Desde
muy temprano podían verse las luces encendidas, a través de las ventanas, de
los que íbamos a ir de excursión. Preparábamos la comida y demás cosas
necesarias con el entusiasmo de niños de colegio. La única que llevaría a sus
hijos sería Angélica. No se fiaba de la chica de servicio para dejarlos todo un
día bajo su responsabilidad; en realidad no se fiaba de ellas para nada desde
que, la primera que tuvo al llegar al país, le robara el reloj suizo de oro,
regalo de sus padres al terminar el bachiller. Sin embargo, no le quedaba más
alternativa que aceptarlas si quería tener un poco de movilidad. Tres niños
eran mucho. La mayoría tenía uno o dos, como máximo, y en algunos casos, ninguno.
Así que tres ya era un número respetable que demandaba de muchas necesidades y
atenciones para las que “no estaban preparadas ninguna de ellas”:
Durante
la noche, la temperatura había bajado unos grados y se notaba. La brisa,
proveniente del norte, fresca y constante, hacía augurar un día con menos calor
del habitual. La temperatura en el trópico, a veces sorprendía con alguna
variación inesperada que, bien podía ser magnánima o enormemente cruel, según
la confluencia de los elementos atmosféricos. Me pregunté si tendríamos la
suerte de disfrutar de un día especial, una concesión de la naturaleza en
consideración a todos los invitados que se proponían descubrir parte de la
belleza de aquellos parajes. Sería el complemento ideal a un día prometedor.
A
las nueve en punto nos encontramos todos en el vestíbulo del edificio, armados
con todo lo necesario, sonrientes y expectantes. Quince en total: trece adultos
y los tres hijos de Angélica. Se respiraba un ambiente de alegría contenida y
no era para menos. Cada persona, cada pareja tenía en mente su particular
aventura. Los más tranquilos eran los niños, al fin y al cabo, para ellos, la
vida en sí misma era una aventura diaria por lo que ese día lo recibían con más
serenidad que los adultos. Incluso Angélica parecía haber abandonado el gesto
de pesimismo que últimamente tenía a todas horas y su semblante relajado y
tranquilo me dio esperanzas. Julio, a su lado, estaba pendiente de todos sus
movimientos.
Nos
montamos en los coches y, en caravana tras Emilio, que iba solo y exultante con
la música a todo volumen, nos dirigimos a la carretera que conducía hasta el
río. Una carretera sinuosa y estrecha, digna de un lugar como aquel, donde la
mitad aparecía con un asfaltado hecho a mano y la otra mitad con tierra. Los coches, convencionales y flamantes para
correr por autopistas, no estaban preparados para andar por aquellos parajes,
por lo que cualquier bache que cogían, nos impulsaba hacia arriba o hacia los
lados según cayeran las ruedas en él. Tardamos una hora en llegar hasta el
lugar donde nos esperaba la lancha, atracada a la orilla del río y sujeta a un árbol
por medio de una cuerda. Con las ramas a punto de tocar el agua, el árbol parecía
haber aceptado su triste destino de noray. Las marcas en el tronco del
constante roce de las maromas de las barcas, semejaban las de un cuello
estrangulado.
La
visión del río a aquellas tempranas horas del día, era espectacular. Sus aguas
corrían, serenas y constantes empujadas por la corriente, y la brisa era más
fresca que tierra adentro. En la orilla de enfrente, las siluetas de las casas parecían dibujadas como en un pueblo de cuento. La distancia de una orilla a la
otra, en apariencia cercana, no bajaba de un kilómetro; los hombres, reunidos
en el borde del río, calcularon que entre uno y uno y medio. Lo único que
distorsionaba aquel idílico panorama, era el tamaño de la lancha. Esperábamos
una en la que cupiéramos todos y en aquella no cabían más de seis personas y
eso, sentadas una encima de las otras. Emilio se deshizo en explicaciones
alegando que, a última hora, la lancha que nos habían asignado se había
estropeado y la única libre que quedaba era la que estábamos viendo. A pesar
del inconveniente, nos organizamos para ser trasladados al islote, en tandas.
En lo único que pensé, bastante desilusionada por cierto y como yo todos los
demás, fue que no podríamos dar el paseo río arriba, tal y como nos había
prometido Emilio No obstante, el cambio de planes no iba a arruinarnos la
ilusión que teníamos dentro del cuerpo y las expectativas de pasar un día distinto.
