Capítulo 6.-
El
nuevo año había comenzado sin variaciones significativas en nuestras vidas pero
sí en todas las obras de la zona, incluyendo las más alejadas, las que estaban
en plena selva, las de las inmediaciones de la enorme presa que abastecía de
electricidad a más de un país. Se habían superado las fases preliminares de las
mismas y el trabajo de los hombres se intensificaba. Sin embargo, el ritmo
impuesto a los trabajadores no iba acorde con la frecuencia del suministro de los
materiales que precisaban. El paso de camiones cargados con bolsas de cemento,
procedentes de las fábricas del interior del país, se convirtió en un motivo de
desasosiego y de no pocos incidentes, dado que las cementeras no daban abasto
para cubrir la ingente demanda. Algunos encargados de las obras, cual
salteadores de caminos, decidieron apostarse en distintos puntos del paso de
los camiones parándolos en mitad de la noche, para conseguir que, por una
cantidad extra, llevaran el cargamento a su obra. Los camioneros, sin escrúpulo
alguno, se dejaban comprar y el cemento iba a un destino diferente del asignado
en origen y, para asegurarse de que no lo vendieran a otro postor en algún otro
punto del camino, el encargado se montaba en el camión y no bajaba de él hasta
llegar a la obra y descargar el material. Julio fue uno de los que tuvo que
hacer uso de esta picaresca si no quería detener la obra a su cargo. Y como él,
otros en las mismas condiciones. A pesar del miedo que teníamos todas, pues la
maniobra no dejaba de ser una ilegalidad en toda regla, nunca sucedió nada. El
hecho de que casi todos hicieran lo mismo, no garantizaba el silencio y las
habladurías al respecto, pero las consecuencias no pasaron de ahí. Eso sí, el
material costaba un sobrecoste que las empresas debían asumir, lo compensaban
con el adelanto en la terminación de las distintas fases de la obra y, cuando
esto no era posible, cargándolo a “gastos generales” que el Estado no se
molestaba en discutir.
También
fue la época en la que el matrimonio de Angélica, comenzó a resentirse. Los
rumores de la promiscuidad de Julio, estaba en boca de todos y, rompiendo con
la norma general, la primera en saberlo fue Angélica. Supongo que como me
comentó en una ocasión, refiriéndose al caso “no es la primera vez, así que
conozco las señales por mucho que intente ocultarlas” De esta manera, Julio
dejó ser el hombre escudado tras la máscara de serio y trabajador, para convertirse
en una persona tolerada por los demás en consideración a Angélica, pero con el
que nadie quería tener tratos de intimidad. No obstante, su palabrería y poder
de convicción eran tales que, se hacía difícil para todos dejarlo de lado. Lo
sorprendente era el tipo de mujeres que frecuentaba: chicas de servicio,
dependientas de carnicerías, de abastos de mala muerte, prostitutas. Recuerdo
que Erika comentó que era como estar leyendo la novela de Joseph Kessel, “Belle
de nuit” llevada a la pantalla por Luis Buñuel con Catherine Deneuve de
protagonista, pero a la inversa. Me parecía una exageración, luego comprobé que
era una afirmación bastante acertada cuando constaté la veracidad de los
comentarios con Angélica. No solo me confirmó los rumores, sino que, en efecto,
sabía que esas eran sus preferencias. La consecuencia inmediata fue que Angélica
cayó en una profunda depresión. Se hizo habitual verla demacrada, triste, seria
y lo más extraordinario, que se negara a hablar del tema con su marido.
