río.

La dureza de aquel lugar te empujaba a hacer y decir cosas que nunca antes te habrías imaginado ni planteado, por eso, ajena a los sentimientos de desdén de la mayoría, yo insistía en sacarle partido a lo sucedido en el río en un intento de mantenerlos a todos con el ánimo en alto y, que el recuerdo de los acontecimientos nos mantuviera cuerdos y despiertos para evitar que la rutina volviera a asentarse en nuestra vida diaria. Sin embargo, a pesar de mis esfuerzos y como todo tiene un final, la aventura del río también acabó por morir sin que a nadie le apeteciera volver a hablar de ella.
Me he dado cuenta, a medida que rememoro los acontecimientos de aquella época, que la mente juega una partida por su cuenta, al menos la mía. Me refiero a que no recuerdo de manera fiel el pasado, salvo momentos puntuales y especiales que se grabaron en mi interior de manera misteriosa; algunos, angustiosos y traumáticos que, por alguna razón que ignoro, se clavaron en mi subconsciente y, una mayoría, buenos y agradables, como si mi naturaleza quisiera compensar el desagrado de los primeros. Los buenos ejercen una gran presión por lo que tengo que hacer un esfuerzo para encajarlos con los malos y conseguir que el pasado recobre el sentido y la coherencia que tuvo en su momento. No obstante, es una tarea complicada.

La llegada de febrero trajo consigo el primer cambio significativo de otros que vendrían a continuación. La primera semana de ese mes, Lucía Belinda recibió la tan ansiada llamada del orfelinato. La directora del centro en persona, le daba un plazo de dos días para presentarse en el mismo, firmar toda la documentación y recoger a la criatura que le habían dado en adopción, una niña. Fue un caos emocional para ella y para nosotras. Ya no había marcha atrás, la espera se había convertido en realidad y Lucía Belinda, una vez hubo cortado la comunicación, se debatía entre la alegría y el temor mientras se estrujaba las manos y balbuceaba palabras y frases inconexas fruto de su estado de ánimo. No quiso llamar a Emilio para darle la noticia, prefirió esperar a que llegara del trabajo y hacerlo en persona; por lo tanto, no puedo dar fe de cuál fue su reacción y tengo que creer lo que ella nos dijo: “Está tan ilusionado como yo y nos vamos mañana sin falta, a recoger a la niña”. ¿Por qué no le creímos? Yo no sabría decir por qué, lo cierto es que, tanto Angélica como yo, dudábamos de ese entusiasmo.
Fuera como fuese, la presencia de la niña supuso todo un acontecimiento y al mismo tiempo un testimonio real de lo que sucede en los centros de adopción. Tenía siete meses y aunque no padecía enfermedad física alguna, su desarrollo dejaba mucho que desear. Lo primero que se apreciaba nada más verla era la piel cetrina y pálida por falta de sol y de aire; los ojos, grandes, marrones, vacíos, sin expresividad ni energía miraban sin ver y la boca permanecía cerrada sin mostrar emoción alguna. Cuatro clinejas rubias, resecas y faltas de vida, cubrían su cabeza achatada como consecuencia de una misma y continuada postura en la cuna. Carecía de fuerza física por lo que era incapaz de sentarse, de mover las manos, de reír o de llorar. Era como si estuviese bajo los efectos de una droga. No obstante, nos abstuvimos de decir nada al respecto y nos mostramos tan encantadas como Lucía Belinda. Tengo que reconocer que yo no me vi con la suficiente energía para embarcarme en la lucha de sacar adelante a aquella niña, me resultaba deprimente; me faltaban fuerzas para seguir sumando desgracias a la que ya me parecía que era la mayor de todas: vivir vegetando en aquel lugar. En cambio, Angélica, se lanzó de cabeza en su recuperación como si se tratara de una investigación de campo; no le faltaba sino anotar los resultados que se iban operando en la criatura conforme pasaban los días. Recuerdo que siempre decía que era más fácil criar a un niño que atender a un adulto y hoy tengo que reconocer que había mucha verdad en ello. No le pesaban los hijos, de hecho, confesó en más de una ocasión que, de haber tenido una pareja adecuada, habría tenido unos cuantos más. Y le creí, al fin y al cabo lo demostraba a diario; tenía tiempo para todo, para atender la casa, a los hijos al marido y a sí misma. ¿Cómo lo hacía? No lo sé, ni lo sabré jamás, pero me asombraba esa enorme capacidad de trabajo sin que se notara. Ayudaba a sus hijos a hacer las tareas del colegio, les contaba historias un rato antes del baño para relajarlos de la excitación con la que llegaban de jugar, y convertía esa obligación en una diversión de unos minutos dentro de la bañera. A la hora de comer no se desesperaba, las niñas comían como leonas cualquier cosa que se les pusiera delante, en cambio el varón era más impertinente ante determinadas comidas pero no le causaba ningún desaliento, no le concedía demasiada importancia, lo solucionaba adornando la comida de tal manera que el niño se la tragaba sin hacerle mucho asco. Esa capacidad de adaptación y de hacer fácil lo que en principio era difícil lo envidiaba pues yo, teniendo solo uno, me faltaba paciencia para atenderlo con esa eficacia. Con el paso del tiempo, he comprendido que la capacidad de organización y administración del tiempo y de los recursos es un don como cualquier otro que yo no tengo.

El otro acontecimiento fue la llegada de las lluvias. Antes de ir al país y a esa zona, todos nos habíamos documentado acerca de lo que nos esperaba, de modo que estuviéramos preparados lo mejor posible. Sin embargo, una cosa es lo que se lee y otra muy distinta tener la experiencia real, auténtica y fidedigna de un hecho. Nuestro concepto de llover nada tiene que ver con la del trópico. La lluvia en Europa va asociada a una bajada de las temperaturas, a una humedad acorde con todo el fenómeno atmosférico, es un todo armónico y coherente. La gente se pone abrigos, gorros y bufandas; echa vahos por la boca y camina con la cabeza gacha para evitar el aire gélido en la cara y  hunde los pies en la nieve, agua o hielo con calzados apropiados. En cambio en el Trópico, la naturaleza tiene otras reglas muy distintas que, vistas desde nuestra perspectiva nos parecen inhumanas. El día que comenzó a llover, no hubo nada diferente que lo anunciara, excepto, un ligero descenso del calor. La mañana discurrió tranquila, con un sol tímido y menos luminoso que de costumbre pero el grado de humedad era intolerable. Las manos y los pies supuraban agua como las llagas de un apestado. La cara y las axilas destilaban sudor sin parar y los brazos y las piernas daban la sensación de tener pegamento. Recuerdo que estaba en la cocina junto con la chica de servicio que se afanaba en secar y guardar la loza del mediodía mientras yo, sentada en una silla, observaba, a través de la ventana alargada de la estancia, como el cielo iba oscureciéndose al mismo tiempo que los ruidos naturales del entorno se apagaban hasta alcanzar un silencio brutal. No se oía el canto de ningún pájaro, ni los gritos de los loros reales o de los guacamayos de los vecinos que los tenían de mascotas, tan habituales a esa hora y, hasta el ruido de los coches en la carretera se apagó de golpe. La joven que continuaba con su quehacer, se mantenía callada y sumida en su trabajo sin tararerar ni hacer comentarios, como solía en ocasiones. Me levanté de la silla y salí hasta la terraza sin dejar de abanicarme. En el momento de apoyar las manos en la baranda, la luz electrizante de un rayo que atravesaba zigzageando la capa del cielo me sobresaltó y, a continuación, el pavoroso tronar procedente de todos lados me hizo lanzar un grito de pánico. La chica salió de la cocina a ver qué pasaba. Era colombiana, como la gran mayoría de aquella zona, mulata, de facciones mixtas y poco agraciada. Lo que la hacía agradable era su carácter, desenfadado y vitalista. Había pasado tantas penurias en su tierra que consideraba un privilegio estar donde estaba y hacer lo que hacía.
-No tenga miedo, señora, solo va a llover. El agua llegará como en media hora.
-¿Cómo dices? ¿Cómo sabes eso?
-Mire hacia el horizonte, dijo, ¿qué ve?
Volví la cabeza y escudriñé el cielo hasta donde la vista me alcanzaba. Solo aprecié una oscuridad total, una negrura profunda que abarcaba una enorme distancia en sentido longitudinal sin llegar al suelo. Una pared inmensa flotando en el aire que se iba aproximando a gran velocidad. Me recordó a los fantasmas de los cuentos.
-No creo que dure mucho, pero habrá que cerrar las ventanas y las puertas de la terraza si no quiere que se moje toda la casa. Según acabó de decir aquellas palabras, se dirigió a todas las habitaciones.
-Entre y cierre las puertas de la terraza, exclamó desde dentro.
Estaba tan fascinada por la visión de aquel fenómeno que no podía apartar la vista. Sus palabras me hicieron reaccionar y, sin dejar de mirar, cerré las puertas y me quedé tras los cristales viendo como avanzaba la pared de agua. Las primeras gotas, gordas como piedras de granizo, golpearon con fuerza en el piso y en los cristales de la terraza. Di un paso atrás sobresaltada. Aún quedaba un trecho para que llegara.
-No se asuste, siempre es así; cuando falta poco para que descargue, manda por delante los goterones que ve. La chica estaba a mi lado, ambas de pie mirando hacia fuera. Yo hipnotizada y asustada, incapaz de moverme y ella con la mirada indiferente y sabia de quien ha nacido y se ha criado con ese fenómeno. No sabía lo que era llover hasta entonces. Una hora larga sin parar y con la misma intensidad. A través de los cristales observaba fascinada y con aprensión como se llenaba la terraza de agua. Diez centímetros, quince, veinte, hasta alcanzar el primer escalón. El tubo de desagüe era a todas luces insuficiente para evacuar aquella cantidad de agua. Me dije que allí hacían falta un par de gárgolas catedralicias. La carretera que se divisaba desde uno de los dormitorios semejaba un caudaloso río. Las aceras habían desaparecido y el agua caía sobre los solares vacíos convirtiéndolos en lagunas a las que solo les faltaban los cisnes y los patos. De repente, la lluvia paró en seco, el sol comenzó a aparecer tras las últimas nubes, comedido y prudente y todo terminó.
-Mañana volverá a llover, aunque empezará media hora más tarde y durante más tiempo, dijo la chica. Me quedé mirándola a la espera de que explicara sus palabras pero se limitó a decir: “siempre es así, media hora más tarde que el día anterior hasta que termina la época de lluvias”.
¿Quién necesita un meteorólogo ante un nativo que lleva impregnado en sus genes cuándo y cómo sucederán los cambios climáticos de la tierra en la que ha nacido? Tal y como había predicho así continuó la época de lluvias. Los solares vacíos absorbían el agua con avidez, las plantas se multiplicaban por diez en tamaño y en número, los insectos daban miedo porque te miraban retadores. Las bandadas de mosquitos formaban nubecillas negras atacando sin piedad a todo ser vivo de dos piernas. Las cucarachas que yo conocía desde siempre me daban asco y me repelían pero las que vi una de esas mañanas en la época de lluvias las llevo grabadas en la retina porque superaban cualquier esfuerzo de imaginación. Tenían unos diez centímetros y caminaban a decenas, reptando con lentitud por los alrededores de un centro comercial en medio de la indiferencia de la gente y de mis gritos histéricos ante aquella visión insólita. Me explicaron que eran inofensivas, que eran como los grillos o los saltamontes, pero aquellas alas negras pegadas a un cuerpo de pequeñas patas caminando lentamente, sin prisas, alrededor de los setos del centro comercial era una visión superior a mi capacidad de aguante. Hay quien se acostumbra a casi todo, incluso a lo más desagradable. Yo no pude hacerlo. Las hormigas de cabeza y cuerpo rojo que afloraban por todos sitios, te miraban, te observaban y te amenazaban con las patas en alto y si alguna lograba colarse en la pierna no se limitaba a lanzarte una picadura sino a hincarte un mordisco. Uno de esos días de lluvia, en que únicamente podías mirar a través de los cristales de la ventana esperando a que amainara, descubrimos que un ratón se había colado en la casa. La chica de servicio, me decía que había que matarlo como fuera porque si no “echaría crías”; que cuando un ratón se encuentra cómodo no está dispuesto a marcharse. Mi pánico no era tanto por el ratón en sí, como por saber de qué modo había llegado hasta allí. “Por la pared del edificio y viene de los jardines de la piscina”. Aquella certeza me dejó alarmada y preocupada ya que la pared era lisa, sin molduras ni recovecos como moderno que era, no me explicaba de qué manera había podido trepar. Lo que sé es que mientras yo me encerraba en la terraza, ella, armada con el palo del cepillo de barrer, que apenas se usaba pues en su lugar se empleaba la aspiradora, comenzó a hostigarlo hasta que logró hacerlo salir de debajo de un mueble donde se había atrincherado para salir, a toda velocidad, a refugiarse bajo la mesa de la cocina, adosada a la pared de azulejos. Armándome de valor, me acerqué y vi al roedor, del tamaño de un gato mediano y de cola enorme pegado a la esquina que, puesto en pie sobre las dos patas traseras movía las delanteras en el aire mientras chillaba y nos miraba con furia descontrolada. Era una visión espeluznante. Cuando la chica ya se disponía a atravesarlo con la punta del palo, llegó mi marido que se hizo cargo de la estrategia para eliminar a un enemigo que nos tenía aterrorizadas. Con una frialdad que agradecí como nunca, cogió un cable de electricidad y por un extremo separó los dos tubos, quitó la protección del plástico unos dos centímetros dejando el hilo de cobre a la vista y, por el otro lado, lo enchufó a la corriente. A continuación, muy despacio, empujó el cable con la mortífera punta bicéfala hasta quedar a pocos centímetros de las patas traseras del animal. Luego hizo que todo el mundo se callara y, ante el súbito silencio, el animal dejó de gritar y confiado e ignorante de lo que le esperaba bajó las patas delanteras posando su abultado vientre sobre los cables pelados. Emitió un gritito, como un ¡ay! y murió electrocutado. 