Los
primeros en subir a la lancha fueron la familia de Angélica junto con Itziar y
su marido. Los niños iban en las rodillas de sus padres. Desaparecieron de
nuestra vista en medio de una algarabía de saludos. Esperábamos que la lancha
tardara más tiempo, pero a diez minutos escasos reapareció Emilio de nuevo y
cargó con otros tantos, entre los que me encontraba. Por el tiempo empleado en ir
y venir, calculé que la distancia de donde dejábamos los coches hasta la isla era
de pocos kilómetros. Les eché una mirada de soslayo cuando la lancha arrancó y, la imagen de una pitón abrazada a los coches, me hizo temblar. Esperaba que a ningún
inquilino de la selva le diera por meterse en ellos, atraídos por los colores
de la pintura o el brillo de la laca.
Al
llegar al islote, quedé maravillada, era tal y como imaginaba que debía ser una
isla tropical aunque ésta era muy pequeña, de arena blanca y sedosa y con el
agua del río lamiendo la orilla suavemente, mansa y oscura. La arena ocupaba un
semicírculo donde, de haber ido un número mayor de personas cabríamos con
bastante dificultad. Tras la arena, tibia a aquellas horas, se alzaba una
maraña de cañas y hierbajos que impedían el paso hacia el interior del islote.
Hubo quien hizo el intento de explorar lo que había más allá, retirando algunos
palos, pero tuvo que desistir. Se necesitaban machetes bien afilados, para
romper aquella barrera.
La
mañana discurrió en un ambiente de camaradería y de alegría donde los niños
pusieron el rasgo de frescura e ingenuidad a tanto adulto enfrascado en tomar el
sol, hacerse confidencias y alguna que otra carantoña. Nos bañamos hasta que
la piel parecía que iba a despegarse de los huesos; jugamos a la pelota, al tenis de playa, con unas raquetas de madera más viejas que el mundo y cuando
los niños comenzaron a pedir sus bocadillos, nos sentamos todos a comer. Había
comida en exceso: ensaladilla rusa bistecks, papas guisadas al vapor, tortillas, paella…, postres de todo tipo y botellas de refrescos y de agua, metidas
en neveras portátiles con gran cantidad de hielo que fueron colocadas a la
sombra de la barrera de cañas. El día seguía transcurriendo pacífico y
agradable, aunque yo, acostumbrada a las grandes playas de España, me sentía,
en aquel lugar, como la superviviente de un naufragio en medio de una olvidada
isla del Pacífico. El pensamiento era excitante.
Angélica
y Julio, se mostraban más cariñosos entre ellos, menos tirantes y, los niños, percibiendo
la buena sintonía entre sus padres, corrían y jugaban haciéndoles partícipes de
sus juegos. De todas formas, no me fiaba de que, aquella actitud, fuera del
todo real pues se les daba muy bien tapar y disimular sus sentimientos, sobre
todo a ella. Angélica, nacida y criada en la playa, se desenvolvía mejor que
en su casa y se le notaba feliz y a gusto, nadando con placer como lo haría un
profesional, para sí misma y olvidada de todo. Cualquier actividad acuática le
encantaba. En cambio Julio, era de monte, como solía decir, y nadaba bastante
mal. Se defendía en el agua, sin alejarse de la orilla, con el estilo de un
náufrago agarrado a una tabla de madera. A los niños les producía mucha gracia
ver a su padre intentando nadar sin parecer patoso. Lo observaban desde la
orilla mientras reían a carcajadas señalándolo con la mano y doblando sus
pequeños cuerpos hacia adelante. Los que mirábamos la escena terminábamos
contagiados del buen humor de los críos, riéndonos con ellos hasta que, Julio,
cansado de tanto darle a los pies y a las manos decidía salir a tierra firme.
Mientras
se sacudía el agua y palmeaba en la cabeza a sus regocijados hijos, lo observé
detenidamente, escudada tras las gafas de sol y la pamela. Tenía que reconocer
que era un hombre guapo, de estatura media, y bien proporcionado. Lo más
destacable era su boca, de dentadura perfecta y labios sensuales que alcanzaban
su máxima puntuación cuando sonreía; ojos de color verde claro, de mirada
chispeante, cejas oscuras bien delineadas, hueso supra orbital un poco
acentuado que destacaba los rasgos de una masculinidad muy atractiva, mandíbula
cuadrada, nariz recta, piel clara y pelo negro con patillas a la moda. Unas
facciones bien cinceladas, pensé.