“¿Crees acaso que voy a intercambiar una sola palabra con él de lo que hace? No
lo esperes. Él sabe que lo sé. Y a mí me resulta humillante, desagradable y
triste. Ahora bien, si persiste tendré que tomar medidas porque ¿Quién soy yo
para interponerme en su camino? ¿El es feliz con esa clase de mujeres? Pues
adelante, le dejaré el campo libre para que paste a su gusto. A mí me dan
náuseas de solo pensarlo”. La primera medida que tomó fue ponerse en
tratamiento con un psiquiatra que hizo que mejorara de salud sensiblemente, y
la segunda, adoptar una actitud de frialdad y de distancia con su marido que no
trató de ocultar como había hecho en otras ocasiones. Apenas le dirigía la
palabra en público y cuando lo hacía era con un deje de mal disimulado
desprecio, que en ocasiones lo hacía sonrojar. Este comportamiento, contrastaba
con el de Julio que en un momento dado, supongo que empujado por el ambiente
creado, hizo tremendos esfuerzos por hacerse perdonar. Abandonó sus correrías, se
mostró atento y considerado con ella, jugaba con sus hijos y procuraba pasar el
mayor tiempo posible en familia. Aquello me dio esperanzas y pensé que Angélica
perdonaría sus veleidades y volvería a ser la de siempre. Al fin y al cabo, un
error puede cometerlo cualquiera y no por eso va a ser sacrificado en la hoguera.
Pensé que quizá se debiera al trópico, al calor, a la humedad, a la
inexistencia de distracciones…, lo que había hecho que actuara de esa manera,
sin alma y sin conciencia, como los locos.
Pero
Angélica ya no volvió a ser la que era y, a pesar de los titánicos esfuerzos
por mostrar una tranquilidad que no sentía, en aras de sus hijos, todos
sabíamos que no era más que apariencia. Una tarde, sentadas en la terraza de
Lucía Belinda, comprendí cuán grande era su angustia. Sin mediar palabra,
rompió a llorar desconsoladamente. Nada podía calmarla, ni las suaves y
tranquilizadoras palabras de Lucía Belinda ni las mías. Optamos por esperar a
que se calmara por sí sola y cuando por fin pudo articular palabra sin echarse
a llorar dijo: “No es la primera vez, ni será la última, y lo peor de todo
¿saben qué es? Que sé que me quiere desesperadamente, pero se siente en
inferioridad de condiciones a mi lado y eso, no está en mi mano solucionarlo”.
En
pocas palabras, nos informó del por qué de tal afirmación. Julio no era
aparejador, tan solo había aprobado un par de asignaturas de primer año.
Abandonó la carrera para vivir del cuento durante casi cuatro años. Mientras
sus amigos terminaban la carrera, él paseaba y se divertía con mujeres de baja
estofa, en prostíbulos de mala muerte o gastando dinero en emborracharse, sin
la más mínima responsabilidad para con sus padres que habían hecho el esfuerzo
de pagarle la matrícula, una y otra vez, esperanzados en que pronto la acabaría.
Los engañó deliberadamente y sin escrúpulos en connivencia con los amigos que
cubrían su engaño, mientras ella, ignorante de lo que sucedía a sus espaldas, se
aproximaba al final de su carrera.
Angélica
se decía a sí misma que si alguien le hubiese dicho algo al respecto hubiese
actuado de otra manera, pero si hurgaba en su interior ¿no había visto las
señales?, ¿tan tonta y ciega había estado? Si hacía memoria, tenía que
reconocer que en más de una ocasión, se sorprendía de la cantidad de tiempo
libre que siempre tenía Julio, del desconocimiento sobre lo que había sucedido
en su Facultad en un día determinado, y que sus compañeros le contaban delante
de ella, como si ese día en particular no hubiese ido a clase. En el poco
tiempo que empleaba para estudiar y su disponibilidad, a cualquier hora, para
salir y acudir a donde fuese que hubiera una reunión de amigos. En los
comentarios de compañeras que lo conocían de años anteriores y que le lanzaban
indirectas sobre su comportamiento…No quiso saber la verdad porque lo amaba
desesperadamente, eso era lo que había sucedido, y dejó que su encanto y
palabrería la convencieran de cualquier cosa que ella deseara oír. Estaba
predispuesta a ello. Así que, ahora, no podía echarle la culpa a nadie, la
verdad la supo desde el primer momento pero no pudo hacerle frente por temor a
perderlo. Pero eso solo lo sabía ella y
nadie más, ni siquiera a Lucía Belinda podía revelarle tamaña estupidez. Y si
tenía que seguir siendo sincera, al menos consigo misma, se sentía avergonzada
de tener a un hombre así a su lado y, lo que era peor, de seguir amándolo.