Cuando les contaba estas vicisitudes a Lucía Belinda y a Angélica provocaba en ellas hilaridad descontrolada y risas atragantadas con lágrimas incluidas. A mí no me hacía ni pizca de gracia, me sentía horrorizada, pero ellas se las tomaban como el mejor chiste del mundo.

Los meses de lluvia, humedad altisima, exuberancia vegetal y presencia de toda clase de bichos para los que no existían soluciones, salvo conformidad y paciencia, coincidieron con la crianza y recuperación de la niña de Lucía Belinda que seguía al pie de la letra las instrucciones del pediatra y las de Angélica. El cambio operado día a día se podía tocar. En breves semanas comenzó a comer todo lo que se le cocinaba y los paseos diarios en el cochecito, cuando paraba de llover y salía de nuevo el sol, le hicieron perder el color aceitunado de la piel hasta convertirlo en un color dorado y luminoso. Los ojos cobraron expresividad perdiendo el aspecto vacuno y saltón que tenían, el pelo le crecía con fuerza y en abundancia brillando de manera natural y, lo mejor, su respuesta ante las carantoñas, juguetes, risas y alegría en una criatura que yo no creí que reaccionara de aquella manera después de haber visto como estaba meses atrás.

Una mañana, mientras Lucía Belinda preparaba a la niña para su paseo matinal, Angélica la miraba de manera analítica y muy seria. Creí que estaba viendo algún problema en ella y, curiosa, pregunté que qué pasaba. “No, no es nada, solo pensaba que le falta algo esencial y pienso corregirlo hoy mismo”. Lucía Belinda y yo nos quedamos mirándola a la espera de que continuara y nos dijera qué era aquello que le faltaba a la niña pero solo sonrió y dijo: “Ya lo verán después”. Nos encogimos de hombros y no insistimos, sabíamos que no iba a aclarar sus misteriosas palabras sino cuando ella estuviera dispuesta. La respuesta, no obstante, no se hizo esperar y sobre las cinco de la tarde me llamaron para que bajara a casa de Lucía Belinda. Yo había olvidado las enigmáticas palabras de Angélica de la mañana ya que estaba enfrascada en la preocupación que se me había metido en el cuerpo: sobrevivir a aquella pesadilla de lugar, y, cualquier otra cosa carecía de importancia y quedaba en el olvido de inmediato. Por tanto, no asocié la llamada con nada en especial salvo la de tomar café, como casi siempre. Sin embargo, en lugar de ir hacia la terraza, como era habitual, Lucía Belinda me hizo pasar al dormitorio. En él se encontraba Angélica con la niña en la cama, riendo y moviendo las manitas. Me senté en el sofá orejero frente a la cama y me quedé viéndolas, contenta por Lucía Belinda que irradiaba una felicidad palpable observando arrobada a su hija. Momentos después, Angélica dejó a la niña, se acercó hasta la cómoda y cogió una cajita miniatura de joyería. La abrió y nos enseñó su contenido. Dos pequeñas dormilonas de oro descansaban sobre un colchón de algodón. “Vamos a darle el toque final a esta preciosidad, se lo ha ganado” Agarró una de las bolitas, desinfectó bien el pincho con un algodón empapado de alcohol y, con destreza, lo clavó en el lóbulo de la orejita derecha de la niña que, sorprendida por el dolor, abrió mucho los ojos rompiendo a llorar a berrido limpio. Lucía Belinda quiso cogerla en brazos y consolarla pero Angélica la detuvo “No la cojas todavía, voy a abrirle la otra. Es mejor de una vez, como lo hacen las monjas y las enfermeras en las clínicas. Así se lo hicieron a mis hijas”. Armada con la segunda bolita la intentó clavar en el otro lóbulo pero por algún motivo no pudo traspasar la carne. Sin conmoverse, lo volvió a intentar y esta vez sí lo consiguió. A todas estas, la niña gritaba y pataleaba de dolor causando en Lucía Belinda una angustia tal que tuvo que salir de la habitación tapándose los oídos. Cuando hubo terminado la operación estética, Angélica la llamó para que entrara y, levantándola de la cama, se la entregó a la madre que, con ojos llorosos como los de la cría, la cogió en brazos consolándola con palabras cariñosas y besándola sin parar. Entretanto, Angélica, sudorosa y satisfecha por haber conseguido su objetivo, me miró con una franca sonrisa, enseñando aquella dentadura que tenía rozando la perfección y sin inmutarse por el eco de los lloros de la criatura, cogió el frasco de agua oxigenada, empapó dos trozos de algodón y se los puso en las orejitas que apenas habían soltado unas gotitas de sangre. “Mantenlos un poco aunque le duela, hay que evitar que se le infecten. Se lo haces dos veces al día. Verás que cicatrizarán muy rápido.” Luego, como si lo que había hecho necesitase de una explicación comentó: “Antes que Historia, quise estudiar medicina, me iba lo de cirujano pero no las mates, ni la química ni la física, así que tuve que desistir”.
Ya sé que es una práctica habitual y que no tiene ninguna trascendencia, pero como nunca lo había visto hacer hasta entonces, me impresionó. Me dije que si aquello me había impactado cómo sería contemplar una ablación. Un escalofrío recorrió mi cuerpo y hube de sobreponerme para no llorar. Di gracias al cielo por haber nacido en un país y en un continente donde la única agresión física al cuerpo de una niña era la de abrirle unos agujeritos en las orejas y a una edad en la que en pocos días se curaría. “Hasta en eso el hombre tiene suerte”, pensé con un leve rencor.

Paralelamente al cambio de vida que había supuesto para Lucía Belinda la llegada y crianza de su hija, Angélica estaba padeciendo la decisión de su marido de dejar su trabajo como asalariado y convertirse en empresario de la construcción. Había formado una sociedad con un par de técnicos amigos y se encontraba inmerso en sacarla adelante. Abrió una oficina enorme, con secretaria particular y varios auxiliares en el centro comercial que acababa de inaugurarse cruzando dos avenidas más allá de donde vivíamos, por lo que se podía ir andando, aunque nunca lo vi hacerlo, siempre iba en coche; no así hasta donde se estaban construyendo los edificios que habían conseguido como primera obra de la constructora, un lugar de la zona bastante alejado. Angélica era una pared en lo referente a comentar cualquier cosa que se refiriera a Julio; por lo general se limitaba a frases cortas que no daban pie a continuar con el tema. No obstante, su actitud, cambiante a lo largo de aquellos meses, era más elocuente que las posibles explicaciones que pudiera dar.

Pocas veces podía darme la satisfacción de sentir admiración tranquila por algo de lo que estaba a mi alrededor, todo era “demasiado”, demasiado grande, demasiado calor, demasiada humedad, demasiado hablador; en fin, todo me parecía excesivo en aquel lugar, no había moderación ni recato. Las fuerzas de la naturaleza estaban desatadas en todo su esplendor constantemente y eso me agotaba. Llegué a la conclusión de que me había convertido en un ser resentido por casi todo. Una mañana, que no me apetecía bajar al césped, me escurrí como un gato dentro del coche y sin saber por qué ni cómo, me vi cruzando el puente de la margen izquierda. El autobús del colegio se había llevado a mi hijo y no me apetecía desayunar. Había cogido las llaves del coche y le dejé dicho a la chica que iba hasta el vivero a ver qué plantas nuevas habían llegado. Fue la excusa que se me pasó por la cabeza y no esperé a oír su contestación.

Apenas conocía aquella zona, salvo dos o tres calles y poco más, pero mi estado de ánimo de aquella mañana me llevó hasta allí y siguiendo ese impulso aparqué el coche junto a otros en un pequeño recodo que luego me sería fácil para maniobrar en dirección contraria.

Me había puesto mi gorra roja con visera y las gafas de sol que ya eran parte de mi físico, hasta el punto de que a veces olvidaba cómo eran mis ojos al natural. No sé por qué se me pasó aquella idea por la cabeza, pero me hizo recordar que en algún lugar tenía un neceser con pinturas y maquillaje traídos al llegar allí y que, a aquellas alturas, ya estarían caducadas. No recordaba haber usado nada de aquello, ni siquiera se me había pasado por la cabeza. Solo pensar en embadurnarme de maquillaje, polvos de ojos o rimmel para las pestañas se me erizaban los pelos de la nuca. Se me apareció una imagen bastante ridícula que me hizo reír como una tonta: Un ventilador en el tocador secándome el sudor de la cara mientras delineaba el ojo con eye liner de brocha, para la que había que tener un pulso exquisito, destreza que había perdido totalmente como otras tantas cosas que apenas o nada tenían importancia en aquel lugar. ¡Pero si hasta el color rosado de mi piel había desaparecido! Ahora estaba morena como nunca jamás creí que pudiera llegar a estarlo. No obstante, era un color bonito, no era aceitunado ni moreno cerrado, era dorado lo que resaltaba el color azul de mis ojos y el rubio de mi pelo. No estaba mal, me dije, justa compensación a tanto exceso.

Después de callejear un rato por aquellos caminos, me sorprendí en lo que me pareció el núcleo central del pueblo. Una pequeña plaza, abarrotada de puestos y tenderetes de comida la rodeaban y ya había bastante gente ante ellos consumiendo y hablando sin parar. A pesar de la discreción de mi atuendo, más de una persona se quedaba mirándome, pero pienso que era más por ser una extraña que por cómo iba vestida. Visualicé la plaza para orientarme desde una de las esquinas de la misma, percatándome de que allí todo el mundo se conocía, al menos esa fue mi impresión. Se saludaban con grandes aspavientos o reían abiertamente contándose cosas unos a otros mientras comían o compraban todo tipo de comestibles: verduras, carnes, frutas…Muchas mujeres en ese ajetreo y pocos hombres a la vista. Supuse que estarían en sus trabajos, de hecho la mayoría de los que despachaban lo eran. Los olores se mezclaban de un puesto a otro sin definición, excepto delante del de carnes, pero incluso allí terminabas por no diferenciarlo ante el tufo de aceite hirviendo que emanaba del puesto de al lado.

No había desayunado, así que mi estómago empezó a protestar. Logré colarme en un tenderete, detrás de cuyo mostrador, una nevera de helados, se hallaba una mujer de mediana edad, con los rasgos de cientos de cruces genéticos cuyo resultado eran las facciones tan características en el país. La piel era de color tostado oscuro, nariz y boca negroide, pelo negro liso indio y ojos medio verdosos con rayitas negras, de algún cruce ancestral con algún blanco, semejante a los de un gato semidormido. Vendía empanadas de carne mechada y de queso blanco. Le pedí una de queso y un café con leche que me sirvió en un vaso de plástico sacado de una bolsa. Su atuendo no lo recuerdo, pero si se me grabó la sensación agradable de estar limpio. El pelo corto, negro y liso se movía al vaivén de la cabeza, lo que me indicó que estaba recién lavado. No quise seguir analizando nada más y me dispuse a saborear la empanada que estaba deliciosa. El café también era fantástico, nada que ver con el café que yo tenía en casa. ¿De dónde lo sacaban? De contrabando, seguro.

-Ud. vive en el otro lado, ¿No es cierto? afirmó y preguntó al mismo tiempo.
-Sí, ¿cómo lo ha sabido? Le dije mirándola a los ojos, lo más llamativo de sus facciones.
Se echó a reír y dijo: No puede disimularlo. ¿Cuántas mujeres rubias ve por aquí como Ud.? Además viste y habla igual que la señora Angélica.
“¿La señora Angélica? ¿Qué Angélica?, la única Angélica que conocía era mí Angélica, a no ser que se refiriera a alguien que tuviera el mismo nombre y que residiera en algún otro edificio distinto al nuestro. Al fin y al cabo, había muchos. Antes de que me diera tiempo a preguntarle nada, siguió hablando con los codos apoyados en el cristal de la nevera.
-Viene dos veces a la semana a dar clases a los que no saben leer ni escribir. A mí no, yo sé, aprendí en la escuela. También sé sumar, restar y dividir. Es suficiente. No me hace falta aprender más nada a mi edad.
-Y, ¿Dónde está Angélica dando las clases?, pregunté con la mayor indiferencia que pude, mientras continuaba saboreando la empanada que ya estaba llegando a su fin.
-¿Quiere ir a verla? Tiene suerte, hoy está. Salga por la otra esquina de la plaza y continúe la calle hasta que encuentre una casa encalada con una puerta blanca. No tiene pérdida, todo es blanco.

Después de pagar eché a andar hacia donde me había indicado y a medio camino giré la cabeza para saludarla. Una sonrisa burlona y un gesto leve de la mano, sin modificar la postura reclinada en la nevera, me despidió.