El
físico, combinado con una palabrería muy estudiada y perfeccionada con el
tiempo, había dado como resultado un hombre sumamente encantador. Para mi gusto
y, estoy segura de que para Angélica también, hablaba demasiado y sin mucha
sustancia pero lo disimulaba bien y, cuando la conversación general iba por
derroteros que no le interesaba, se limitaba a oír con un deje de indiferencia
o de impaciencia contenida, según el caso, hasta que se le ofrecía la
oportunidad de intervenir. Entonces aprovechaba para contar un chiste o hacer
bromas, con el objetivo de romper la seriedad de los contertulios y relajar el
ambiente. Pensé que, esa actitud, en ocasiones, era un modo inteligente de
limar asperezas, pero por sistema resultaba cargante.
Emilio
cortó mi análisis anatómico y psicológico con su potente voz, animándonos,
desde la orilla, para hacer esquí. El reloj señalaba las tres de la tarde y al
día le faltaban pocas horas para echarnos de allí. Sentado en la lancha le dio
a la llave de contacto y los motores sonaron como el rugido de una fiera en
medio del silencio que nos rodeaba. Esperaba, sonriente, a que alguien se
decidiera, pero nadie hizo amago de levantarse. La realidad era que, ninguno,
había hecho esquí en su vida, y algunos ningún tipo de deporte como le pasaba a
Jorge, el marido de Itziar, salvo montar en bicicleta, en patines o jugar a las
canicas. La única que escapaba de esta lista era Angélica, una deportista nata
que se le notaba en el físico, en el modo de moverse y en la elasticidad que
tenía. Movida por la curiosidad, se levantó y se dirigió hasta la lancha, en
medio de los aplausos y vítores de todos que, apoyados sobre los codos, nos
dispusimos a observar. Emilio, muy solícito, le explicó lo que debía hacer, le
dio unos cuantos consejos y, aunque no las tenía todas consigo, se decidió a
probarlo. Se enfundó unos pantalones ajustados de lycra negro y un salvavidas
en el cuello. Luego se subió a la lancha y ésta arrancó hasta situarse a unos
cincuenta metros de la orilla. Una vez allí, Emilio la detuvo sin apagar el
motor, ayudó a Angélica a ponerse los esquís y una vez en el agua le dio la
guía de cuerdas. La postura no era muy elegante que digamos, con el cuello y
los esquís asomando fuera del agua y el resto del cuerpo sumergido pero los
niños estaban entusiasmados mirándola desde la orilla y muchos nos pusimos en
pie para poder verla mejor. En ese momento y, tras breves indicaciones de
ánimo, la lancha arrancó y a los pocos segundos Angélica fue impulsada fuera
del agua. Los gritos de aliento de todos en la playa, se apagaron de golpe,
cuando Angélica, con la misma rapidez con la que había emergido, cayó hacia
adelante y volvió a sumergirse. La lancha paró de inmediato y ella quedó
suspendida en el agua con los esquís por delante y la cabeza sujeta con el
flotador. Pensé que desistiría, pero testaruda como era, volvió a intentarlo,
una y otra vez hasta que logró mantenerse a flote unos cuantos metros sin
caerse, hazaña que fue coreada por todos desde la playa. Con esto se dio por
satisfecha y cansada de tanto trote regresó a la orilla y se tumbó en la arena
a descansar. Los que estaban decididos a probar, le hicieron preguntas de todo
tipo, que ella contestaba riéndose a carcajadas. Cuando se apagó la curiosidad,
abrió un refresco y encendió un cigarrillo. Era la única que fumaba de todos
los que allí estábamos. En vista del éxito que había tenido el dichoso esquí, dos
de los hombres decidieron probar con la misma suerte que ella, en medio del
regocijo y cierta aprensión por parte de sus esposas que los observaban desde
la orilla. Angélica y Julio hablaban entre ellos. Eran una pareja que llamaba
la atención por el físico de ambos, incluso se parecían por lo que, en más de
una ocasión los habían confundido como hermanos en lugar de marido y mujer. No
obstante, a él le faltaban unos diez centímetros, para que la conjunción fuera perfecta ya que, prácticamente eran de la misma estatura. Pero
claro, nada hay perfecto en la naturaleza, menos mal, si no, todo sería muy
aburrido, aunque en este caso, me dije, hubiera estado bien.