Con
los pocos datos que teníamos, ya era posible llenar los vacíos del matrimonio
de Angélica. Sentí profundamente la situación en la que mi amiga estaba
inmersa. No obstante, la postura de seguir al lado de su marido “porque sabía
que la necesitaba” era incomprensible y desesperante, visto desde fuera. ¿Cómo
era posible que estuviera dispuesta a perder sus expectativas de ser feliz o de
hacer algo importante para ella, por ayudar a un hombre que no la merecía? ¿Por
los hijos? Era un tremendo error, las desavenencias y discusiones constantes en el matrimonio tendrían una repercusión más traumática en ellos que si los alejaba de ese
entorno. ¿Cuál era la causa de tal empecinamiento? Al principio no le
encontraba explicación por más que me devanaba los sesos. Claro que la
respuesta era tan simple que no la veía: seguía enamorada de él a pesar de
todo. Con eso no contaba, pero sí explicaba su actuación. Saberlo tampoco
ayudaba, porque bien poco se podía hacer cuando ese sentimiento se interponía.
El
tiempo y la dureza de la vida, debían haber hecho comprender a Julio su tremendo
error. Carecía de los conocimientos necesarios para acceder a un puesto de
trabajo bien remunerado y de titulación alguna que acreditase los pocos que
tenía. Por otro lado, tampoco poseía el talento natural que tienen algunas
personas, sin estudios ni formación para ser empresario, ya fuera pequeño,
mediano o grande. La rutina, el seguimiento del negocio, la paciencia y la
disciplina eran aptitudes desconocidas en un hombre como él. Si emprendía algo,
necesitaba que el éxito fuera inmediato y que el mundo lo supiera. Por ello, lo
primero que hacía era montar unas oficinas enormes con gran cantidad de mesas y
personas a los que pagaba con el crédito solicitado en un banco para el
comienzo del negocio, y que realizaban trabajos sin rentabilidad ni finalidad alguna.
El negocio o la empresa o la idea que se le ocurriera, estaba perfectamente
planificada en su cabeza, con una detallada pormenorización de la misma, su
desarrollo, su culminación exitosa y los millones que rentaría. Jamás se le había
ocurrido pensar en los inconvenientes y en cómo solucionarlos porque “no los
había”. Disfrutaba hablando de cómo llevar a cabo el montaje y, Angélica, en
los inicios de su matrimonio, había sido su mejor oyente, le había creído y lo
había apoyado incondicionalmente. Al cabo de unos años y de fracaso tras
fracaso en todo lo que emprendía, Angélica abrió los ojos y admitió su error.
Rebobinó sus recuerdos, y comprendió que no cambiaría, si acaso, iría a
peor. ¿Qué hacer? No lo sabía y mientras
se debatía en encontrar una solución cuyo impacto fuera lo menos traumático
posible para la salud mental de sus hijos y la suya propia, a Julio se le hacía
más difícil optar a trabajos bien remunerados y cumplir así con las promesas
que le había hecho a Angélica cuando eran novios. Se daba cuenta de lo que
estaba sucediendo y sufría pensando en que ella sí que tenía los recursos
necesarios para triunfar en la vida. Había terminado su carrera, era inteligente,
disciplinada y constante, podía encontrar un trabajo sin dificultades y
alcanzar el estatus que quisiera. No lo necesitaba a él para nada, esa era la
verdad y por ello vivía con el constante temor de que de un momento a otro lo
abandonase, y si eso sucedía, se decía a sí mismo, no podría soportarlo, no podría
vivir sin ella. Estaba locamente enamorado, pero le resultaba inalcanzable, porque ella maduraba con el paso del tiempo, mientras él, continuaba soñando como
si aquel se hubiese detenido. Y es que si hubiese madurado al mismo ritmo que
ella, la imagen que vería de sí mismo sería desoladora. Por todo ello, buscaba
consuelo en mujeres que, por su baja condición, se sintieran halagadas de que
un hombre como él, que era un fiasco, aunque lo ignoraban, se fijara en
ellas. Era una fórmula como otra cualquiera de levantar su ego y de no sentirse
un miserable. Y cuanto más comprensiva y tolerante se mostraba Angélica, sin
hacerle reproche alguno, peor se sentía. Sin embargo, no creyó que ésta se
enterara de sus correrías y menos aún se detuvo a pensar en cómo reaccionaría si
llegaba a conocerlas. Ahora que lo sabía, estaba en una posición tan precaria
que no encontraba la manera de solucionarlo.