El blanco en aquellas latitudes tenía muchas gradaciones y ninguna alcanzaba a lo que se consideraba blanco. Un muro sucio de tierra y una puerta de garaje del mismo tono era lo más parecido que vi. Dentro se oían voces apagadas y silencios momentáneos. Dudé un segundo y al fin toqué. Allí estaba Angélica. La sorpresa nos cogió desprevenidas a las dos, a mí porque esperaba equivocarme y a ella porque no me esperaba.
-Vaya! Sí que eres tú! Exclamé.
-Qué haces aquí y a estas horas?, respondió. Su gesto de sorpresa era mayor que el mío.
-Déjame entrar. Me acabo de enterar y tenía que comprobar que era cierto.
Unas cuantas mesas de madera y siete personas de distintas edades nos observaban con curiosidad. Cuando mis ojos se adaptaron a la luz interior constaté que había uno más. No lo aprecié de entrada porque era más oscuro que la conciencia y el único hombre de la clase. Debía tener alrededor de los treinta y cinco años pero aparentaba tener más.
-Desde cuándo haces esto? Pregunté en un aparte.
-Hace un mes, más o menos, contestó. Dos veces a la semana
-No lo entiendo. Te propusieron dar clases en el Colegio Americano y lo rechazaste y ahora te veo aquí enseñando a leer y a escribir. ¿Por qué?
-¿Por qué, qué? Dijo echando hacia atrás la cabeza. -Ni yo misma lo sé. Fue un impulso. Un día vine, como has hecho tú hoy, y sin saber muy bien cómo, me vi haciendo esto. Ni siquiera sé cuánto tiempo seguiré, no mucho me temo, pero me distrae y es un reto.
-Quién más lo sabe?
-Nadie, ni Lucía Belinda.
-Vaya, sí que ha sido una sorpresa! Mira, te voy a esperar afuera a que termines; en la plaza. Luego me cuentas.
-De acuerdo. Media hora y salgo.

En ocasiones creemos no saber el por qué de nuestras acciones o decisiones, pero no es cierto. Lo sabemos muy bien, lo que sucede es que es más fácil no pensar en ello, bien porque nos devuelve una realidad sobre nosotros mismos que no nos agrada demasiado, o porque reconocerlo conlleva la responsabilidad de la certeza, una losa difícil de soportar. Muchas personas prefieren dejarse llevar sin interiorizar el por qué de sus acciones, de esa forma crean una situación ilusoria de bienestar y complacencia de sí mismos que dura el tiempo que tarda el subconsciente en decir: “basta, esto no es verdad”.
Angélica era demasiado inteligente para ignorar o engañarse acerca de su vida con Julio, era muy consciente de ello, pero necesitaba ese tiempo de visión ilusoria para desconectar de los problemas y encontrar una salida airosa, para ella y sus hijos. Ocupar su tiempo libre en tareas como dar clases a adultos le proporcionaba la capacidad de pensar sin presiones, de buscar soluciones.

-Ser un empresario es algo muy complicado, querida, me contestó a mi pregunta de qué estaba pasando en su matrimonio. Un profesional en cierto modo es un intelectual y, como tal, tiene unas directrices y unas metas bien definidas. Un empresario no. Un empresario y sobre todo un gran empresario de éxito tiene de todo menos método. Es un pirata, un desalmado, un ser equilibrado, suspicaz y confiado, libre y atado, dedicado y serio, hablador y mudo, un lince para las oportunidades, carente de modales y al mismo tiempo los tiene todos; encantador con las personas que le interesan y despiadado con los que le estorban; humanitario si eso redunda en el negocio y desinteresado por el dolor ajeno. Un ignorante intelectual y un conocedor de la naturaleza humana insuperable. Algunos de los grandes empresarios que conocemos no sabían leer ni escribir cuando empezaron a forjar su destino. Esas contradicciones y muchas más, las reúne un empresario de éxito. ¿Cuántos hay en este mundo que cumplan con estos requisitos? Muy pocos. Nace uno en cada siglo, los demás aspirantes se quedan en lo que llamamos pequeños empresarios. Cumplen con su misión y hacen una gran labor en el engranaje de la sociedad pero no alcanzan el estatus de gran empresario. Mi marido ni siquiera se encuentra entre los primeros. Hace los negocios con la imaginación; las grandes cifras de beneficios que debe generarle la empresa son el resultado de creer que eso es lo que tiene que ser, que así debe marchar el negocio, sin tropiezos, sin eventualidades, sin problemas que resolver. El funcionamiento del mismo está pensado y llevado al papel y nada ni nadie pueden cambiarlo. Si surge algo diferente es un estorbo, un escollo indeseable en lo que no hay que pensar. Ya veremos qué hacer en su momento. ¿Para qué pensar en ello ahora? ¿Cómo crees que se puede planificar una familia con un hombre así? De qué manera encuentras el equilibrio necesario para compaginar matrimonio, educación y crianza de los hijos y no anularte como persona y como profesional? Porque yo soy una intelectual, una profesional. No soy una empresaria, no compro ni vendo nada, no tengo cualidades para eso. Pero sí sé que puedo aportar algo interesante a la humanidad que puede ser considerado inútil desde la perspectiva del mundo de los negocios, pero útil, diría que utilísimo para el desarrollo de la creatividad. He pensado mucho en ello. Es cierto que el conocimiento ancestral de comprar y vender se remonta a los comienzos de la humanidad, pero qué comprar y qué vender lo crean las mentes pensantes, las mentes con conocimientos intelectuales y los científicos. Los profesionales que imparten los conocimientos van delante como los zapadores en una guerra, preparando el terreno, abonándolo lo suficiente para convertir en seres pensantes, en creadores y plasmadores de nuevas ideas a los hijos de los hijos. Y atrás, las grandes palabras, los científicos y los investigadores, pacientes y mal pagados, obsesionados por descubrir las claves de tal o cual misterio. Algunos lo consiguen en vida, otros mueren con el desencanto de no haberlo logrado, pero todos han sentido la satisfacción de haber trabajado en la creencia de haber cumplido con el verdadero carácter de su naturaleza animal: pensar y crear, de la misma manera que los felinos cumplen con la suya de depredadores. Tanto unos como otros persiguen lo mismo, mejorar la raza, la estirpe. Los resultados finales son recogidos de inmediato por los que conocemos como empresarios cuyas mentes funcionan en base a la utilidad inmediata, en la generación de beneficios, en el placer de ganar dinero y en amontonarlo en los bancos como tarjetas de visitas privilegiadas. Es una manera de ser y una manera de vivir que acepto porque he comprobado cuán necesarios son, pero mis hemisferios cerebrales están a años luz de ese proceso. Julio, no es un gran empresario, ni empresario, ni profesional. Ni siquiera es listo, solo es un oportunista. Querida, no tengo tres hijos, tengo cuatro y uno de ellos es un verdadero dolor de cabeza, por no decir algo peor. He ahí lo que sucede en mi matrimonio. Si crees que es poco, puedo continuar, dijo con un deje de desencanto en la voz y mirando al frente. Aunque es tan vulgar que te asquearía y por otro lado ya lo sabes.
Desde luego que sí lo sabía. Y sí, era una vulgaridad. Los amores adúlteros siempre lo son.




martes, 24 de septiembre de 2013

EL ASUNTO CATALÁN

Hola a todos:

No sé Uds. pero yo estoy ya bastante cansada de oír en las noticias, escritas y habladas, el asunto de la independencia de Cataluña. A 3.000 Kms. de distancia de la península, con 25º de temperatura, con la mitad de la población comprando primitivas y euromillones como alternativa al paro, con el cierre constante de negocios y la apertura de otros nuevos con la esperanza de cambiar el destino el asunto catalán me parece un tanto surrealista. ¡Ya quisiéramos nosotros tener la mitad de lo que tiene Cataluña! Favorecida por el gobierno franquista junto con el País Vasco, ambas autonomías se han acostumbrado a obtener todo lo que querían del Gobierno con solo abrir la boca y pedir un deseo, como en los cuentos de hadas. 
Es una pena que los ciudadanos de Cataluña tengan tan poca formación histórica aunque, por otro lado, ha sido una bendición para aquellos que la gobiernan. ¿Donde iban a encontrar un cortijo de esas dimensiones, con siervos incluidos, como en la antigua Rusia de los zares, que costara tan poco? Poder a cambio de la explotación de los sentimientos es una nimiedad, una fruslería cuyo coste ha sido nada, solo se ha necesitado espolearlos de manera sutil y sin que se note demasiado para llevar a Cataluña al punto en el que ahora se encuentra. "Casi cuarenta años, pero ha valido la pena, por fin podemos recoger el fruto más grande".

Me imagino la Cataluña del futuro: encerrada en las fronteras naturales de los Pirineos y el Mediterráneo y la cancela que le pondrá España por tierra. Quedaría a merced de aquellos cuya visión de futuro solo se limita al tiempo de permanencia en el poder, poder que irán combinándose conforme se cumplan los plazos que les corresponda según la aportación que hayan hecho a la causa. A esas fronteras hay que sumarle la que en forma de veto absoluto pondrá la Comunidad europea, retirando todos y cada uno de los beneficios que aporta. Y si bien el resto de España, por aquello de cómo somos, estaríamos más receptivos a aceptar la situación y con el paso del tiempo a olvidar, que no lo sé con seguridad, los demás países de Europa se cerrarán en banda y utilizarán a Cataluña como la excusa perfecta para demostrar a aquellos territorios que ahora mismo están en conflicto con sus países que eso es lo que les espera si a alguno se le ocurre imitar a los catalanes. Será una demostración de fuerza y una lección contundente de lo que encontrarían: el caso de Baviera en Alemania, los valones en Bélgica y así, con cada territorio que tenga ese tipo de aspiraciones. 

A eso hay que sumarle el empobrecimiento natural que se produciría en el país como consecuencia del acto de secesión, como en el caso de las repúblicas de Estonia, Letonia o Lituania cuya separación de la antigua URSS no les ha aportado nada significativo y en cambio sí un decrecimiento de su economía a lo largo de treinta años. La pertenencia a un gran país tiene más ventajas que desventajas, pero claro, eso solo lo saben quienes tienen que saberlo, el resto a hacer un corro de mano por la ciudad en pos de la independencia o a llorar al valle.

Sigamos imaginando un poco más: Una vez conseguida la separación, hablarán una lengua, mitad español, mitad francés, un galimatías que nadie entiende y olvidarán, aposta, el español como un modo de desprecio a la nación a la que hasta entonces pertenecían. Pero la realidad se impondrá en poco tiempo y las tornas cambiarán, no lo duden: en las escuelas tendrán que volver a poner como idioma obligatorio el español además del inglés porque nadie va a aprender catalán, como nadie ha aprendido el valón, salvo los valones. 
Por otro lado, las grandes empresas con sede en Cataluña, que nada entienden de sentimentalismos patrióticos, saldrán al galope con destino a cualquier otra ciudad española cuyo mercado garantice la expansión de sus productos y por ende el crecimiento de los beneficios. O ¿creen que el capital tiene sentimientos? Mejor que nadie, Uds. para saberlo, ya que se consideran los grandes emprendedores de España a la que venden la mayor parte de sus mercancías. Pero no se engañen, los españoles somos gente que aguantamos hasta la credulidad más absoluta, pero, de la misma forma reaccionamos, cuando nos damos cuenta de que nos han tomado el pelo, como pasó con Napoleón, por poner un caso.

Y aquí creo que Esperanza Aguirre se equivoca. Ningún español ha tenido problemas con Cataluña jamás, de hecho, muchos españoles de distintas regiones emigraron a Cataluña y al País Vasco cuando Franco se decidió por ayudar a estas dos regiones, por encima de las demás, con la aportación dineraria de toda España. Familias enteras encontraron en esa Cataluña beneficiada, el lugar donde asentarse y comenzar una nueva vida con la mayor de las ingenuidades y tranquilidad espiritual posible porque significaba seguir en España y no tener que emigrar a un país extranjero; un lugar mejor que su provincia de origen para sacar adelante a sus familias pero siempre en España. Ahora bien, en lugar de estar agradecidos por ese toque de gracia que tuvieron en el pasado y luego continuado durante la democracia, los catalanes han olvidado por qué han llegado a donde están y de qué manera lo han conseguido. En estos casi cuarenta años, tanto vascos como catalanes han olvidado todo o quieren hacer que lo han olvidado y le han comido las neuronas del entendimiento y la comprensión a todos sus habitantes introduciendo la idea machacona de que "nunca han estado mejor que cuando, en el caso catalán, pertenecían a la Corona de Aragón (por tanto, independientes del resto) y que sus males comenzaron cuando pasaron a ser parte de España". 

Señora Aguirre: Debería saberlo mejor que muchos españoles. ¿Cuando ha oído Ud. durante estos cuarenta años hablar mal de los catalanes en el resto de España? Nunca, todo lo contrario. Era una región donde había trabajo, donde se necesitaba mano de obra para poner en marcha todos los proyectos que estaban sobre la mesa y corresponder así a las expectativas que se esperaba de ellos. Por lo tanto, todo el que podía iba a Cataluña, no a hacer fortuna, sino simplemente a trabajar y a integrarse en la Comunidad, aunque eso sí, sin olvidar su provincia, su región y sus tradiciones. La excepción ha sido en estos últimos años en los que Cataluña ha querido olvidar su pasado y ha comenzado una lenta pero progresiva provocación sistemática con el desprecio de la cultura española, de nuestro idioma, de nuestras costumbres, hacia el gobierno, hacia el Estado y hacia el país en general. En definitiva, a todo lo que no fuera, como mínimo, catalanes de "4ª generación", los demás no eran ni son son catalanes dignos de consideración. Como verá, ha sido un ataque en toda regla. 
Y aquí viene lo mejor: ¿De qué manera hemos contestado nosotros a semejante provocación y actitud beligerante de la sociedad catalana? El pueblo con sorpresa y disgusto primero y con indignación después y, el Estado, con la concesión de prebendas y beneficios, en detrimento, muchas veces, del resto de autonomías más necesitadas y con las mismas posibilidades de ser una región próspera de haber sido de las privilegiadas del viejo régimen. 