Se
aproximaba la hora de recoger, pero nadie se movía. El sol de la tarde empezaba
a declinar y la brisa procedente del rio adormecía nuestros cansados cuerpos
tumbados en la arena, cálida como la manta de un bebé. Angélica y Julio fueron
los primeros en levantarse para recoger los restos de comida, vaciar el agua de
las neveras, sacudir las toallas y vestir a los niños. Poco a poco, todos los
demás les seguimos, con clara desgana, pero apresurándonos porque, en cuestión
de una hora, se haría de noche. Una vez preparados nos sentamos a esperar
mientras el primer turno se acomodaba en la lancha. Miré la hora: las cinco y
media de la tarde. En breve oscurecería y el trayecto de vuelta sería más largo
que el de la ida. La falta de luz nos obligaría a ir más despacio por la
carretera con lo que llegaríamos a casa pasadas las ocho, las nueve probablemente.
Emilio se puso al volante y giro la llave del encendido que no hizo ni mu. Lo
intentó una y otra vez hasta que, lanzando un taco de desesperación, bajó de la
lancha y se acercó a los motores fuera borda, para ver qué sucedía. Levantó las
tapas, en medio de la expectación de todos, pero apenas se veía nada. La noche
había caído a plomo y no teníamos ni una mísera linterna con la que poder
alumbrar el interior. Todos nos miramos, pensando en lo mismo: las cerillas de Angélica.
Sin decir una palabra, ésta sacó la caja del bolsillo y prendió una, acercándola
todo lo que pudo para alumbrar el interior mientras Emilio se esforzaba por
averiguar qué impedía arrancar aquella maldita lancha. Aparentemente todo parecía
estar en orden, pero por más que lo intentó, no hubo manera de arrancar los
motores. Llegados a este punto, Emilio tuvo que reconocer que no podía hacer
nada para sacarnos de allí. Posiblemente “la avería sería una tontería, pero
sin luz y sin herramientas no había modo de arreglarla”. Entonces fue cuando se
le ocurrió la idea de que “quizá podría alcanzar la otra orilla a nado, no
parecía estar muy lejos y si lo conseguía, en pocas horas, regresaría por
tierra con ayuda”. Varios de los hombres apoyaron la iniciativa aunque sin
mucha convicción, calculando de nuevo la distancia y cuanto tiempo tardaría en
llegar al otro lado a un ritmo constante de brazadas. Como tantas veces sucede
en estos casos, los hombres, de manera instintiva, habían tomado las riendas de
la situación. Recuerdo que pensé que, por mucho que demostráramos tener
inteligencia, en situaciones conflictivas, el hombre asumía de inmediato la
responsabilidad, de la misma manera que lo hacía en el paleolítico. Era como si
todas las “concesiones” que habían hecho en pro de nuestra libertad y demás,
perdieran su vigencia ante un estado de crisis donde, el hombre y la mujer, volvían
a asumir los papeles para los que la naturaleza les había dotado, sin
estridencias y sin equívocos. A mí me parecía una locura aquello, pero no me atreví
a abrir la boca. Miré a mi alrededor y, vi que Angélica había subido hasta
donde estaban sus cosas y se había sentado rodeada de sus hijos, fumando su
eterno cigarrillo. Decidí acercarme para informarle de lo que se estaba
hablando en la orilla. Cuando Angélica lo supo, meneó la cabeza y se puso en
pie, recogiéndose el pelo en una coleta y encaminando sus pasos hasta ellos. Me
puse a su lado y bajamos. Julio que la vio venir, se acercó para recibirla. Algo
le dijo en voz baja que me pareció que a ella no le gustaba nada, porque hizo
un gesto con la mano como desechando la idea. Para entonces yo había llegado a
la orilla.