En
una de esas intensas conversaciones en las que Lucía Belinda y yo, poníamos
todas nuestras vivencias a su disposición, le comenté: “Mira Angélica, mi experiencia y la de muchos antes que la mía, me dice que hay dos maneras de recordar el pasado: una es con
indiferencia y la otra, con los mismos sentimientos que cuando sucedieron los hechos,
dependiendo del que rememores. Al fin y al cabo, no negarás que el pasado y el
futuro son dos conceptos abstractos: el pasado porque ya no existe y el futuro porque
no sabemos lo que nos deparará, ni tampoco cuánto futuro viviremos. Lo único
concreto que tenemos es el presente, el hoy y el ahora inmediato. Puedo
demostrártelo con el recuerdo que tengo de una amiga de mi madre, una mujer de
cincuenta y pocos años cuya mayor distracción, yo diría que apasionamiento, era
jugar a las cartas. Todas las tardes se reunía en el club náutico con sus
amigas para las partidas que se organizaban, ignorando las recriminaciones de
sus dos hijas, a las que les molestaba que gastara su dinero en lo que
consideraban un vicio y una pérdida de tiempo. Cuando éstas se ponían pesadas
con el tema, zanjaba la discusión con frases como “Es mi dinero, es lo que me
gusta y con lo que me distraigo y me divierto. Yo no me meto en vuestras cosas,
así que déjenme en paz.” Para ir a esas partidas, se arreglaba con esmero, se
maquillaba y procuraba estar siempre presentable, “por lo que pudiera suceder”.
Se refería a conocer a algún hombre interesante, muy conveniente si teníamos en
cuenta su prematura viudedad. En resumidas cuentas, una mujer sana, alegre y feliz
consigo misma. Una tarde, en una de esas partidas, cuando le tocó enseñar las
cartas, al mismo tiempo que las depositaba en la mesa, cayó hacia adelante y
quedó inmóvil. Había terminado su vida. Un fulminante infarto no le dejó decir
tan siquiera “me siento mal”. Así que, cuando hablamos de presente, te hablo de
un presente de segundos, porque el siguiente es futuro y puede que no lleguemos
a conocerlo” "Sé qué quieres decir aunque haría una matización, me contestó Angélica; la actuación de las personas en el hoy está muy ligada a las vivencias del ayer", dijo convencida. "Es cierto", le contesté, "pero también tenemos las armas de la madurez y de las consecuencias de aquellos actos que vivimos que impiden que caigamos en el mismo error". Sabía mejor que nadie de lo que hablaba y lo compartía, aún así, no se
decidía a tomar una decisión al respecto. Lo único que dijo fue: “Tus
recomendaciones las tendré siempre muy presentes como testigos de mi estupidez,
eso sí que lo sé con seguridad.” La miré como quien mira un huevo de dinosaurio
descubierto en un yacimiento arqueológico. “Y sabiéndolo, ¿estás dispuesta a
continuar? Me miró y un rictus de tristeza afloró en sus ojos. Esa noche llovió
como nunca antes había visto hacerlo.
Durante
aquello sucesos y conversaciones, me convencí de que la mayoría de los seres
humanos saben qué deben hacer y cual es la mejor forma de afrontar los acontecimientos
cuando se les presentan, si solo dependiera de ellos, pero, normalmente, lo que
suelen hacer es un prorrateo bastante arriesgado en un intento desesperado para
no perjudicar a los seres queridos, pensando siempre, en qué es lo mejor para todos.