Cataluña ha hecho desaparecer el estudio del español de las escuelas implantando el catalán (con parte de nuestro dinero); ha levantado su economía a costa de la mano de obra de toda España y con la ayuda sistemática del Gobierno español de turno, porque iba también en beneficio de todos, aunque menos que en la propia Cataluña y, de esa manera, convertirla en una región próspera de la que todos nos sintiéramos orgullosos por haber contribuido a ello. Pero nada hay más deprimente que el desagradecimiento y nada que cause más enfado que la provocación, que tiene un límite como todo y, el resto de España, está a punto de llegar a él. Y no será porque no queramos que sigan siendo parte de España a pesar de las humillaciones que debemos soportar cuando oímos a los dirigentes catalanes por televisión o, simplemente, cuando visitamos Cataluña, sino porque, ciegos y sordos continúan con la misma postura de desprecio hacia todo lo que provenga de España y rematado, como no, a hablar en español. Ni siquiera por la "pela", muchos comerciantes se dignan a hablar en español, a sabiendas de que no conocemos el catalán y, no se cortan en decirnos de frente, como me sucedió a mí en una tienda del centro de Barcelona que, "o le hablaba en catalán o poco le importaba si yo le compraba o no, que ella (era una señora la que me atendió) no vivía de los españoles sino de los catalanes y del resto de europeos".

Aunque para ser justos también hay que ver lo que Cataluña ha aportado al resto de España. Lo que se le dio en el pasado lo ha multiplicado por diez, por poner una cifra, y hoy por hoy, es una comunidad rica y próspera que contribuye como ninguna otra a la economía del país.Pero el nacionalismo, castrante y corto de miras, quiere más, quiere la fractura, quiere prescindir de todo y de todos y volver atrás. No hay que ser ilusos y pensar que ellos son los que pierden, cierto que sí y lo más probable sea que no se recuperen en muchísimos años, quizá nunca, pero el resto de España también acusará la pérdida de manera desoladora. La diferencia siempre será el tamaño. España es una nación grande en todos los sentidos y el testigo dejado por Cataluña lo recogeremos las demás regiones que no tuvimos la suerte de ser tocados por la varita mágica en el pasado y, no le quepa duda a los catalanes que, España volverá a estar arriba y se recuperará porque es una nación fuerte y valiente cuyo mejor valor son su gente  y, como el tiempo todo lo cura o termina de enfermarlo según evolucionen los pacientes, creo que la peor parte se la llevarán los catalanes. Quedarán encerrados en una fronteras inamovibles, como pasa con otros países similares aunque, eso sí, será una nación, que es lo que quieren. Piensen que lo que producen ahora lo venden, en su mayor parte, al resto de España y la pregunta es: ¿Creen que esa España, despreciada e insultada por Cataluña, estaría dispuesta a consumir lo que los catalanes produzcan de la misma forma en que lo hace ahora?  Yo creo que no; porque no hay peor enemigo que aquél que, habiendo sido amigo de otro durante siglos, se ve traicionado por éste. "Así tengamos que comer sardinas del Danubio mejor eso que comprar algo procedente de "Catalonia", frase de un ex amigo español.   

Sra. mía. Su intención es buena, pero no es real. Para querer a alguien, ese alguien también tiene que dejarse querer. El amor tiene que ser recíproco, si no es así no es amor y, cuando esto sucede, uno de los dos tiene que retirarse. Unas veces lo hará con elegancia, sin ruido y sin pedir nada a cambio y, otras, luchará con uñas y dientes para evitarlo pero, al final, tendrá que ceder si, aún y con todo, no logra hacer cambiar de idea al que tiene la fijación de no querer. Y en este punto es donde si creo que Ud. debe dirigirse a los catalanes. La desafección catalana hacia nosotros, hacia el resto de España, ha terminado por hacer germinar un sentimiento de desapego y de ira que difícilmente se podrá erradicar con buenas palabras. No se puede golpear constantemente a una persona y esperar que cuando el palo se rompa perdone los golpes.                      

La única razón por la que retrasamos ese límite, es saber que no toda Cataluña piensa igual, pero ¿donde están los que no piensan como los secesionistas? ¿qué hacen para contrarrestar ese sentimiento independentista? ¿son una minoría o una mayoría silenciosa? No lo sabemos, no hay más datos que los de las urnas. 

Estoy convencida de que han llevado las cosas demasiado lejos y aunque aún pueden dar marcha atrás, lo más probable sea que no lo hagan. Ya comienzan en Europa a llamarlos tránsfugas y aunque es triste, no deja de ser una realidad visto desde fuera: "se han aprovechado de todo lo que han podido de España y ahora que está en un momento complicado, como el resto de países, huyen y la dejan a su suerte".Eso se llama traición y como tal, nunca, jamás, ni el más cruel de los enemigos a lo largo de la historia ha premiado una traición aunque ésta le haya favorecido. Un traidor no es de fiar, si lo ha hecho una vez volverá a hacerlo de nuevo. Eso es así, es parte de las malformaciones de la naturaleza y responden siempre con la misma pauta.  

No puedo ver con buenos ojos que, con parte de los impuestos de todos, se tengan que financiar cosas banales de una región, no imprescindibles para la vida diaria y menos en época de crisis. Mientras el resto de autonomías han tenido que ajustarse y renunciar a proyectos y mejoras, en muchos casos necesarias, los catalanes no han querido ni quieren renunciar a nada, ni siquiera a bajar el tono del poco aprecio hacia aquellos que la han ayudado durante todos estos años. 

No obstante, también hay que preguntarse si todo lo que está haciendo Cataluña es una maniobra de manipulación para obtener la financiación especial que necesita desesperadamente para mantener el nivel de vida que tenía antes de la crisis y está tensando la cuerda todo lo que puede para conseguirlo. Será lo más probable. Al igual que un noble caído en desgracia que hará lo que sea necesario para obtener el dinero suficiente para mantener su estatus social, así sea casarse con una viuda rica vulgar y vieja, porque "la pela es la pela", Cataluña intentará conseguir lo que quiere aunque para ello tenga que hacer tres diadas seguidas, empapelar la región con la bandera de rayas, comprar dos millones de pitos para silbar el himno nacional o crear una liguilla de fútbol catalán donde integrar al Barcelona. La cuestión es conseguir que las películas se doblen en catalán, que sus habitantes solo sepan catalán y que el aire que respiran sea solo catalán.

Por eso le pregunto, Sra. Aguirre, ¿qué más quiere Ud. que hagamos los demás en pro de Cataluña? Creo que tendrá que especificarlo más claramente de lo que lo expuso días atrás; tendrá que hacernos una lista, a nivel de alumnos para que nos quede claro cuáles son las cosas que se necesitan para "catalanizarnos". No sé si los demás lo sabrán, pero yo no. Debo ser más torpe porque no lo veo, ni con claridad ni a oscuras.

Hasta la vista.    

sábado, 14 de septiembre de 2013

MAÑANA COMIENZA OTRA ESTACIÓN (7)

Capítulo 7.-


Desde muy temprano podían verse las luces encendidas, a través de las ventanas, de los que íbamos a ir de excursión. Preparábamos la comida y demás cosas necesarias con el entusiasmo de niños de colegio. La única que llevaría a sus hijos sería Angélica. No se fiaba de la chica de servicio para dejarlos todo un día bajo su responsabilidad; en realidad no se fiaba de ellas para nada desde que, la primera que tuvo al llegar al país, le robara el reloj suizo de oro, regalo de sus padres al terminar el bachiller. Sin embargo, no le quedaba más alternativa que aceptarlas si quería tener un poco de movilidad. Tres niños eran mucho. La mayoría tenía uno o dos, como máximo, y en algunos casos, ninguno. Así que tres ya era un número respetable que demandaba de muchas necesidades y atenciones para las que “no estaban preparadas ninguna de ellas”:

Durante la noche, la temperatura había bajado unos grados y se notaba. La brisa, proveniente del norte, fresca y constante, hacía augurar un día con menos calor del habitual. La temperatura en el trópico, a veces sorprendía con alguna variación inesperada que, bien podía ser magnánima o enormemente cruel, según la confluencia de los elementos atmosféricos. Me pregunté si tendríamos la suerte de disfrutar de un día especial, una concesión de la naturaleza en consideración a todos los invitados que se proponían descubrir parte de la belleza de aquellos parajes. Sería el complemento ideal a un día prometedor.

A las nueve en punto nos encontramos todos en el vestíbulo del edificio, armados con todo lo necesario, sonrientes y expectantes. Quince en total: trece adultos y los tres hijos de Angélica. Se respiraba un ambiente de alegría contenida y no era para menos. Cada persona, cada pareja tenía en mente su particular aventura. Los más tranquilos eran los niños, al fin y al cabo, para ellos, la vida en sí misma era una aventura diaria por lo que ese día lo recibían con más serenidad que los adultos. Incluso Angélica parecía haber abandonado el gesto de pesimismo que últimamente tenía a todas horas y su semblante relajado y tranquilo me dio esperanzas. Julio, a su lado, estaba pendiente de todos sus movimientos.

Nos montamos en los coches y, en caravana tras Emilio, que iba solo y exultante con la música a todo volumen, nos dirigimos a la carretera que conducía hasta el río. Una carretera sinuosa y estrecha, digna de un lugar como aquel, donde la mitad aparecía con un asfaltado hecho a mano y la otra mitad con tierra.  Los coches, convencionales y flamantes para correr por autopistas, no estaban preparados para andar por aquellos parajes, por lo que cualquier bache que cogían, nos impulsaba hacia arriba o hacia los lados según cayeran las ruedas en él. Tardamos una hora en llegar hasta el lugar donde nos esperaba la lancha, atracada a la orilla del río y sujeta a un árbol por medio de una cuerda. Con las ramas a punto de tocar el agua, el árbol parecía haber aceptado su triste destino de noray. Las marcas en el tronco del constante roce de las maromas de las barcas, semejaban las de un cuello estrangulado.

La visión del río a aquellas tempranas horas del día, era espectacular. Sus aguas corrían, serenas y constantes empujadas por la corriente, y la brisa era más fresca que tierra adentro. En la orilla de enfrente, las siluetas de las casas parecían dibujadas como en un pueblo de cuento. La distancia de una orilla a la otra, en apariencia cercana, no bajaba de un kilómetro; los hombres, reunidos en el borde del río, calcularon que entre uno y uno y medio. Lo único que distorsionaba aquel idílico panorama, era el tamaño de la lancha. Esperábamos una en la que cupiéramos todos y en aquella no cabían más de seis personas y eso, sentadas una encima de las otras. Emilio se deshizo en explicaciones alegando que, a última hora, la lancha que nos habían asignado se había estropeado y la única libre que quedaba era la que estábamos viendo. A pesar del inconveniente, nos organizamos para ser trasladados al islote, en tandas. En lo único que pensé, bastante desilusionada por cierto y como yo todos los demás, fue que no podríamos dar el paseo río arriba, tal y como nos había prometido Emilio No obstante, el cambio de planes no iba a arruinarnos la ilusión que teníamos dentro del cuerpo y las expectativas de pasar un día distinto.

Los primeros en subir a la lancha fueron la familia de Angélica junto con Itziar y su marido. Los niños iban en las rodillas de sus padres. Desaparecieron de nuestra vista en medio de una algarabía de saludos. Esperábamos que la lancha tardara más tiempo, pero a diez minutos escasos reapareció Emilio de nuevo y cargó con otros tantos, entre los que me encontraba. Por el tiempo empleado en ir y venir, calculé que la distancia de donde dejábamos los coches hasta la isla era de pocos kilómetros. Les eché una mirada de soslayo cuando la lancha arrancó y, la imagen de una pitón abrazada a los coches, me hizo temblar. Esperaba que a ningún inquilino de la selva le diera por meterse en ellos, atraídos por los colores de la pintura o el brillo de la laca.

Al llegar al islote, quedé maravillada, era tal y como imaginaba que debía ser una isla tropical aunque ésta era muy pequeña, de arena blanca y sedosa y con el agua del río lamiendo la orilla suavemente, mansa y oscura. La arena ocupaba un semicírculo donde, de haber ido un número mayor de personas cabríamos con bastante dificultad. Tras la arena, tibia a aquellas horas, se alzaba una maraña de cañas y hierbajos que impedían el paso hacia el interior del islote. Hubo quien hizo el intento de explorar lo que había más allá, retirando algunos palos, pero tuvo que desistir. Se necesitaban machetes bien afilados, para romper aquella barrera.

La mañana discurrió en un ambiente de camaradería y de alegría donde los niños pusieron el rasgo de frescura e ingenuidad a tanto adulto enfrascado en tomar el sol, hacerse confidencias y alguna que otra carantoña. Nos bañamos hasta que la piel parecía que iba a despegarse de los huesos; jugamos a la pelota, al tenis de playa, con unas raquetas de madera más viejas que el mundo y cuando los niños comenzaron a pedir sus bocadillos, nos sentamos todos a comer. Había comida en exceso: ensaladilla rusa bistecks, papas guisadas al vapor, tortillas, paella…, postres de todo tipo y botellas de refrescos y de agua, metidas en neveras portátiles con gran cantidad de hielo que fueron colocadas a la sombra de la barrera de cañas. El día seguía transcurriendo pacífico y agradable, aunque yo, acostumbrada a las grandes playas de España, me sentía, en aquel lugar, como la superviviente de un naufragio en medio de una olvidada isla del Pacífico. El pensamiento era excitante.

