miércoles, 24 de julio de 2013

MAÑANA COMIENZA OTRA ESTACIÓN (2)

Capítulo 2.-

Si conoces la verdad, una mentira la detectas de inmediato; si la desconoces, el camino que conduce a ella, por norma, suele ser largo, sinuoso y lleno de tropiezos. Pero un día te levantas y, sin saber cómo ni por qué, los hechos comienzan a encajar de manera suave, sin estridencias y entonces descubres la verdad. Y esa verdad puede gustarte o no, pero es un descanso para la mente.
 
 Lucía Belinda, era una mujer joven, uno o dos años más que Angélica, creo, con una sonrisa encantadora, suave y triste en muchas ocasiones. Enamorada de los niños a los que mimaba y por los que se desvivía encontró en los tres hijos de Angélica el motor necesario para reír a carcajadas, involucrarse en sus juegos, cuidarlos cuando hacía falta y, mimarlos también.

 Durante la época escolar, Angélica se dedicaba a organizar la comida, algo de lo que, por norma, se ocupaba personalmente, ya que, la mayoría de las chicas de servicio desconocían la cocina española y ella era muy mediterránea. Recuerdo cómo se enfadaba por la dificultad para encontrar pescado fresco. En cambio la carne, se podía conseguir de toda clase de animales: vacas, venados, serpientes... Tenía una dieta escrupulosa para la familia, sobre todo por los niños: potajes de verduras, carne dos veces en semana, pescado, si lo conseguía fresco tres veces, y si no, congelado, ensaladas, mucha fruta  y, bocadillos únicamente en la merienda. La comida, en general, era económica, pero había ciertas cosas que no solo eran caras sino que  no se conseguían. Por ej. manzanas, peras, ciruelas o pescado. En los países tropicales se come mucho a base de harina: arepas, cachapas, hallacas, cazabe, arroz a diario, acompañando casi cualquier comida y, un sinfín de platos basados, la mayoría, en la harina. Solía decir, con mucha gracia por cierto como buena andaluza que, la gente del país, con la dieta de harina que llevaban, no estaba más gorda gracias al clima. Angélica era la más joven de todas nosotras y la que más hijos tenía. Era una auténtica modelo, guapísima, con un cuerpo escultural que hacía volver la cabeza cuando la veías, pero sabía como minimizar ese impacto con naturalidad, mostrándose tal y como era, simpática, culta y con una indiferencia hacia sí misma que conseguía que las demás mujeres no se sintieran incómodas, muy al contrario se la rifaban por estar en su mismo grupo. Conseguía que la gente se olvidara de su físico y se centrara en su cerebro. Yo observaba, admirada, semejante cualidad y aprendí a su lado a valorar cosas y hechos que, antes de conocerla, ni tan siquiera podía imaginar. Aprovechaba, siempre que tenía oportunidad, de enfrascarse en el mundo de la historia y del arte que, todas, a su alrededor, oíamos con avidez; en parte porque era como el sustituto de una película o una obra de teatro, tan añoradas como una simple ciruela. Estas peroratas, como ella las llamaba para quitarle importancia, tenían lugar en el césped de la piscina, por las tardes, mientras los niños se bañaban o jugaban. En el fondo, yo sabía que lo hacía como parte de una necesidad para sentir que estaba viva y hacer que aquel destierro pasara lo más rápidamente posible. La entendía a la perfección y compartía totalmente su punto de vista. Si soy sincera, a mi me ayudó muchísimo y no peco de exagerada si digo que, a las demás, también.  El tiempo se sucedía de una manera más amable y menos agresivo.