Ese término medio, a menudo se convierte en un término completo a favor de los
otros; hay que salvaguardar el bienestar general a toda costa aunque la consecuencia,
sea en detrimento del propio. Pasados los años y cuando ya no se tiene responsabilidad
alguna para con nadie, surgen las lamentaciones de por qué actué de tal o cual
forma. Esas preguntas no tienen contestación, no sirven de gran cosa, salvo la
de entender las causas de una determinada actuación. La realidad es que el
pasado no merece lamento alguno ya que no es posible cambiarlo y. la única
solución que queda es disculparse a uno mismo, perdonar el proceder de aquel
momento y, en todo caso, achacar a la juventud y a la inexperiencia las
decisiones tomadas. Es un pobre consuelo, una redención pero debería ser
suficiente porque no se puede volver atrás y corregir los errores.
¿Cómo
recuerdo yo aquella época? Con una mezcla de sentimientos, al fin y al cabo,
fui una mera espectadora que se dejó llevar, que aceptó a las personas involucradas
tal y como eran, sin cuestionar el por qué de cada palabra que dijeran, ni
juzgar la actuación o decisiones que tomaran. No tuve vivencias pasionales, no
va con mi carácter ni es mi misión. En cambio, Lucía Belinda y Angélica, protagonistas
de los hechos acaecidos, actuaron como seres humanos, con las pasiones desatadas
y, llevadas a su punto máximo. En el caso de la primera, lo hizo de forma drástica;
el dolor inesperado causado por la reacción de Emilio no le dejó más
alternativa. Sufrió muchísimo, pero se curó antes. Angélica, en cambio, reaccionó
de manera muy distinta. Sabía lo que debía hacer, lo que era mejor para ella,
pero renunció por la paz de su hogar. Había decidido aguantar “hasta que la
cuerda se acabase”, comentó en una ocasión. “¿Cuántos metros tiene la cuerda?”,
le pregunté de mal humor. “No lo sé, pero esconderé mi orgullo y tendré la
paciencia necesaria para esperar a que llegue ese día”.
El
término medio convertido en término completo, pensé. Angélica se ajustaba a ese
patrón ignorando que no hay nada peor para un ser humano que esconder las
emociones, ahogarlas en el interior. La intención de evitar el sufrimiento de
los demás, no resulta fácil, ni es garantía de éxito; la propia renuncia es un
impedimento. Traté de que lo entendiera pero fue inútil.
Estaba
convencida de que, si no cambiaba de parecer, iba a perder sus mejores años, porque
a una persona como Julio, ególatra y narcisista, no se le podía dar ni segundas
ni terceras oportunidades. No lo merecía y, lo más triste era que, jamás
cambiaría; en todo caso empeoraría. ¿Lo sabía Angélica? Estoy segura de que sí,
otra cosa era que le pusiera remedio.
Era
jueves y ya se sentían los síntomas del fin de semana. Lucía Belinda se
marchaba a la capital al día siguiente para visitar a su familia, acercarse al
centro de adopción y hacer compras. Las demás, no teníamos otro plan que el de
mirar el calendario y tachar los días que iban sucediéndose con lentitud
exasperante.
El
viernes por la tarde, Emilio y Julio se encontraron en el vestíbulo del
edificio. Sus voces y carcajadas podían oírse con claridad hasta los tres
primeros pisos. Regresaban del trabajo y como no había que madrugar al día
siguiente, no había prisa por llegar a casa. Luego se hizo el silencio y el
ascensor comenzó a subir.
La
mañana del sábado decidí quedarme en el apartamento. Estaba harta y cansada de
hacer lo mismo, de ver a las mismas personas, de hablar sobre las mismas cosas.
Por una vez, me dispuse a cambiar la rutina diaria. La rebelión me dio ánimos.
Me preparé una limonada y me senté en la terraza con la firme intención de leer
hasta la hora del almuerzo. Pasé un buen rato concentrada siguiendo la trama
del libro; el silencio me ayudaba, era demasiado temprano para que alguien lo
enturbiara. Conforme corrían los minutos, el calor aumentaba, los rayos del sol
se colaban en la terraza como posesos, mi rebelión se debilitaba y, al poco, rendida
ante el implacable calor, tuve que abandonarla. No corría ni pizca de aire. Solté
el libro con rencor y cogí el abanico. Ya no era capaz de seguir las líneas ni
de comprender lo que leía. El sudor me enturbiaba la vista y el cerebro se
negaba a procesar la información. Abajo comenzaron a oírse las voces de los que
iban llegando al césped y, al cabo de media hora, el recinto estaba a rebosar.