Angélica y Julio, se mostraban más cariñosos entre ellos, menos tirantes y, los niños, percibiendo la buena sintonía entre sus padres, corrían y jugaban haciéndoles partícipes de sus juegos. De todas formas, no me fiaba de que, aquella actitud, fuera del todo real pues se les daba muy bien tapar y disimular sus sentimientos, sobre todo a ella. Angélica, nacida y criada en la playa, se desenvolvía mejor que en su casa y se le notaba feliz y a gusto, nadando con placer como lo haría un profesional, para sí misma y olvidada de todo. Cualquier actividad acuática le encantaba. En cambio Julio, era de monte, como solía decir, y nadaba bastante mal. Se defendía en el agua, sin alejarse de la orilla, con el estilo de un náufrago agarrado a una tabla de madera. A los niños les producía mucha gracia ver a su padre intentando nadar sin parecer patoso. Lo observaban desde la orilla mientras reían a carcajadas señalándolo con la mano y doblando sus pequeños cuerpos hacia adelante. Los que mirábamos la escena terminábamos contagiados del buen humor de los críos, riéndonos con ellos hasta que, Julio, cansado de tanto darle a los pies y a las manos decidía salir a tierra firme.

Mientras se sacudía el agua y palmeaba en la cabeza a sus regocijados hijos, lo observé detenidamente, escudada tras las gafas de sol y la pamela. Tenía que reconocer que era un hombre guapo, de estatura media, y bien proporcionado. Lo más destacable era su boca, de dentadura perfecta y labios sensuales que alcanzaban su máxima puntuación cuando sonreía; ojos de color verde claro, de mirada chispeante, cejas oscuras bien delineadas, hueso supra orbital un poco acentuado que destacaba los rasgos de una masculinidad muy atractiva, mandíbula cuadrada, nariz recta, piel clara y pelo negro con patillas a la moda. Unas facciones bien cinceladas, pensé.
El físico, combinado con una palabrería muy estudiada y perfeccionada con el tiempo, había dado como resultado un hombre sumamente encantador. Para mi gusto y, estoy segura de que para Angélica también, hablaba demasiado y sin mucha sustancia pero lo disimulaba bien y, cuando la conversación general iba por derroteros que no le interesaba, se limitaba a oír con un deje de indiferencia o de impaciencia contenida, según el caso, hasta que se le ofrecía la oportunidad de intervenir. Entonces aprovechaba para contar un chiste o hacer bromas, con el objetivo de romper la seriedad de los contertulios y relajar el ambiente. Pensé que, esa actitud, en ocasiones, era un modo inteligente de limar asperezas, pero por sistema resultaba cargante.

Emilio cortó mi análisis anatómico y psicológico con su potente voz, animándonos, desde la orilla, para hacer esquí. El reloj señalaba las tres de la tarde y al día le faltaban pocas horas para echarnos de allí. Sentado en la lancha le dio a la llave de contacto y los motores sonaron como el rugido de una fiera en medio del silencio que nos rodeaba. Esperaba, sonriente, a que alguien se decidiera, pero nadie hizo amago de levantarse. La realidad era que, ninguno, había hecho esquí en su vida, y algunos ningún tipo de deporte como le pasaba a Jorge, el marido de Itziar, salvo montar en bicicleta, en patines o jugar a las canicas. La única que escapaba de esta lista era Angélica, una deportista nata que se le notaba en el físico, en el modo de moverse y en la elasticidad que tenía. Movida por la curiosidad, se levantó y se dirigió hasta la lancha, en medio de los aplausos y vítores de todos que, apoyados sobre los codos, nos dispusimos a observar. Emilio, muy solícito, le explicó lo que debía hacer, le dio unos cuantos consejos y, aunque no las tenía todas consigo, se decidió a probarlo. Se enfundó unos pantalones ajustados de lycra negro y un salvavidas en el cuello. Luego se subió a la lancha y ésta arrancó hasta situarse a unos cincuenta metros de la orilla. Una vez allí, Emilio la detuvo sin apagar el motor, ayudó a Angélica a ponerse los esquís y una vez en el agua le dio la guía de cuerdas. La postura no era muy elegante que digamos, con el cuello y los esquís asomando fuera del agua y el resto del cuerpo sumergido pero los niños estaban entusiasmados mirándola desde la orilla y muchos nos pusimos en pie para poder verla mejor. En ese momento y, tras breves indicaciones de ánimo, la lancha arrancó y a los pocos segundos Angélica fue impulsada fuera del agua. Los gritos de aliento de todos en la playa, se apagaron de golpe, cuando Angélica, con la misma rapidez con la que había emergido, cayó hacia adelante y volvió a sumergirse. La lancha paró de inmediato y ella quedó suspendida en el agua con los esquís por delante y la cabeza sujeta con el flotador. Pensé que desistiría, pero testaruda como era, volvió a intentarlo, una y otra vez hasta que logró mantenerse a flote unos cuantos metros sin caerse, hazaña que fue coreada por todos desde la playa. Con esto se dio por satisfecha y cansada de tanto trote regresó a la orilla y se tumbó en la arena a descansar. Los que estaban decididos a probar, le hicieron preguntas de todo tipo, que ella contestaba riéndose a carcajadas. Cuando se apagó la curiosidad, abrió un refresco y encendió un cigarrillo. Era la única que fumaba de todos los que allí estábamos. En vista del éxito que había tenido el dichoso esquí, dos de los hombres decidieron probar con la misma suerte que ella, en medio del regocijo y cierta aprensión por parte de sus esposas que los observaban desde la orilla. Angélica y Julio hablaban entre ellos. Eran una pareja que llamaba la atención por el físico de ambos, incluso se parecían por lo que, en más de una ocasión los habían confundido como hermanos en lugar de marido y mujer. No obstante, a él le faltaban unos diez centímetros, para que la conjunción fuera perfecta ya que, prácticamente eran de la misma estatura. Pero claro, nada hay perfecto en la naturaleza, menos mal, si no, todo sería muy aburrido, aunque en este caso, me dije, hubiera estado bien.

Se aproximaba la hora de recoger, pero nadie se movía. El sol de la tarde empezaba a declinar y la brisa procedente del rio adormecía nuestros cansados cuerpos tumbados en la arena, cálida como la manta de un bebé. Angélica y Julio fueron los primeros en levantarse para recoger los restos de comida, vaciar el agua de las neveras, sacudir las toallas y vestir a los niños. Poco a poco, todos los demás les seguimos, con clara desgana, pero apresurándonos porque, en cuestión de una hora, se haría de noche. Una vez preparados nos sentamos a esperar mientras el primer turno se acomodaba en la lancha. Miré la hora: las cinco y media de la tarde. En breve oscurecería y el trayecto de vuelta sería más largo que el de la ida. La falta de luz nos obligaría a ir más despacio por la carretera con lo que llegaríamos a casa pasadas las ocho, las nueve probablemente. Emilio se puso al volante y giro la llave del encendido que no hizo ni mu. Lo intentó una y otra vez hasta que, lanzando un taco de desesperación, bajó de la lancha y se acercó a los motores fuera borda, para ver qué sucedía. Levantó las tapas, en medio de la expectación de todos, pero apenas se veía nada. La noche había caído a plomo y no teníamos ni una mísera linterna con la que poder alumbrar el interior. Todos nos miramos, pensando en lo mismo: las cerillas de Angélica. Sin decir una palabra, ésta sacó la caja del bolsillo y prendió una, acercándola todo lo que pudo para alumbrar el interior mientras Emilio se esforzaba por averiguar qué impedía arrancar aquella maldita lancha. Aparentemente todo parecía estar en orden, pero por más que lo intentó, no hubo manera de arrancar los motores. Llegados a este punto, Emilio tuvo que reconocer que no podía hacer nada para sacarnos de allí. Posiblemente “la avería sería una tontería, pero sin luz y sin herramientas no había modo de arreglarla”. Entonces fue cuando se le ocurrió la idea de que “quizá podría alcanzar la otra orilla a nado, no parecía estar muy lejos y si lo conseguía, en pocas horas, regresaría por tierra con ayuda”. Varios de los hombres apoyaron la iniciativa aunque sin mucha convicción, calculando de nuevo la distancia y cuanto tiempo tardaría en llegar al otro lado a un ritmo constante de brazadas. Como tantas veces sucede en estos casos, los hombres, de manera instintiva, habían tomado las riendas de la situación. Recuerdo que pensé que, por mucho que demostráramos tener inteligencia, en situaciones conflictivas, el hombre asumía de inmediato la responsabilidad, de la misma manera que lo hacía en el paleolítico. Era como si todas las “concesiones” que habían hecho en pro de nuestra libertad y demás, perdieran su vigencia ante un estado de crisis donde, el hombre y la mujer, volvían a asumir los papeles para los que la naturaleza les había dotado, sin estridencias y sin equívocos. A mí me parecía una locura aquello, pero no me atreví a abrir la boca. Miré a mi alrededor y, vi que Angélica había subido hasta donde estaban sus cosas y se había sentado rodeada de sus hijos, fumando su eterno cigarrillo. Decidí acercarme para informarle de lo que se estaba hablando en la orilla. Cuando Angélica lo supo, meneó la cabeza y se puso en pie, recogiéndose el pelo en una coleta y encaminando sus pasos hasta ellos. Me puse a su lado y bajamos. Julio que la vio venir, se acercó para recibirla. Algo le dijo en voz baja que me pareció que a ella no le gustaba nada, porque hizo un gesto con la mano como desechando la idea. Para entonces yo había llegado a la orilla.
-“¿Se han vuelto locos?”, les espetó con aspereza. Todos giraron la cabeza al oír sus palabras que resonaron aún más en la quietud de la noche ¿Saben la distancia que hay desde aquí a la otra orilla?, casi dos kilómetros, si no más. Nadar dos kilómetros de noche sin estar preparado físicamente es una auténtica locura pero si a eso le sumamos la corriente del río, puedo asegurarles que jamás alcanzará la otra orilla vivo; ahogado y quién sabe donde sí, pero vivo no. Así que, olvídense de esa estupidez. Sé lo que engañan las distancias en el mar, lo que parece estar a cinco metros en realidad está a cien, en el río pasa lo mismo. Desechen esa idea y pónganse a pensar en otra solución”. Emilio abrió la boca para decir algo, pero optó por volver a cerrarla Las palabras de Angélica habían sonado como una sentencia y él sabía que tenía razón. Fue entonces cuando tomamos conciencia de la situación en la que nos hallábamos. Tendríamos que pasar la noche en aquel islote, en medio del río. Un pensamiento se abría paso con fuerza en nuestros cerebros: la presa. Se abría cuando el nivel del río estaba en unas cotas determinadas y sumergía bajo las aguas a la mayor parte de los islotes. Nos preguntamos aterrorizados si tocaría esa noche abrir las compuertas.
No sé si Angélica pensó en aquello o no en aquel momento, pero lo que sí hizo fue hacernos entender que teníamos que prepararnos para pasar la noche en la playa y esperar a que vinieran a rescatarnos. A pesar de que todos sabíamos que tenía razón, los hombres seguían empeñados en buscar una solución que nos sacara de allí, “tampoco era tan tarde”, dijeron. Julio que conocía a Angélica mejor que nadie, era el único que estuvo de acuerdo con ella. Se sentó a su lado y hablaron entre ellos de lo que había que hacer a continuación. Curiosamente, el resto de las mujeres estaban muy tranquilas, excepto yo; y se comportaban como si todo lo que estaba sucediendo fuera parte de la aventura del día. Nos sentamos en corro, tal y como hacíamos en el césped observando a los hombres, que al cabo de un rato y olvidados de las propuestas anteriores habían asumido la gravedad de la situación y discutían con Emilio por su falta de previsión ante una eventualidad como aquella. Nada se sacaba con echar las culpas de lo sucedido a un hombre que sabíamos cómo era de irresponsable, poco previsor y contador de cuentos, pero era una manera de liberar la frustración que sentían. Al final se impuso la lógica y cada cual se sentó al lado de su pareja con gesto de impotencia y desagrado.