En cuanto a Lucía Belinda, las cosas eran distintas. Todo el cariño y dedicación a los niños, no era extensible a los adultos. Para empezar, nunca la vi en traje de baño y, por tanto, jamás se bañó en la piscina. Alegaba que el sol le hacía daño y que no le apetecía. Durante las mañanas, compartía algún rato en casa de Angélica quien se abstenía de presionarla para bajar al césped por las tardes, cuando comprobó que nada le haría cambiar de opinión. Pero también nos dimos cuenta de que, poco o nada, le gustaba estar en su propia casa y que, apenas, le dedicaba el tiempo necesario para mantenerla limpia y en condiciones. La perra de Lucía Belinda, un hermoso animal de color castaño, pelo al cepillo y un rabo largo y peligroso que meneaba como un látigo, campaba a sus anchas por toda la casa, por lo que, el olor a perro lo notabas nada más entrar y, los pelos del animal pululaban por todas partes. El resto de la casa era por un estilo: en su dormitorio, jamás vi la cama hecha, siempre desordenado y con ropas aquí y allá;  el jardín, que no era tal sino un terreno yermo y sin plantas, daba al salón, separado por un magnífico porche con sillas y mesa donde nos sentábamos la mayor parte de las veces que bajábamos a tomar café y, por tanto, no podías ignorarlo. Cobraba vida gracias a la perra que, encantada de estar en compañía, lo recorría con grandes carreras, parándose, de vez en cuando, para hacer alguna gracia. Lo peor era la cocina. Lucía Belinda tenía todos los cachivaches de una gran cocinera, aunque nada guardado en las alacenas, con excepción de la vajilla, ollas y sartenes. La gran mayoría de artilugios estaban a la vista, en la encimera o colgando en la pared de azulejos. En cuanto al fregadero nunca lo vi limpio, siempre estaba lleno de loza sin lavar, por lo que te daba un poco de agobio entrar en ella. No obstante, apenas le concedía importancia a tanto desorden por dos cosas: una porque para mí aquella zona y todo lo que sucedía en ella me parecía paranormal y, otra porque preparaba un café exquisito y con esmero y, como un milagro, lo servía en tazas de porcelana inglesa, regalo de boda de su madre. Digo milagro porque, entre tanto desorden,  era capaz de sorprenderte con algo tan fuera de lugar como café servido en tazas de porcelana inglesa. Por otro lado, la naturaleza la había dotado de un carácter especial ya que, en estas pequeñas veladas, se mostraba como la mejor anfitriona que yo haya visto, razón por la que también aprendí a no dar valor alguno a su modo de vida. Su conversación fluida, coherente e interesante sobre los avatares de la vida, constituían un motivo de reflexión para Angélica y para mí. El tiempo con ella, al igual que con Angélica se me pasaba muy rápido y, secretamente, esperaba el momento de encontrarme, ya fuera con las dos juntas o, con cualquiera de ellas a solas.

            Recuerdo que, la primera vez que estuve en casa de Lucía Belinda, no pude menos que comentar con Angélica, una vez salimos de su casa, el estado general de la misma y mi extrañeza ante el contraste que suponía una mujer tan interesante y, por otro lado, tan dejada en lo concerniente al orden y la limpieza. Angélica, con la sagacidad de una mujer inteligente y perspicaz, que lo era y mucho, se limitó a comentar que, detrás de todo aquello había algo que todavía no sabíamos y que estaba influyendo de manera muy grave en el estado de ánimo de Lucía Belinda  por lo que, con un poco de tiempo y sin presiones, terminaríamos por descubrir. Dijo algo en aquel momento que me dejó muy pensativa y que ,cuando la verdad salió a relucir, pensé admirada que algunas personas tienen un don especial para intuir ciertos hechos y ella era una de ellas : "lo único que espero es que, sea lo que sea, no la destruya". Luego se cerró en banda y dio la conversación por terminada. Era notorio el cariño entre ellas, el respeto mutuo que se profesaban, casi como hermanas y en ocasiones, me vi relegada de sus confidencias. No podía tomármelo a mal porque las circunstancias en las que nos encontrábamos, no daba lugar para crear enemistades, de lo contrario, la soledad podía matarte y por otro lado, entendía la afinidad que existía entre ambas y la respetaba. Ese respeto salvó nuestra amistad y nuestra cordura en aquel tiempo interminable que pasamos en la selva. Y no exagero al respecto, pues una vez terminaban las lindes marcadas por la desforestación, la selva se alzaba poderosa, exigente, amedrentadora,  peligrosa y, aunque me cueste admitirlo, extraordinariamente hermosa vista desde las alturas que amenazaba con devorarnos si los servicios forestales se descuidaban en sus tareas de poda.