-“¿Se
han vuelto locos?”, les espetó con aspereza. Todos giraron la cabeza al oír sus
palabras que resonaron aún más en la quietud de la noche ¿Saben la distancia
que hay desde aquí a la otra orilla?, casi dos kilómetros, si no más. Nadar dos
kilómetros de noche sin estar preparado físicamente es una auténtica locura
pero si a eso le sumamos la corriente del río, puedo asegurarles que jamás
alcanzará la otra orilla vivo; ahogado y quién sabe donde sí, pero vivo no. Así
que, olvídense de esa estupidez. Sé lo que engañan las distancias en el mar, lo
que parece estar a cinco metros en realidad está a cien, en el río pasa lo
mismo. Desechen esa idea y pónganse a pensar en otra solución”. Emilio abrió la
boca para decir algo, pero optó por volver a cerrarla Las palabras de Angélica
habían sonado como una sentencia y él sabía que tenía razón. Fue entonces cuando
tomamos conciencia de la situación en la que nos hallábamos. Tendríamos que
pasar la noche en aquel islote, en medio del río. Un pensamiento se abría paso
con fuerza en nuestros cerebros: la presa. Se abría cuando el nivel del río estaba
en unas cotas determinadas y sumergía bajo las aguas a la mayor parte de los
islotes. Nos preguntamos aterrorizados si tocaría esa noche abrir las
compuertas.
No
sé si Angélica pensó en aquello o no en aquel momento, pero lo que sí hizo fue
hacernos entender que teníamos que prepararnos para pasar la noche en la playa
y esperar a que vinieran a rescatarnos. A pesar de que todos sabíamos que tenía
razón, los hombres seguían empeñados en buscar una solución que nos sacara de
allí, “tampoco era tan tarde”, dijeron. Julio que conocía a Angélica mejor que
nadie, era el único que estuvo de acuerdo con ella. Se sentó a su lado y
hablaron entre ellos de lo que había que hacer a continuación. Curiosamente, el
resto de las mujeres estaban muy tranquilas, excepto yo; y se comportaban como
si todo lo que estaba sucediendo fuera parte de la aventura del día. Nos
sentamos en corro, tal y como hacíamos en el césped observando a los hombres,
que al cabo de un rato y olvidados de las propuestas anteriores habían asumido
la gravedad de la situación y discutían con Emilio por su falta de previsión
ante una eventualidad como aquella. Nada se sacaba con echar las culpas de lo
sucedido a un hombre que sabíamos cómo era de irresponsable, poco previsor y
contador de cuentos, pero era una manera de liberar la frustración que sentían.
Al final se impuso la lógica y cada cual se sentó al lado de su pareja con
gesto de impotencia y desagrado.
Julio,
que ya llevaba rato hablando con Angélica y había asumido que tendríamos que
quedarnos a pasar la noche, nos instó a todos a recoger palos y cañas para
hacer una hoguera. La temperatura había bajado considerablemente y “bajará aún
más”, dijo convencido. La hoguera serviría, además de calentarnos, para
ahuyentar a los posibles animales que hubiera en la isla. Era algo en lo que ni
siquiera habíamos pensado, preocupados más por salir de allí que en la
posibilidad de ser atacados por supuestos animales invisibles. Fue como un
disparo en la mente de todos, que impulsados por la urgencia y el peligro que
nos acechaba comenzamos a acercarnos al cañaveral, sin discutir sus palabras;
había que hacer la hoguera lo más grande posible. Angélica y los niños ya
habían empezado a apilar en el centro de la playa los primeros palos. Era la
nota de alegría en un ambiente de pesimismo. Ignorantes de los peligros a los
que estábamos expuestos, entre risas y gritos, los críos se dirigían hasta el
cañaveral en busca de “leña para hacer fuego”. El hecho de estar haciendo algo
con lógica, apaciguó el enfado de los hombres que, una y otra vez, cargaban
toda la leña que podían. Para empeorar más las cosas, era una noche sin luna y
a duras penas nos veíamos entre nosotros. De pronto, la hija mediana de
Angélica, comenzó a gritar y a señalar hacia el cañaveral que “había visto una
culebra de rayas verdosas y negras”. Todos, sin excepción, salimos corriendo
hacia atrás con el pánico pintado en la cara, menos Angélica que se acercó a su
hija y la miró inquisitiva. Era la más imaginativa de los tres y constantemente
gastaba bromas a sus hermanos y amigos, algo que le hacía reír a carcajadas. Su
madre decía siempre que era una artista en potencia, la más parecida al padre en lo tocante al físico y un calco del carácter de su abuela materna. La cría insistía en lo que había visto, pero pasados unos minutos y
sin que se oyera ni se viera nada extraño, decidimos continuar aunque abrimos
bien los ojos a medida que recogíamos los palos. Julio y Angélica, mientras los
demás continuábamos con la tarea encomendada, hicieron un alto en la recogida
para enfrascarse en hacer las “camas” de los niños que ya daban muestras de
hambre y cansancio. Angélica sacó unos bocadillos de jamón y queso y peló un
plátano para cada uno. Mientras comían sentados y con los ojillos entrecerrados
por el cansancio de todo el día, sus padres levantaron muretes de arena,
imitando una mini fortaleza, alrededor de donde iban a dormir, para
resguardarlos del frio. La arena había perdido el calor y estaba fría y nada
acogedora. Colocaron varias toallas secas en el fondo, a modo de aislante y, una
vez que hubieron terminado de comer, los acostaron en aquellas improvisadas
camas con protección, tapándolos con otras toallas Se durmieron al momento. Julio
y Angélica, se unieron de nuevo al grupo. Por mi cabeza pasaban multitud de
ideas, a cual peor, de lo que podía suceder esa noche. Los hombres estaban
convencidos de que ya se estarían movilizando en tierra para venir a
rescatarnos, pero ponían en duda de que lo hicieran antes del amanecer.