Julio, que ya llevaba rato hablando con Angélica y había asumido que tendríamos que quedarnos a pasar la noche, nos instó a todos a recoger palos y cañas para hacer una hoguera. La temperatura había bajado considerablemente y “bajará aún más”, dijo convencido. La hoguera serviría, además de calentarnos, para ahuyentar a los posibles animales que hubiera en la isla. Era algo en lo que ni siquiera habíamos pensado, preocupados más por salir de allí que en la posibilidad de ser atacados por supuestos animales invisibles. Fue como un disparo en la mente de todos, que impulsados por la urgencia y el peligro que nos acechaba comenzamos a acercarnos al cañaveral, sin discutir sus palabras; había que hacer la hoguera lo más grande posible. Angélica y los niños ya habían empezado a apilar en el centro de la playa los primeros palos. Era la nota de alegría en un ambiente de pesimismo. Ignorantes de los peligros a los que estábamos expuestos, entre risas y gritos, los críos se dirigían hasta el cañaveral en busca de “leña para hacer fuego”. El hecho de estar haciendo algo con lógica, apaciguó el enfado de los hombres que, una y otra vez, cargaban toda la leña que podían. Para empeorar más las cosas, era una noche sin luna y a duras penas nos veíamos entre nosotros. De pronto, la hija mediana de Angélica, comenzó a gritar y a señalar hacia el cañaveral que “había visto una culebra de rayas verdosas y negras”. Todos, sin excepción, salimos corriendo hacia atrás con el pánico pintado en la cara, menos Angélica que se acercó a su hija y la miró inquisitiva. Era la más imaginativa de los tres y constantemente gastaba bromas a sus hermanos y amigos, algo que le hacía reír a carcajadas. Su madre decía siempre que era una artista en potencia, la más parecida al padre en lo tocante al físico y un calco del carácter de su abuela materna. La cría insistía en lo que había visto, pero pasados unos minutos y sin que se oyera ni se viera nada extraño, decidimos continuar aunque abrimos bien los ojos a medida que recogíamos los palos. Julio y Angélica, mientras los demás continuábamos con la tarea encomendada, hicieron un alto en la recogida para enfrascarse en hacer las “camas” de los niños que ya daban muestras de hambre y cansancio. Angélica sacó unos bocadillos de jamón y queso y peló un plátano para cada uno. Mientras comían sentados y con los ojillos entrecerrados por el cansancio de todo el día, sus padres levantaron muretes de arena, imitando una mini fortaleza, alrededor de donde iban a dormir, para resguardarlos del frio. La arena había perdido el calor y estaba fría y nada acogedora. Colocaron varias toallas secas en el fondo, a modo de aislante y, una vez que hubieron terminado de comer, los acostaron en aquellas improvisadas camas con protección, tapándolos con otras toallas Se durmieron al momento. Julio y Angélica, se unieron de nuevo al grupo. Por mi cabeza pasaban multitud de ideas, a cual peor, de lo que podía suceder esa noche. Los hombres estaban convencidos de que ya se estarían movilizando en tierra para venir a rescatarnos, pero ponían en duda de que lo hicieran antes del amanecer.

Cuando consideramos que el montón de palos y cañas acumulado tenía una altura y un ancho lo suficientemente grande, nos sentamos un rato a descansar y a hacer un poco de tiempo antes de prenderle fuego. La hoguera debía durar toda la noche. Dentro del pesimismo que albergábamos todos por la incertidumbre y el temor a lo que pudiera suceder, se respiraba de nuevo el ambiente de la aventura. La gente comenzó a bromear y a contar historias de la juventud. Algunos se inventaban situaciones estrambóticas y horripilantes que, en lugar de amedrentar causaban la hilaridad y las carcajadas de todos. Las historias de bucaneros y piratas se convirtieron en un concurso para ver quien contaba la más interesante y disparatada, utilizando a los personajes de los cuentos en unos casos y en otros con los auténticos de la época de la colonización de aquella tierra. Mi imaginación me hizo ver a Barbanegra, a Drake y a Morgan navegando por el río con el típico loro en el hombro y pegando gritos desaforados. ¿Qué pensarían de haber encontrado a un puñado de gente como nosotros en medio de un islote, sin barcos ni medios para salir de allí? Que estábamos locos, seguro y, a continuación, nos habrían pasado a cuchillo a todos.

De pronto, un grito rasgó el silencio de la noche. Hendrik, el marido de Erika, sentado cerca del cañaveral se agarraba el pie derecho en medio de gritos despavoridos. “Me ha picado un escorpión” gritaba con voz ronca. El pánico se apoderó de nosotros que, de manera instintiva dimos un paso atrás. Julio, abriéndose paso, llegó a hasta él y sin mediar palabra, le cogió el pie y comenzó a chuparle el dedo gordo donde se veía la picadura y a escupir en la arena. No se paró a pensar que podía ser venenoso o que ponía su vida en peligro y eso le hizo subir unos buenos puntos en mi valoración. Cuando consideró que era momento de parar, calmó a Hendrik , haciéndole entender que no le pasaría nada, todo lo más le daría un poco de fiebre; se había actuado a tiempo y lo más probable era que el alacrán, el escorpión o el bicho que fuera que le había picado no tuviera un veneno peligroso.

Pasó ante nosotros y buscó entre sus cosas un calcetín con el que envolvió el dedo de Hendrik. Su cara no dejaba dudas de la preocupación que sentía pero no quería demostrarla ante Hendrik que veía, alarmado, como el dedo se le hinchaba. “Eso es bueno, significa que tus anticuerpos están luchando contra el veneno”, le dijo Julio con el convencimiento de un médico. En realidad no tenía ni idea de lo que pasaría, pero su actitud de seguridad y optimismo tuvo la virtud de tranquilizar a Hendrik, a Erika, que apenas podía articular palabra y a todos los demás. Sentada al lado de su marido, Erika le acariciaba la espalda con cariño en un intento de tranquilizarlo. Al par de horas, Hendrik se quedó dormido. La fiebre había aparecido y Erika se afanaba en mantenerlo fresco para evitar que le siguiera subiendo, frotándole la frente, el cuello y las axilas con una toalla mojada con el agua del río. Emilio se encargaba de esa tarea con el espíritu del que ha cometido un delito e intenta repararlo como sea. Se sentía culpable por todo lo sucedido aunque no lo manifestaba con palabras y no sabía qué hacer o decir para minimizar los daños. Me acordé del botiquín de primeros auxilios que tenía en casa y maldije mi propia estupidez por no haberme acordado de llevarlo. ¿Para qué se suponía que lo había comprado? ¿Para tenerlo en casa por si me cortaba pelando una manga? Era para estos momentos. Imaginé que los demás pensarían lo mismo. Tan previsores para todo y no teníamos ni una aspirina. Lancé un taco en voz alta sin importarme lo que pensaran. Busqué entre mis cosas un par de toallas secas y me senté al lado de Angélica. Le eché una por los hombros y la otra me la coloqué yo. Hacía frío. Tanto desearlo, me dije y ahora añoraba un poco del calor que tanto aborrecía. Menos mal que la hoguera ardía con fuerza.

Poco a poco, el cansancio y el sueño se fueron adueñando de todos que, abrigados con la ropa y alguna toalla dormitábamos en la arena fría esperando que el paso de las horas se acelerara. No sabemos lo que es la noche hasta que no pasamos una al raso, a cielo abierto en lugar de abrigados y bajo techo. El silencio sereno y acogedor que acogemos en la seguridad del hogar, se convierte en un silencio lleno de ruidos, inesperados unos, constantes otros. El roce del viento contra las cañas sonaban como silbidos entrecortados cuyas notas oscilaban desde el grave seco y profundo hasta el agudo, chirriante y largo. No hacía falta tener imaginación para saber que toda una vida, palpitante y agresiva, residía en aquel cañaveral pero, a pesar de nuestra aprensión y temor a que en cualquier momento surgiera un animal que llevara horas acechándonos y decidiera que ya era momento de ser plato de cena, un ruido sordo y constante proveniente del río superaba el temor al cañaveral. Sonaba lejano y al mismo tiempo cercano, rítmico, constante y grave. A las dos de la madrugada, hubo un cambio sutil en el tiempo pero efectivo: el viento amainó, no corría brisa alguna, con lo que, los ruidos del cañaveral cesaron pero el ruido proveniente del río se volvió atronador. Algunos nos incorporamos a oír, con el temor pintado en el rostro. La presa se había abierto, era la única explicación posible. Un escalofrío de aprensión me paralizó las piernas, era incapaz de moverme y de movernos. Teníamos la vista clavada en la orilla esperando ver la subida del agua que, sin piedad, nos tragaría en minutos. Algunos se pusieron en pie y agudizaron el oído y la vista. Nada. El río no daba señales de aumentar el caudal y el sonido de sus aguas continuaba indiferente a nuestro estado de ánimo. Las tres de la madrugada y sin cambios; algunos se quedaron dormidos, rendidos por el cansancio y otros como yo, Angélica y Julio permanecíamos tumbados en la arena con los ojos abiertos, mirando hacia un cielo estrellado, increíblemente hermoso y hacia el río, atentos a cualquier cambio que se produjera. A las cuatro, Angélica y Julio se levantaron y fueron hasta la orilla. Apenas faltaba una hora para que amaneciera y sin embargo, la noche se volvió más oscura, negra y aterradora que horas atrás. Armada con un palo, Angélica escribió las palabras “SOS” en la arena lo suficientemente grandes para ser vistas desde las alturas, mientras Julio observaba el resultado. Estaban convencidos de que las avionetas de la petrolera saldrían a buscarnos en cuanto atisbaran las primeras luces del amanecer.

Y así fue. A las cinco se oyó el ruido inconfundible del motor de una avioneta aproximándose. La mayoría, impulsados por la urgencia de hacernos ver y oír nos pusimos en pie tras las palabras de socorro gritando a pleno pulmón y moviendo las manos. La avioneta apareció ante nuestros ojos y el piloto giró y bajó un poco de altura para que pudiéramos ver como el copiloto nos hacía una señal con la mano indicándonos que nos habían visto.

Ya no volvieron a pasar de nuevo. Había que esperar a que llegara la lancha de salvamento que, preparada en algún punto del río, aparecería de un momento a otro sabiendo ya donde estábamos. Miramos hacia la hoguera, que se había consumido del todo, y en la que solo brillaban unas pocas brasas encendidas. Había cumplido con su misión y, por una vez, me alegré de que Angélica fumara. Con uno de los cubos de plástico de los niños terminamos de apagar los pocos palos que aún humeaban. Miré hacia el cañaveral y me fijé en lo distinto que se veía a plena luz del día. Las cañas, dobladas y entrelazadas, apenas se movían, inocentes y ausentes a lo que sucedía alrededor de ellas.

El sonido de un motor a nuestra izquierda nos puso a todos en pie. No podía ser más que la lancha de salvamento. Ésta dobló el recodo de la playa y apareció ante nosotros. El jefe iba en cabeza con chaleco amarillo y dos tripulantes más en la parte de atrás. La cara del marinero jefe desprendía preocupación y sus ojos no dejaban de mirar inquisitivos a todo el grupo que los esperaba. Aún sin parar el motor, preguntó si estábamos todos a lo que contestamos que sí. Entonces respiró hondo y sus facciones contraídas por la preocupación se relajaron. La lancha de madera, estaba preparada con todo lo necesario para un salvamento, según pude ver nada más subir a ella y era lo suficientemente grande para llevarnos a todos sentados, mochilas y neveras incluidas. Mientras uno de los marineros nos ayudaba a acomodarnos, el jefe y el otro marinero se dirigieron con Emilio hasta la lancha. El jefe se sentó al volante y al momento se bajó. Anudó una cuerda en la proa y dejando una distancia de separación de unos quince metros, la ató a la popa de la nuestra. Emilio iba al volante de la lancha, no sé si era lo que había que hacer para guiarla o si simplemente lo hacía porque quería. Luego, se subió a la lancha de salvamento y tranquilizó a Hendrik asegurándole que los alacranes de aquella zona no eran venenosos, que la inflamación se le bajaría en un par de días y que la fiebre remitiría enseguida. De todas formas dudaba de que fuera un alacrán lo que le había picado, no era lo normal por aquellos parajes. Lo que sí hizo el jefe de la lancha fue recriminarnos con dureza la falta de previsión y, al mismo tiempo la suerte que habíamos tenido. “En todos los años que llevo haciendo este trabajo, dijo con voz seria y monótona, es la primera vez que encuentro al grupo completo. Por lo general, faltan dos. Uno que, dándosela de listo, intenta cruzar a nado hasta la otra orilla y la corriente lo arrastra y otro que intenta salvarlo y corre la misma suerte. Lo que no saben es que, a doscientos metros está la catarata, por lo que, la corriente aquí, es muy fuerte y no pueden evitar ser arrastrados. Así que, al menos, todos Uds. han tenido el sentido común de estarse quietos”. Hizo una pausa y sin mirar a nadie y con la vista al frente sentenció “Aunque la próxima vez procuren llevar unos cuantos galones de gasolina de repuesto, la lancha no hace milagros”.

¡Dios santo, la catarata!, ese era el ruido sordo proveniente del río y que nos había mantenido en vilo toda la noche Y además ¡la falta de gasolina! No habíamos pensado en ella, al menos yo. Giré la cabeza para ver a Emilio y supe que, desde el principio, había sabido que no había sido ninguna avería sino la falta de gasolina lo que no dejaba arrancar la lancha. El dichoso esquí acuático había terminado con las reservas. De ahí, su estado de culpabilidad. De haberlo tenido a mi lado lo hubiese abofeteado.