      Uno de aquellos días en los que el calor y la humedad procedentes de la selva y de los ríos impregnaba el ambiente sintiendo que, el cerebro se me derretía, que el alma me desaparecía, que ni el agua de la piscina, ni una ducha de agua fría era capaz de aliviar,  que aquella espera, a la que todas nos habíamos entregado, no podía continuar sin que nada la alterase, me convencí de que algo estaba a punto de suceder; debía ser así pues no era posible que el mundo pasara ante nuestra vista, día tras día, de la misma forma, los mismos acontecimientos, la misma rutina. Me aferraba a esa percepción para no enloquecer. Ignoro si fue por el convencimiento absoluto en tal creencia o porque el mundo idílico que habíamos creado ya no podía mantenerse por más tiempo, lo cierto es que, aquella mañana, la vida de todas nosotras comenzó a cambiar. Se aproximaba el final del curso escolar y a tu alrededor sentías la presencia de los niños con una vitalidad y una energía que te dejaban exhausta de solo pensar en cómo mantenerlos ocupados durante las vacaciones. ¿Vacaciones? ¿Qué vacaciones? aquel lugar era una trampa mortal para la imaginación o un reto, si queremos darle un nombre más alentador, pero la realidad era la que era y no había más.

         Sería alrededor de media mañana, cuando Angélica me llamó por teléfono para ir, de urgencia, a casa de Lucía Belinda. Ante semejante llamada y sin más explicaciones, me apresuré a salir de casa, solté lo que estaba haciendo, probablemente alguna tontería para matar el tiempo y, bajé en el ascensor hasta el piso bajo. Allí me esperaba Angélica, que me hizo una señal de silencio y tocamos el timbre. Al momento, nos abrió Lucía Belinda, en cuyo rostro se percibían las huellas del llanto. Murmuró unas palabras de saludo y nos condujo al porche seguidas por la perra. Sobre la mesita de jardín, había una jarra de limonada con abundantes piedras de hielo y tres vasos recién sacados del congelador. El calor era tan agobiante que agradecí al cielo haber cogido, antes de salir de mi casa, una caja de pañuelos de papel que puse encima de la mesita y que, de inmediato, sirvió también para enjugar las lágrimas de Lucía Belinda. No estaba segura de si serían suficientes para secar el sudor que manaba sin cesar por todos los poros de nuestra piel, pero recordé que tenía más en casa.
           
          " Emilio quiere tener un hijo, y yo, no puedo dárselo", dijo, con voz entrecortada por la emoción y, a continuación, se echó a llorar. La frase, corta y sin preámbulos, tuvo el poder de paralizar mi brazo que se alzaba, con el vaso lleno de limonada,  directo a la boca. Lo bajé despacio, intentando no hacer ruido y, ladeé la cabeza. No se movía una hoja de los árboles que asomaban sus copas por encima del muro del jardín y hasta la perra intuyó que algo grave pasaba a su dueña pues se echó a sus pies. Angélica y yo nos miramos entre desconcertadas y compungidas sin que pudiéramos reaccionar.  Pasaron unos segundos antes de que Lucía Belinda comenzara de nuevo a hablar. Esta vez su voz sonó más clara y, a medida que lo hacía, se limpiaba los restos de las lágrimas de sus ojos. Una calma y una paz se apoderó de ella, como si el hecho de haber dicho aquella simple frase la hubiese liberado de un peso que su cuerpo no podía soportar. "He decidido adoptar un niño, lo vengo pensando desde hace tiempo porque no tengo otra solución y, aún así, no es ninguna garantía de que con ello se solucione el problema". Yo no me atrevía a abrir la boca, la confesión era tan sorprendente que, por otra parte, no sabía qué debía decir. En cambio Angélica, con la eficacia con la que solía hacer casi todo, le hizo una pregunta: ¿Qué clase de problema? y ambas esperamos la contestación como si estuviéramos hipnotizadas, al menos yo, sin quitar la vista de ella que, haciendo un gran esfuerzo, consiguió dar una respuesta que salió de su boca con acento de desesperación:  "Que Emilio se vaya, que me deje, que se divorcie de mí. Hizo una pausa y a continuación sentenció: "No sé si podré soportarlo". Luego volvió a llorar, esta vez de manera suave, íntima y dolorosamente. Me di cuenta de que por lo que realmente estaba angustiada era porque quería desesperadamente a su marido y no aceptaba la vida sin él; se había casado queriéndolo a él y no a la futura descendencia que pudieran tener. Ignoraba, antes de casarse que, sus ovarios quísticos, serían un serio impedimento para quedarse embarazada, lo supo después y, por lo visto, cuando se lo comunicó a su marido, la actitud de él cambió. Así que, llevaba mucho tiempo enfrascada en una lucha desesperada por encontrar una posibilidad de concebir, pero hasta el momento la ciencia no le ofrecía soluciones. 