Cuando
consideramos que el montón de palos y cañas acumulado tenía una altura y un ancho lo
suficientemente grande, nos sentamos un rato a descansar y a hacer un poco de tiempo
antes de prenderle fuego. La hoguera debía durar toda la noche. Dentro del
pesimismo que albergábamos todos por la incertidumbre y el temor a lo que
pudiera suceder, se respiraba de nuevo el ambiente de la aventura. La gente
comenzó a bromear y a contar historias de la juventud. Algunos se inventaban
situaciones estrambóticas y horripilantes que, en lugar de amedrentar causaban
la hilaridad y las carcajadas de todos. Las historias de bucaneros y piratas se
convirtieron en un concurso para ver quien contaba la más interesante y
disparatada, utilizando a los personajes de los cuentos en unos casos y en
otros con los auténticos de la época de la colonización de aquella tierra. Mi
imaginación me hizo ver a Barbanegra, a Drake y a Morgan navegando por el río
con el típico loro en el hombro y pegando gritos desaforados. ¿Qué pensarían de
haber encontrado a un puñado de gente como nosotros en medio de un islote, sin
barcos ni medios para salir de allí? Que estábamos locos, seguro y, a
continuación, nos habrían pasado a cuchillo a todos.
De
pronto, un grito rasgó el silencio de la noche. Hendrik, el marido de Erika,
sentado cerca del cañaveral se agarraba el pie derecho en medio de gritos
despavoridos. “Me ha picado un escorpión” gritaba con voz ronca. El pánico se
apoderó de nosotros que, de manera instintiva dimos un paso atrás. Julio,
abriéndose paso, llegó a hasta él y sin mediar palabra, le cogió el pie y
comenzó a chuparle el dedo gordo donde se veía la picadura y a escupir en la
arena. No se paró a pensar que podía ser venenoso o que ponía su vida en
peligro y eso le hizo subir unos buenos puntos en mi valoración. Cuando
consideró que era momento de parar, calmó a Hendrik , haciéndole entender que
no le pasaría nada, todo lo más le daría un poco de fiebre; se había actuado a
tiempo y lo más probable era que el alacrán, el escorpión o el bicho que fuera que
le había picado no tuviera un veneno peligroso.
Pasó
ante nosotros y buscó entre sus cosas un calcetín con el que envolvió el dedo
de Hendrik. Su cara no dejaba dudas de la preocupación que sentía pero no
quería demostrarla ante Hendrik que veía, alarmado, como el dedo se le
hinchaba. “Eso es bueno, significa que tus anticuerpos están luchando contra el
veneno”, le dijo Julio con el convencimiento de un médico. En realidad no tenía
ni idea de lo que pasaría, pero su actitud de seguridad y optimismo tuvo la
virtud de tranquilizar a Hendrik, a Erika, que apenas podía articular palabra y a
todos los demás. Sentada al lado de su marido, Erika le acariciaba la espalda
con cariño en un intento de tranquilizarlo. Al par de horas, Hendrik se quedó
dormido. La fiebre había aparecido y Erika se afanaba en mantenerlo fresco para
evitar que le siguiera subiendo, frotándole la frente, el cuello y las axilas con
una toalla mojada con el agua del río. Emilio se encargaba de esa tarea con el
espíritu del que ha cometido un delito e intenta repararlo como sea. Se sentía
culpable por todo lo sucedido aunque no lo manifestaba con palabras y no sabía
qué hacer o decir para minimizar los daños. Me acordé del botiquín de primeros
auxilios que tenía en casa y maldije mi propia estupidez por no haberme
acordado de llevarlo. ¿Para qué se suponía que lo había comprado? ¿Para tenerlo
en casa por si me cortaba pelando una manga? Era para estos momentos. Imaginé
que los demás pensarían lo mismo. Tan previsores para todo y no teníamos ni una
aspirina. Lancé un taco en voz alta sin importarme lo que pensaran. Busqué
entre mis cosas un par de toallas secas y me senté al lado de Angélica. Le eché
una por los hombros y la otra me la coloqué yo. Hacía frío. Tanto desearlo, me
dije y ahora añoraba un poco del calor que tanto aborrecía. Menos mal que la
hoguera ardía con fuerza.