Al llegar a la orilla, una nube de fotógrafos y periodistas, de diferentes diarios, nos esperaban, micrófono en mano y, con cámaras de fotos disparando sin parar. Angélica, con la disculpa de los niños, salió corriendo hasta el coche, seguida por Julio. A mí me tocó hacer unas pocas declaraciones y contestar a las preguntas de los periodistas. Nadie más quiso decir una palabra. Estaban demasiado enfadados, en especial los hombres. Saber que la lancha no había sufrido ningún tipo de avería sino que no arrancaba por falta de gasolina los había enfurecido de tal manera que no podían articular palabra. Creo que, de haberlo sabido en la playa, Emilio se habría llevado un rapapolvo muy distinto. Una avería era impredecible, pero la falta de gasolina no. Así que, reconocerlo en público hubiese sido el colmo de la humillación.


miércoles, 4 de septiembre de 2013

MAÑANA COMIENZA OTRA ESTACIÓN (6)


Capítulo 6.-

El nuevo año había comenzado sin variaciones significativas en nuestras vidas pero sí en todas las obras de la zona, incluyendo las más alejadas, las que estaban en plena selva, las de las inmediaciones de la enorme presa que abastecía de electricidad a más de un país. Se habían superado las fases preliminares de las mismas y el trabajo de los hombres se intensificaba. Sin embargo, el ritmo impuesto a los trabajadores no iba acorde con la frecuencia del suministro de los materiales que precisaban. El paso de camiones cargados con bolsas de cemento, procedentes de las fábricas del interior del país, se convirtió en un motivo de desasosiego y de no pocos incidentes, dado que las cementeras no daban abasto para cubrir la ingente demanda. Algunos encargados de las obras, cual salteadores de caminos, decidieron apostarse en distintos puntos del paso de los camiones parándolos en mitad de la noche, para conseguir que, por una cantidad extra, llevaran el cargamento a su obra. Los camioneros, sin escrúpulo alguno, se dejaban comprar y el cemento iba a un destino diferente del asignado en origen y, para asegurarse de que no lo vendieran a otro postor en algún otro punto del camino, el encargado se montaba en el camión y no bajaba de él hasta llegar a la obra y descargar el material. Julio fue uno de los que tuvo que hacer uso de esta picaresca si no quería detener la obra a su cargo. Y como él, otros en las mismas condiciones. A pesar del miedo que teníamos todas, pues la maniobra no dejaba de ser una ilegalidad en toda regla, nunca sucedió nada. El hecho de que casi todos hicieran lo mismo, no garantizaba el silencio y las habladurías al respecto, pero las consecuencias no pasaron de ahí. Eso sí, el material costaba un sobrecoste que las empresas debían asumir, lo compensaban con el adelanto en la terminación de las distintas fases de la obra y, cuando esto no era posible, cargándolo a “gastos generales” que el Estado no se molestaba en discutir.

También fue la época en la que el matrimonio de Angélica, comenzó a resentirse. Los rumores de la promiscuidad de Julio, estaba en boca de todos y, rompiendo con la norma general, la primera en saberlo fue Angélica. Supongo que como me comentó en una ocasión, refiriéndose al caso “no es la primera vez, así que conozco las señales por mucho que intente ocultarlas” De esta manera, Julio dejó ser el hombre escudado tras la máscara de serio y trabajador, para convertirse en una persona tolerada por los demás en consideración a Angélica, pero con el que nadie quería tener tratos de intimidad. No obstante, su palabrería y poder de convicción eran tales que, se hacía difícil para todos dejarlo de lado. Lo sorprendente era el tipo de mujeres que frecuentaba: chicas de servicio, dependientas de carnicerías, de abastos de mala muerte, prostitutas. Recuerdo que Erika comentó que era como estar leyendo la novela de Joseph Kessel, “Belle de nuit” llevada a la pantalla por Luis Buñuel con Catherine Deneuve de protagonista, pero a la inversa. Me parecía una exageración, luego comprobé que era una afirmación bastante acertada cuando constaté la veracidad de los comentarios con Angélica. No solo me confirmó los rumores, sino que, en efecto, sabía que esas eran sus preferencias. La consecuencia inmediata fue que Angélica cayó en una profunda depresión. Se hizo habitual verla demacrada, triste, seria y lo más extraordinario,  que se negara a hablar del tema con su marido. “¿Crees acaso que voy a intercambiar una sola palabra con él de lo que hace? No lo esperes. Él sabe que lo sé. Y a mí me resulta humillante, desagradable y triste. Ahora bien, si persiste tendré que tomar medidas porque ¿Quién soy yo para interponerme en su camino? ¿El es feliz con esa clase de mujeres? Pues adelante, le dejaré el campo libre para que paste a su gusto. A mí me dan náuseas de solo pensarlo”. La primera medida que tomó fue ponerse en tratamiento con un psiquiatra que hizo que mejorara de salud sensiblemente, y la segunda, adoptar una actitud de frialdad y de distancia con su marido que no trató de ocultar como había hecho en otras ocasiones. Apenas le dirigía la palabra en público y cuando lo hacía era con un deje de mal disimulado desprecio, que en ocasiones lo hacía sonrojar. Este comportamiento, contrastaba con el de Julio que en un momento dado, supongo que empujado por el ambiente creado, hizo tremendos esfuerzos por hacerse perdonar. Abandonó sus correrías, se mostró atento y considerado con ella, jugaba con sus hijos y procuraba pasar el mayor tiempo posible en familia. Aquello me dio esperanzas y pensé que Angélica perdonaría sus veleidades y volvería a ser la de siempre. Al fin y al cabo, un error puede cometerlo cualquiera y no por eso va a ser sacrificado en la hoguera. Pensé que quizá se debiera al trópico, al calor, a la humedad, a la inexistencia de distracciones…, lo que había hecho que actuara de esa manera, sin alma y sin conciencia, como los locos.
Pero Angélica ya no volvió a ser la que era y, a pesar de los titánicos esfuerzos por mostrar una tranquilidad que no sentía, en aras de sus hijos, todos sabíamos que no era más que apariencia. Una tarde, sentadas en la terraza de Lucía Belinda, comprendí cuán grande era su angustia. Sin mediar palabra, rompió a llorar desconsoladamente. Nada podía calmarla, ni las suaves y tranquilizadoras palabras de Lucía Belinda ni las mías. Optamos por esperar a que se calmara por sí sola y cuando por fin pudo articular palabra sin echarse a llorar dijo: “No es la primera vez, ni será la última, y lo peor de todo ¿saben qué es? Que sé que me quiere desesperadamente, pero se siente en inferioridad de condiciones a mi lado y eso, no está en mi mano solucionarlo”.

En pocas palabras, nos informó del por qué de tal afirmación. Julio no era aparejador, tan solo había aprobado un par de asignaturas de primer año. Abandonó la carrera para vivir del cuento durante casi cuatro años. Mientras sus amigos terminaban la carrera, él paseaba y se divertía con mujeres de baja estofa, en prostíbulos de mala muerte o gastando dinero en emborracharse, sin la más mínima responsabilidad para con sus padres que habían hecho el esfuerzo de pagarle la matrícula, una y otra vez, esperanzados en que pronto la acabaría. Los engañó deliberadamente y sin escrúpulos en connivencia con los amigos que cubrían su engaño, mientras ella, ignorante de lo que sucedía a sus espaldas, se aproximaba al final de su carrera.

Angélica se decía a sí misma que si alguien le hubiese dicho algo al respecto hubiese actuado de otra manera, pero si hurgaba en su interior ¿no había visto las señales?, ¿tan tonta y ciega había estado? Si hacía memoria, tenía que reconocer que en más de una ocasión, se sorprendía de la cantidad de tiempo libre que siempre tenía Julio, del desconocimiento sobre lo que había sucedido en su Facultad en un día determinado, y que sus compañeros le contaban delante de ella, como si ese día en particular no hubiese ido a clase. En el poco tiempo que empleaba para estudiar y su disponibilidad, a cualquier hora, para salir y acudir a donde fuese que hubiera una reunión de amigos. En los comentarios de compañeras que lo conocían de años anteriores y que le lanzaban indirectas sobre su comportamiento…No quiso saber la verdad porque lo amaba desesperadamente, eso era lo que había sucedido, y dejó que su encanto y palabrería la convencieran de cualquier cosa que ella deseara oír. Estaba predispuesta a ello. Así que, ahora, no podía echarle la culpa a nadie, la verdad la supo desde el primer momento pero no pudo hacerle frente por temor a perderlo.  Pero eso solo lo sabía ella y nadie más, ni siquiera a Lucía Belinda podía revelarle tamaña estupidez. Y si tenía que seguir siendo sincera, al menos consigo misma, se sentía avergonzada de tener a un hombre así a su lado y, lo que era peor, de seguir amándolo.

Con los pocos datos que teníamos, ya era posible llenar los vacíos del matrimonio de Angélica. Sentí profundamente la situación en la que mi amiga estaba inmersa. No obstante, la postura de seguir al lado de su marido “porque sabía que la necesitaba” era incomprensible y desesperante, visto desde fuera. ¿Cómo era posible que estuviera dispuesta a perder sus expectativas de ser feliz o de hacer algo importante para ella, por ayudar a un hombre que no la merecía? ¿Por los hijos? Era un tremendo error, las desavenencias y discusiones constantes en el matrimonio tendrían una repercusión más traumática en ellos que si los alejaba de ese entorno. ¿Cuál era la causa de tal empecinamiento? Al principio no le encontraba explicación por más que me devanaba los sesos. Claro que la respuesta era tan simple que no la veía: seguía enamorada de él a pesar de todo. Con eso no contaba, pero sí explicaba su actuación. Saberlo tampoco ayudaba, porque bien poco se podía hacer cuando ese sentimiento se interponía.


El tiempo y la dureza de la vida, debían haber hecho comprender a Julio su tremendo error. Carecía de los conocimientos necesarios para acceder a un puesto de trabajo bien remunerado y de titulación alguna que acreditase los pocos que tenía. Por otro lado, tampoco poseía el talento natural que tienen algunas personas, sin estudios ni formación para ser empresario, ya fuera pequeño, mediano o grande. La rutina, el seguimiento del negocio, la paciencia y la disciplina eran aptitudes desconocidas en un hombre como él. Si emprendía algo, necesitaba que el éxito fuera inmediato y que el mundo lo supiera. Por ello, lo primero que hacía era montar unas oficinas enormes con gran cantidad de mesas y personas a los que pagaba con el crédito solicitado en un banco para el comienzo del negocio, y que realizaban trabajos sin rentabilidad ni finalidad alguna. El negocio o la empresa o la idea que se le ocurriera, estaba perfectamente planificada en su cabeza, con una detallada pormenorización de la misma, su desarrollo, su culminación exitosa y los millones que rentaría. Jamás se le había ocurrido pensar en los inconvenientes y en cómo solucionarlos porque “no los había”. Disfrutaba hablando de cómo llevar a cabo el montaje y, Angélica, en los inicios de su matrimonio, había sido su mejor oyente, le había creído y lo había apoyado incondicionalmente. Al cabo de unos años y de fracaso tras fracaso en todo lo que emprendía, Angélica abrió los ojos y admitió su error. Rebobinó sus recuerdos, y comprendió que no cambiaría, si acaso, iría a peor.  ¿Qué hacer? No lo sabía y mientras se debatía en encontrar una solución cuyo impacto fuera lo menos traumático posible para la salud mental de sus hijos y la suya propia, a Julio se le hacía más difícil optar a trabajos bien remunerados y cumplir así con las promesas que le había hecho a Angélica cuando eran novios. Se daba cuenta de lo que estaba sucediendo y sufría pensando en que ella sí que tenía los recursos necesarios para triunfar en la vida. Había terminado su carrera, era inteligente, disciplinada y constante, podía encontrar un trabajo sin dificultades y alcanzar el estatus que quisiera. No lo necesitaba a él para nada, esa era la verdad y por ello vivía con el constante temor de que de un momento a otro lo abandonase, y si eso sucedía, se decía a sí mismo, no podría soportarlo, no podría vivir sin ella. Estaba locamente enamorado, pero le resultaba inalcanzable, porque ella maduraba con el paso del tiempo, mientras él, continuaba soñando como si aquel se hubiese detenido. Y es que si hubiese madurado al mismo ritmo que ella, la imagen que vería de sí mismo sería desoladora. Por todo ello, buscaba consuelo en mujeres que, por su baja condición, se sintieran halagadas de que un hombre como él, que era un fiasco, aunque lo ignoraban, se fijara en ellas. Era una fórmula como otra cualquiera de levantar su ego y de no sentirse un miserable. Y cuanto más comprensiva y tolerante se mostraba Angélica, sin hacerle reproche alguno, peor se sentía. Sin embargo, no creyó que ésta se enterara de sus correrías y menos aún se detuvo a pensar en cómo reaccionaría si llegaba a conocerlas. Ahora que lo sabía, estaba en una posición tan precaria que no encontraba la manera de solucionarlo.


En una de esas intensas conversaciones en las que Lucía Belinda y yo, poníamos todas nuestras vivencias a su disposición, le comenté: “Mira Angélica, mi experiencia y la de muchos antes que la mía, me dice que hay dos maneras de recordar el pasado: una es con indiferencia y la otra, con los mismos sentimientos que cuando sucedieron los hechos, dependiendo del que rememores. Al fin y al cabo, no negarás que el pasado y el futuro son dos conceptos abstractos: el pasado porque ya no existe y el futuro porque no sabemos lo que nos deparará, ni tampoco cuánto futuro viviremos. Lo único concreto que tenemos es el presente, el hoy y el ahora inmediato. Puedo demostrártelo con el recuerdo que tengo de una amiga de mi madre, una mujer de cincuenta y pocos años cuya mayor distracción, yo diría que apasionamiento, era jugar a las cartas. Todas las tardes se reunía en el club náutico con sus amigas para las partidas que se organizaban, ignorando las recriminaciones de sus dos hijas, a las que les molestaba que gastara su dinero en lo que consideraban un vicio y una pérdida de tiempo. Cuando éstas se ponían pesadas con el tema, zanjaba la discusión con frases como “Es mi dinero, es lo que me gusta y con lo que me distraigo y me divierto. Yo no me meto en vuestras cosas, así que déjenme en paz.” Para ir a esas partidas, se arreglaba con esmero, se maquillaba y procuraba estar siempre presentable, “por lo que pudiera suceder”. Se refería a conocer a algún hombre interesante, muy conveniente si teníamos en cuenta su prematura viudedad. En resumidas cuentas, una mujer sana, alegre y feliz consigo misma. Una tarde, en una de esas partidas, cuando le tocó enseñar las cartas, al mismo tiempo que las depositaba en la mesa, cayó hacia adelante y quedó inmóvil. Había terminado su vida. Un fulminante infarto no le dejó decir tan siquiera “me siento mal”. Así que, cuando hablamos de presente, te hablo de un presente de segundos, porque el siguiente es futuro y puede que no lleguemos a conocerlo” "Sé qué quieres decir aunque haría una matización, me contestó Angélica; la actuación de las personas en el hoy está muy ligada a las vivencias del ayer", dijo convencida. "Es cierto", le contesté, "pero también tenemos las armas de la madurez y de las consecuencias de aquellos actos que vivimos que impiden que caigamos en el mismo error". Sabía mejor que nadie de lo que hablaba y lo compartía, aún así, no se decidía a tomar una decisión al respecto. Lo único que dijo fue: “Tus recomendaciones las tendré siempre muy presentes como testigos de mi estupidez, eso sí que lo sé con seguridad.” La miré como quien mira un huevo de dinosaurio descubierto en un yacimiento arqueológico. “Y sabiéndolo, ¿estás dispuesta a continuar? Me miró y un rictus de tristeza afloró en sus ojos. Esa noche llovió como nunca antes había visto hacerlo.