Sé que puede parecer despiadado decir esto, pero mis plegarias habían sido escuchadas por alguien que tenía oídos y poder: por fin había sucedido algo que rompía aquella monotonía brutal, aunque fuese a costa del dolor y el sufrimiento de una de nosotras que, tal y como yo lo veía, poco me importaba que fuese yo la que tuviese el problema; cualquiera, en realidad, con tal de que las cosas cambiaran. Puede que Lucía Belinda creyera que nuestras vidas y las del resto del grupo eran un paraíso de remanso y felicidad, pero yo estaba convencida y, hoy lo estoy aún más, de que, el paraíso se hizo para los vagos y los faltos de imaginación. Creo que es preferible mil veces el infierno, donde el dios de las profundidades te reta constantemente con su maldad, a la pasividad de un supuesto Edén. La maldad es la que te mantiene alerta en la adversidad, es el mejor acicate para poner a prueba tus defensas; puede convertirse en una lucha constante de inteligencias y eso es bueno para el ser humano porque lo ayuda a ser paciente, imaginativo, realista, buena o mala persona, según sean sus principios y valores, pero, sobre todo, a ser hombres y no animales. Así que, a partir de aquel momento, se inició una escalada de hechos que afectaron, no solo a Lucía Belinda, sino a todas las demás. Nuestras propias miserias salieron a la luz y, con ellas, nos vimos reflejadas en el estanque de la vida real, con una nueva pátina de color, más auténtica y más sana.          
 

lunes, 15 de julio de 2013

MAÑANA COMIENZA OTRA ESTACIÓN (1)


Querida Lui:
Hoy me tocó impartir tu país. Eso me hizo recordar la historia que vivimos y he decidido escribirla. Trataré de ser lo más fiel posible, dado que la memoria, con el paso del tiempo, tiende a desdibujar los detalles y, a veces, a olvidarlos del todo.

Capítulo 1.-

Me pregunto si existen las casualidades o es que, alguna vez, los polos iguales se atraen, contradiciendo con ello, las leyes de la física. No puedo contestar a estas preguntas de manera científica, pero sí puedo contar una experiencia que me hizo pensar en aquellos momentos que, las primeras, existen y que, las segundas, puede que tengan sus excepciones. Allá va:

       Debo remontarme a unos años atrás y a un país caribeño donde, por circunstancias que no vienen al caso, me tocó vivir. Dada la naturaleza del trabajo de mi marido, vivíamos en un lugar cercano a dos grandes ríos. El lugar,¿qué más da su nombre?, era una zona de reciente creación, de pocos años atrás, trazada según los cánones norteamericanos cuando éstos fueron contratados por el Gobierno para la construcción de las infraestructuras que se necesitaban para extraer el petróleo y, a cambio, aquellos conseguían la concesión para la explotación de dichos yacimientos petrolíferos por un tiempo determinado. Así que, había que adecuar la zona, salvaje y sin nada que no fuera una exposición exhuberante de la naturaleza, para alojar a todo el personal que tendría que vivir en la zona junto con sus familias. A ellos se les unió luego, empresas de todas partes del mundo, subcontratadas para multitud de tareas específicas, complementarias y necesarias, ya que, al mismo tiempo que se extraía el petróleo, se explotaban yacimientos de hierro, aluminio y otros minerales. Cualquiera pensaría que a Dios, en el reparto de buenaventuranzas, se le torció la muñeca y un puñado de las mismas se le cayó de la mano yendo a parar a ese país y a ese lugar. 
 