Decidí que era una tontería querer cambiar lo que no se podía; leer hasta el
mediodía saboreando una limonada era una utopía, un recuerdo malsano, una más
de las estupideces que comete una europea en una tierra que no tiene parecido alguno
con la suya. Estaba en el trópico y tenía que acatar sus leyes. Me asomé a la
terraza y comprobé que el grupo ya estaba en el lugar de siempre y en animada
charla, menos Angélica. “No tardará en bajar”, me dije. Los sábados solía
retrasarse preparando y planificando el fin de semana con la chica de servicio Al
cabo de media hora, más o menos, oí como bajaba el ascensor y las voces inconfundibles
de sus hijos en el interior. Agarré mi bolsa, salí al rellano y pulse el timbre
de parada. Bajamos juntas hasta la piscina. Me fijé en que Angélica estaba muy
delgada y un tanto demacrada. Una sombra alrededor de los ojos denotaba
cansancio en su mirada, pero también emanaban algo distinto: ¿desencanto,
desilusión, angustia, aburrimiento? No obstante, no hice preguntas incómodas,
podía hacerme una idea bastante exacta del porqué de su estado. Habíamos
hablado mucho al respecto.
Allí
estaba todo el grupo, el mismo de siempre. “Si a alguna le sale una peca nueva,
no me daría cuenta. Los cambios no se notan cuando frecuentas a diario a la
misma persona, a no ser que le salga un enorme grano de pus en la punta de la
nariz”, pensé con ironía. El razonamiento me hizo buscar con la mirada a Nuria;
la piel de su cara mostraba los cráteres del continuo acné que sufría, pero no
había ningún grano sobresaliente. Una vez sentada y bien protegida del sol dejé
vagar la vista por el recinto. Había mucha gente desconocida, la mayoría de
otras zonas del país y, unos pocos extranjeros, europeos la mayoría y algún
norteamericano, todos recién llegados. No era de extrañar. La crisis del
petróleo había hundido a Europa y las grandes empresas se afanaban por
mantenerse a flote apoyándose en el trabajo del exterior y, ¿dónde mejor que en
los países productores de carburantes, los causantes de la debacle de la
economía por el aumento del precio del petróleo? Qué ironía. Allí estábamos
todos, trabajando para aquellos que habían ocasionado la ruina de Occidente.
¿Cuánto duraría la crisis? Nadie se atrevía a hacer suposiciones al respecto;
al fin y al cabo no éramos expertos en análisis financieros, ni en economía. Me
dije que, por una vez, Oriente había puesto de rodillas a Occidente y a éste no
le quedaba otra salida que jugar con el bagaje de sus siglos de civilización y
con la experiencia en desastres, si quería salir airoso de aquella guerra. No
me cabían dudas de que superaríamos aquel bache pero ¿cuál sería el coste y
cuánto tardaríamos? La colombiana no estaba. No me extrañó, la mayoría de los
fines de semana se ausentaba del complejo para ir en “busca de aventuras” con
toda la familia. Del resto no faltaba nadie, algo lógico si tenemos en cuenta
que.las casas se convertían en hornos de pan hasta bien entrada la noche y a
partir de esa hora en saunas finlandesas. Si eras capaz de superar eso, estabas
preparada para casi todo. ¿Qué mejor que comenzar el día que en el agua de una
piscina?
Los
maridos iban bajando por turnos, y conforme se acercaban se reunían a la sombra
de los árboles que rodeaban el césped. Cerveza en mano, arreglaban el mundo en
minutos con charlas apasionadas. La prudencia de las mujeres contrastaba con la
audacia que desplegaban ellos al analizar la economía mundial. Emitían juicios como
verdades absolutas, con la misma seguridad con la que lo haría el oráculo de Delfos.