Poco
a poco, el cansancio y el sueño se fueron adueñando de todos que, abrigados con
la ropa y alguna toalla dormitábamos en la arena fría esperando que el paso de
las horas se acelerara. No sabemos lo que es la noche hasta que no pasamos una
al raso, a cielo abierto en lugar de abrigados y bajo techo. El silencio sereno
y acogedor que acogemos en la seguridad del hogar, se convierte en un silencio
lleno de ruidos, inesperados unos, constantes otros. El roce del viento contra
las cañas sonaban como silbidos entrecortados cuyas notas oscilaban desde el
grave seco y profundo hasta el agudo, chirriante y largo. No hacía falta tener
imaginación para saber que toda una vida, palpitante y agresiva, residía en
aquel cañaveral pero, a pesar de nuestra aprensión y temor a que en cualquier
momento surgiera un animal que llevara horas acechándonos y decidiera que ya
era momento de ser plato de cena, un ruido sordo y constante proveniente del río
superaba el temor al cañaveral. Sonaba lejano y al mismo tiempo cercano, rítmico,
constante y grave. A las dos de la madrugada, hubo un cambio sutil en el tiempo pero efectivo:
el viento amainó, no corría brisa alguna, con lo que, los ruidos del cañaveral cesaron
pero el ruido proveniente del río se volvió atronador. Algunos nos incorporamos
a oír, con el temor pintado en el rostro. La presa se había abierto, era la única
explicación posible. Un escalofrío de aprensión me paralizó las piernas, era incapaz
de moverme y de movernos. Teníamos la vista clavada en la orilla esperando ver la
subida del agua que, sin piedad, nos tragaría en minutos. Algunos se pusieron en
pie y agudizaron el oído y la vista. Nada. El río no daba señales de aumentar el
caudal y el sonido de sus aguas continuaba indiferente a nuestro estado de ánimo.
Las tres de la madrugada y sin cambios; algunos se quedaron dormidos, rendidos por
el cansancio y otros como yo, Angélica y Julio permanecíamos tumbados en la arena con los ojos abiertos, mirando hacia un cielo estrellado, increíblemente hermoso
y hacia el río, atentos a cualquier cambio que se produjera. A las cuatro,
Angélica y Julio se levantaron y fueron hasta la orilla. Apenas faltaba una
hora para que amaneciera y sin embargo, la noche se volvió más oscura, negra y
aterradora que horas atrás. Armada con un palo, Angélica escribió las palabras “SOS”
en la arena lo suficientemente grandes para ser vistas desde las alturas,
mientras Julio observaba el resultado. Estaban convencidos de que las avionetas
de la petrolera saldrían a buscarnos en cuanto atisbaran las primeras luces del
amanecer.
Y
así fue. A las cinco se oyó el ruido inconfundible del motor de una avioneta aproximándose. La mayoría, impulsados por la urgencia de hacernos ver y oír nos
pusimos en pie tras las palabras de socorro gritando a pleno pulmón y moviendo
las manos. La avioneta apareció ante nuestros ojos y el piloto giró y bajó un
poco de altura para que pudiéramos ver como el copiloto nos hacía una señal con
la mano indicándonos que nos habían visto.
Ya
no volvieron a pasar de nuevo. Había que esperar a que llegara la lancha de
salvamento que, preparada en algún punto del río, aparecería de un momento a
otro sabiendo ya donde estábamos. Miramos hacia la hoguera, que se había
consumido del todo, y en la que solo brillaban unas pocas brasas encendidas.
Había cumplido con su misión y, por una vez, me alegré de que Angélica fumara.