Durante aquello sucesos y conversaciones, me convencí de que la mayoría de los seres humanos saben qué deben hacer y cual es la mejor forma de afrontar los acontecimientos cuando se les presentan, si solo dependiera de ellos, pero, normalmente, lo que suelen hacer es un prorrateo bastante arriesgado en un intento desesperado para no perjudicar a los seres queridos, pensando siempre, en qué es lo mejor para todos. Ese término medio, a menudo se convierte en un término completo a favor de los otros; hay que salvaguardar el bienestar general a toda costa aunque la consecuencia, sea en detrimento del propio. Pasados los años y cuando ya no se tiene responsabilidad alguna para con nadie, surgen las lamentaciones de por qué actué de tal o cual forma. Esas preguntas no tienen contestación, no sirven de gran cosa, salvo la de entender las causas de una determinada actuación. La realidad es que el pasado no merece lamento alguno ya que no es posible cambiarlo y. la única solución que queda es disculparse a uno mismo, perdonar el proceder de aquel momento y, en todo caso, achacar a la juventud y a la inexperiencia las decisiones tomadas. Es un pobre consuelo, una redención pero debería ser suficiente porque no se puede volver atrás y corregir los errores.

¿Cómo recuerdo yo aquella época? Con una mezcla de sentimientos, al fin y al cabo, fui una mera espectadora que se dejó llevar, que aceptó a las personas involucradas tal y como eran, sin cuestionar el por qué de cada palabra que dijeran, ni juzgar la actuación o decisiones que tomaran. No tuve vivencias pasionales, no va con mi carácter ni es mi misión. En cambio, Lucía Belinda y Angélica, protagonistas de los hechos acaecidos, actuaron como seres humanos, con las pasiones desatadas y, llevadas a su punto máximo. En el caso de la primera, lo hizo de forma drástica; el dolor inesperado causado por la reacción de Emilio no le dejó más alternativa. Sufrió muchísimo, pero se curó antes. Angélica, en cambio, reaccionó de manera muy distinta. Sabía lo que debía hacer, lo que era mejor para ella, pero renunció por la paz de su hogar. Había decidido aguantar “hasta que la cuerda se acabase”, comentó en una ocasión. “¿Cuántos metros tiene la cuerda?”, le pregunté de mal humor. “No lo sé, pero esconderé mi orgullo y tendré la paciencia necesaria para esperar a que llegue ese día”.

El término medio convertido en término completo, pensé. Angélica se ajustaba a ese patrón ignorando que no hay nada peor para un ser humano que esconder las emociones, ahogarlas en el interior. La intención de evitar el sufrimiento de los demás, no resulta fácil, ni es garantía de éxito; la propia renuncia es un impedimento. Traté de que lo entendiera pero fue inútil.
Estaba convencida de que, si no cambiaba de parecer, iba a perder sus mejores años, porque a una persona como Julio, ególatra y narcisista, no se le podía dar ni segundas ni terceras oportunidades. No lo merecía y, lo más triste era que, jamás cambiaría; en todo caso empeoraría. ¿Lo sabía Angélica? Estoy segura de que sí, otra cosa era que le pusiera remedio.

Era jueves y ya se sentían los síntomas del fin de semana. Lucía Belinda se marchaba a la capital al día siguiente para visitar a su familia, acercarse al centro de adopción y hacer compras. Las demás, no teníamos otro plan que el de mirar el calendario y tachar los días que iban sucediéndose con lentitud exasperante.

El viernes por la tarde, Emilio y Julio se encontraron en el vestíbulo del edificio. Sus voces y carcajadas podían oírse con claridad hasta los tres primeros pisos. Regresaban del trabajo y como no había que madrugar al día siguiente, no había prisa por llegar a casa. Luego se hizo el silencio y el ascensor comenzó a subir.

La mañana del sábado decidí quedarme en el apartamento. Estaba harta y cansada de hacer lo mismo, de ver a las mismas personas, de hablar sobre las mismas cosas. Por una vez, me dispuse a cambiar la rutina diaria. La rebelión me dio ánimos. Me preparé una limonada y me senté en la terraza con la firme intención de leer hasta la hora del almuerzo. Pasé un buen rato concentrada siguiendo la trama del libro; el silencio me ayudaba, era demasiado temprano para que alguien lo enturbiara. Conforme corrían los minutos, el calor aumentaba, los rayos del sol se colaban en la terraza como posesos, mi rebelión se debilitaba y, al poco, rendida ante el implacable calor, tuve que abandonarla. No corría ni pizca de aire. Solté el libro con rencor y cogí el abanico. Ya no era capaz de seguir las líneas ni de comprender lo que leía. El sudor me enturbiaba la vista y el cerebro se negaba a procesar la información. Abajo comenzaron a oírse las voces de los que iban llegando al césped y, al cabo de media hora, el recinto estaba a rebosar. Decidí que era una tontería querer cambiar lo que no se podía; leer hasta el mediodía saboreando una limonada era una utopía, un recuerdo malsano, una más de las estupideces que comete una europea en una tierra que no tiene parecido alguno con la suya. Estaba en el trópico y tenía que acatar sus leyes. Me asomé a la terraza y comprobé que el grupo ya estaba en el lugar de siempre y en animada charla, menos Angélica. “No tardará en bajar”, me dije. Los sábados solía retrasarse preparando y planificando el fin de semana con la chica de servicio Al cabo de media hora, más o menos, oí como bajaba el ascensor y las voces inconfundibles de sus hijos en el interior. Agarré mi bolsa, salí al rellano y pulse el timbre de parada. Bajamos juntas hasta la piscina. Me fijé en que Angélica estaba muy delgada y un tanto demacrada. Una sombra alrededor de los ojos denotaba cansancio en su mirada, pero también emanaban algo distinto: ¿desencanto, desilusión, angustia, aburrimiento? No obstante, no hice preguntas incómodas, podía hacerme una idea bastante exacta del porqué de su estado. Habíamos hablado mucho al respecto.

Allí estaba todo el grupo, el mismo de siempre. “Si a alguna le sale una peca nueva, no me daría cuenta. Los cambios no se notan cuando frecuentas a diario a la misma persona, a no ser que le salga un enorme grano de pus en la punta de la nariz”, pensé con ironía. El razonamiento me hizo buscar con la mirada a Nuria; la piel de su cara mostraba los cráteres del continuo acné que sufría, pero no había ningún grano sobresaliente. Una vez sentada y bien protegida del sol dejé vagar la vista por el recinto. Había mucha gente desconocida, la mayoría de otras zonas del país y, unos pocos extranjeros, europeos la mayoría y algún norteamericano, todos recién llegados. No era de extrañar. La crisis del petróleo había hundido a Europa y las grandes empresas se afanaban por mantenerse a flote apoyándose en el trabajo del exterior y, ¿dónde mejor que en los países productores de carburantes, los causantes de la debacle de la economía por el aumento del precio del petróleo? Qué ironía. Allí estábamos todos, trabajando para aquellos que habían ocasionado la ruina de Occidente. ¿Cuánto duraría la crisis? Nadie se atrevía a hacer suposiciones al respecto; al fin y al cabo no éramos expertos en análisis financieros, ni en economía. Me dije que, por una vez, Oriente había puesto de rodillas a Occidente y a éste no le quedaba otra salida que jugar con el bagaje de sus siglos de civilización y con la experiencia en desastres, si quería salir airoso de aquella guerra. No me cabían dudas de que superaríamos aquel bache pero ¿cuál sería el coste y cuánto tardaríamos? La colombiana no estaba. No me extrañó, la mayoría de los fines de semana se ausentaba del complejo para ir en “busca de aventuras” con toda la familia. Del resto no faltaba nadie, algo lógico si tenemos en cuenta que.las casas se convertían en hornos de pan hasta bien entrada la noche y a partir de esa hora en saunas finlandesas. Si eras capaz de superar eso, estabas preparada para casi todo. ¿Qué mejor que comenzar el día que en el agua de una piscina?

Los maridos iban bajando por turnos, y conforme se acercaban se reunían a la sombra de los árboles que rodeaban el césped. Cerveza en mano, arreglaban el mundo en minutos con charlas apasionadas. La prudencia de las mujeres contrastaba con la audacia que desplegaban ellos al analizar la economía mundial. Emitían juicios como verdades absolutas, con la misma seguridad con la que lo haría el oráculo de Delfos. No obstante, los más inteligentes se mostraban cautelosos y, sus opiniones eran más interesantes porque se basaban en una simple línea de razonamiento en busca de las causas y motivos que habían llevado a los países productores a tomar la decisión que estaba causando el desequilibrio estructural de los países consumidores. No pretendían presumir de sabiduría acerca de un tema que desconocían, eran técnicos no economistas financieros. Su preocupación se debía precisamente a eso, a la ignorancia de cómo se resolvería la crisis y de cuánto tiempo duraría. Julio y Emilio pertenecían al grupo de los gurús y sus sentencias sobre lo que estaba ocurriendo hubiera enfurecido al más eminente juez del tribunal de la Haya, pero ese juez no los conocía como nosotras que nos limitábamos, como medida de defensa espiritual, a desconectar en cuanto comenzaban con los “desvaríos mentales”. Al rato de estar hablando de lo mismo, sudorosos y, cansados de oírse a sí mismos, todos se lanzaban a la piscina. Sin embargo, el agua parecía estimularles neuronas que habían permanecido dormidas en sus cerebros, portadoras de ideas nuevas, con lo que, apoyados en el borde de hormigón y con el agua por la cintura, volvían a la misma conversación con entusiasmo renovado. Una vez dieron por agotado el tema, salieron del agua y, cada cual, se sentó al lado de su respectiva mujer, menos Emilio que estaba solo. Sin pensárselo, extendió la toalla al lado de Angélica y se sentó. Al momento comenzó a contarle chistes y a bromear, en un intento de hacerla cómplice de sus “tonterías”, como solía decir Angélica. “Si supiera lo cargante que es, no trataría de hacerse el simpático ni de ser tan majadero”. El juicio de Angélica sobre Emilio había cambiado con el tiempo; ya no le caía ni tan simpático ni tan agradable como cuando lo conoció y se mostraba más rígida y menos dispuesta a reír sus ocurrencias.  Sus confidencias con Lucía Belinda le estaban mostrando un retrato de él que no le hacía ni pizca de gracia. Así que ambas, por motivos diferentes, mantenían un matrimonio con un equilibrio precario.

Momentos después y, en vista del poco éxito alcanzado con su compañera de césped, Emilio volvió a zambullirse en el agua y, cuando asomó la cabeza, se dirigió al borde, apoyó los brazos en el cemento y nos preguntó, sin preámbulos, si nos apetecería hacer una excursión por el río, al día siguiente. Por su sonrisa supe que la respuesta recibida era la que esperaba: entusiasmo general. Angélica y yo nos extrañamos un poco con la sugerencia porque Lucía Belinda no estaba; sin embargo, nos dejamos llevar y aceptamos.

Con su habitual desparpajo, secundado por Julio, que siempre tenía soluciones para todo, pasamos un buen rato charlando sobre la excursión, sobre la cantidad de personas que iríamos y en el tamaño de lancha que necesitaríamos. Como eran de una empresa que se dedicaba al alquiler de las mismas, había de distintos tamaños y como el dueño era un íntimo amigo suyo, no nos cobraría nada. Solo tendríamos que poner la gasolina y la comida. Hasta la hora del almuerzo, pasearíamos río arriba, luego atracaríamos en algún islote donde acamparíamos para comer, bañarnos y, los más atrevidos, practicar esquí acuático, que iba incorporado en la lancha. Regresaríamos a partir de las cinco de la tarde. Como he dicho en tantas ocasiones, cualquier sugerencia que sirviera para esquivar el aburrimiento era bienvenida y la propuesta ni siquiera se discutió; todos aceptamos. Saldríamos al día siguiente a las nueve de la mañana. ¡Una excursión por el río! Cuanto más lo pensaba, más me gustaba la idea. ¡Una aventura de verdad y no a través de un libro! ¿Quién iba a rechazarla? Nadie, claro estaba.