No obstante, los más inteligentes se mostraban cautelosos y, sus opiniones eran
más interesantes porque se basaban en una simple línea de razonamiento en busca
de las causas y motivos que habían llevado a los países productores a tomar la
decisión que estaba causando el desequilibrio estructural de los países
consumidores. No pretendían presumir de sabiduría acerca de un tema que
desconocían, eran técnicos no economistas financieros. Su preocupación se debía
precisamente a eso, a la ignorancia de cómo se resolvería la crisis y de cuánto
tiempo duraría. Julio y Emilio pertenecían al grupo de los gurús y sus
sentencias sobre lo que estaba ocurriendo hubiera enfurecido al más eminente
juez del tribunal de la Haya, pero ese juez no los conocía como nosotras que
nos limitábamos, como medida de defensa espiritual, a desconectar en cuanto
comenzaban con los “desvaríos mentales”. Al rato de estar hablando de lo mismo,
sudorosos y, cansados de oírse a sí mismos, todos se lanzaban a la piscina. Sin
embargo, el agua parecía estimularles neuronas que habían permanecido dormidas
en sus cerebros, portadoras de ideas nuevas, con lo que, apoyados en el borde
de hormigón y con el agua por la cintura, volvían a la misma conversación con
entusiasmo renovado. Una vez dieron por agotado el tema, salieron del agua y, cada cual, se sentó al lado de su respectiva mujer,
menos Emilio que estaba solo. Sin pensárselo, extendió la toalla al lado de
Angélica y se sentó. Al momento comenzó a contarle chistes y a bromear, en un
intento de hacerla cómplice de sus “tonterías”, como solía decir Angélica. “Si
supiera lo cargante que es, no trataría de hacerse el simpático ni de ser tan
majadero”. El juicio de Angélica sobre Emilio había cambiado con el tiempo; ya
no le caía ni tan simpático ni tan agradable como cuando lo conoció y se
mostraba más rígida y menos dispuesta a reír sus ocurrencias. Sus confidencias con Lucía Belinda le estaban
mostrando un retrato de él que no le hacía ni pizca de gracia. Así que ambas,
por motivos diferentes, mantenían un matrimonio con un equilibrio precario.
Momentos
después y, en vista del poco éxito alcanzado con su compañera de césped, Emilio
volvió a zambullirse en el agua y, cuando asomó la cabeza, se dirigió al borde,
apoyó los brazos en el cemento y nos preguntó, sin preámbulos, si nos
apetecería hacer una excursión por el río, al día siguiente. Por su sonrisa
supe que la respuesta recibida era la que esperaba: entusiasmo general.
Angélica y yo nos extrañamos un poco con la sugerencia porque Lucía Belinda no
estaba; sin embargo, nos dejamos llevar y aceptamos.
Con
su habitual desparpajo, secundado por Julio, que siempre tenía soluciones para
todo, pasamos un buen rato charlando sobre la excursión, sobre la cantidad de
personas que iríamos y en el tamaño de lancha que necesitaríamos. Como eran de
una empresa que se dedicaba al alquiler de las mismas, había de distintos
tamaños y como el dueño era un íntimo amigo suyo, no nos cobraría nada. Solo
tendríamos que poner la gasolina y la comida. Hasta la hora del almuerzo, pasearíamos
río arriba, luego atracaríamos en algún islote donde acamparíamos para comer,
bañarnos y, los más atrevidos, practicar esquí acuático, que iba incorporado en
la lancha. Regresaríamos a partir de las cinco de la tarde. Como he dicho en
tantas ocasiones, cualquier sugerencia que sirviera para esquivar el
aburrimiento era bienvenida y la propuesta ni siquiera se discutió; todos
aceptamos. Saldríamos al día siguiente a las nueve de la mañana. ¡Una excursión
por el río! Cuanto más lo pensaba, más me gustaba la idea. ¡Una aventura de
verdad y no a través de un libro! ¿Quién iba a rechazarla? Nadie, claro estaba.
A ver qué pasa en el río....
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