Con uno de los cubos de plástico de los niños terminamos de apagar los pocos
palos que aún humeaban. Miré hacia el cañaveral y me fijé en lo distinto que se
veía a plena luz del día. Las cañas, dobladas y entrelazadas, apenas se movían,
inocentes y ausentes a lo que sucedía alrededor de ellas.
El
sonido de un motor a nuestra izquierda nos puso a todos en pie. No podía ser
más que la lancha de salvamento. Ésta dobló el recodo de la playa y apareció
ante nosotros. El jefe iba en cabeza con chaleco amarillo y dos tripulantes más
en la parte de atrás. La cara del marinero jefe desprendía preocupación y sus
ojos no dejaban de mirar inquisitivos a todo el grupo que los esperaba. Aún sin
parar el motor, preguntó si estábamos todos a lo que contestamos que sí.
Entonces respiró hondo y sus facciones contraídas por la preocupación se
relajaron. La lancha de madera, estaba preparada con todo lo necesario para un
salvamento, según pude ver nada más subir a ella y era lo suficientemente
grande para llevarnos a todos sentados, mochilas y neveras incluidas. Mientras
uno de los marineros nos ayudaba a acomodarnos, el jefe y el otro marinero se
dirigieron con Emilio hasta la lancha. El jefe se sentó al volante y al momento
se bajó. Anudó una cuerda en la proa y dejando una distancia de separación de
unos quince metros, la ató a la popa de la nuestra. Emilio iba al volante de la
lancha, no sé si era lo que había que hacer para guiarla o si simplemente lo
hacía porque quería. Luego, se subió a la lancha de salvamento y tranquilizó a
Hendrik asegurándole que los alacranes de aquella zona no eran venenosos, que
la inflamación se le bajaría en un par de días y que la fiebre remitiría enseguida.
De todas formas dudaba de que fuera un alacrán lo que le había picado, no era
lo normal por aquellos parajes. Lo que sí hizo el jefe de la lancha fue recriminarnos
con dureza la falta de previsión y, al mismo tiempo la suerte que habíamos
tenido. “En todos los años que llevo haciendo este trabajo, dijo con voz seria
y monótona, es la primera vez que encuentro al grupo completo. Por lo general,
faltan dos. Uno que, dándosela de listo, intenta cruzar a nado hasta la otra
orilla y la corriente lo arrastra y otro que intenta salvarlo y corre la misma
suerte. Lo que no saben es que, a doscientos metros está la catarata, por lo
que, la corriente aquí, es muy fuerte y no pueden evitar ser arrastrados. Así
que, al menos, todos Uds. han tenido el sentido común de estarse quietos”. Hizo
una pausa y sin mirar a nadie y con la vista al frente sentenció “Aunque la
próxima vez procuren llevar unos cuantos galones de gasolina de repuesto, la
lancha no hace milagros”.
¡Dios
santo, la catarata!, ese era el ruido sordo proveniente del río y que nos había
mantenido en vilo toda la noche Y además ¡la falta de gasolina! No habíamos
pensado en ella, al menos yo. Giré la cabeza para ver a Emilio y supe que, desde
el principio, había sabido que no había sido ninguna avería sino la falta de
gasolina lo que no dejaba arrancar la lancha. El dichoso esquí acuático había
terminado con las reservas. De ahí, su estado de culpabilidad. De haberlo
tenido a mi lado lo hubiese abofeteado.
Al
llegar a la orilla, una nube de fotógrafos y periodistas, de diferentes diarios,
nos esperaban, micrófono en mano y, con cámaras de fotos disparando sin parar.
Angélica, con la disculpa de los niños, salió corriendo hasta el coche, seguida
por Julio. A mí me tocó hacer unas pocas declaraciones y contestar a las
preguntas de los periodistas. Nadie más quiso decir una palabra. Estaban
demasiado enfadados, en especial los hombres. Saber que la lancha no había
sufrido ningún tipo de avería sino que no arrancaba por falta de gasolina los había
enfurecido de tal manera que no podían articular palabra. Creo que, de haberlo
sabido en la playa, Emilio se habría llevado un rapapolvo muy distinto. Una
avería era impredecible, pero la falta de gasolina no. Así que, reconocerlo en
público hubiese sido el colmo de la humillación.
Qué emocionante este capítulo, me ha tenido en tensión todo el rato. Me pregunto cómo es la sensción de nadar en un río y si no podría haber aparecido un cocodrilo.
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