 La zona, enorme como todo en América, y prácticamente despoblada, estaba dividida por un accidente geográfico, una especie de barranquillo con un viejo puente como único paso que, milagrosamente, se mantenía en pie. En la margen derecha, quedaba la parte nueva con un trazado al estilo yanki: grandes avenidas, edificios nuevos con pisos gigantescos de  materiales de primera calidad y bien orientados. Y en todos ellos, una piscina, rodeada de un área muy amplia de césped donde podías sentarte, o bien, llevarte una hamaca o una silla, mientras observabas a los niños en el agua o jugando en los alrededores. La zona de estacionamiento quedaba dentro del mismo edificio, al aire libre, nada de subterráneo y los coches, la mayoría americanos, eran de último modelo en su marca, aunque también los había europeos. Hasta aquí, todo era idílico, a no ser por el calor que, en ocasiones, era insufrible. No obstante, pasado un tiempo te acostumbrabas a él y solo lo notabas cuando te desplazabas a algún lugar de temperatura más benigna.

En la margen izquierda, el panorama era drásticamente diferente: chabolas, hacinamiento, pobreza, pero eso sí, música a todas horas, caras alegres y ganas de vivir. Fuera de los "ranchos", como así se les llama a este tipo de chabolas, casi sin excepción te daban la bienvenida dos grandes columnas de altavoces, bien sujetas encima de una piedra, para que el agua que corría por las calles, ya fuera de lluvia, ya fueran aguas negras y malolientes, no las mojara. Era tan común, que cuando encontrabas alguna casita de mampostería sin las enormes columnas vociferantes, te quedabas mirando y pensando "no debe vivir nadie". Los coches, de dos décadas atrás, parecían lanchas motoras en lugar de coches, la mayoría desvencijados, con motores que sonaban como la voz de un anciano y con la pintura de varios colores, tapando algún desperfecto ya arreglado que podía hacer palidecer de envidia al mejor pintor cubista. Se aparcaban sin orden ni concierto en cualquier sitio, aunque procuraban no entorpecer el paso. Las calles, que no eran tales sino caminos sin asfaltar, por donde apenas podían pasar cuatro personas de frente, tenían sus puntos negros y si dabas con alguno de ellos entonces, había que dar marcha atrás y conseguir llegar a un lugar donde poder girar y estacionar, para luego continuar andando. En la época de lluvias, auténticas tormentas de agua, se convertían en barrizales, momento en que los altavoces se cubrían con plásticos o se entraban a la chabola hasta que amainara y, el resto del año, seguían siendo caminos de tierra seca, endurecida y polvo en suspensión. No obstante, el lugar desprendía autenticidad, reflejo de una realidad que alcanzaba a todos los rincones del país: un atraso evolutivo de más de cincuenta años, donde convivían dos únicas clases: la de mucho dinero, que todo el mundo conocía y el resto, que era la mayoría de la gente y que únicamente subsistía. Irónicamente, esta gran mayoría era consciente de que su país estaba entre los más ricos del planeta. La llamada clase media, traumáticamente conseguida en Europa a lo largo de los siglos, no existía, con excepción de algunos pequeños comerciantes y de los profesionales extranjeros que cobraban con arreglo a los salarios de sus países, además de una serie de privilegios adicionales por estar donde estaban y llevar a buen término las grandes obras que se estaban desarrollando por iniciativa del Estado. 
     
       Así que, en este lugar, ya de por sí extraño en sí mismo, que mirando el mapa, no logras verlo ni con lupa, fui a parar yo, allá por los años ochenta y donde tuve ocasión de presenciar los hechos que luego pasarían a ser parte de mi conocimiento sobre el ser humano y por ende, una de tantas de mis historias que hoy voy a contarles:

       El motivo de estar allí era el mismo que el de las demás mujeres, el trabajo de los maridos en las distintas macro obras de la zona, muy bien remunerado y, en cuyo paquete, incluía vivir en uno de esos flamantes edificios de la margen derecha. La casualidad o el destino, hizo que nosotros consiguiéramos un segundo piso, con una panorámica excelente y dando a la piscina. ¿Podía pedirle algo más a la vida? Por supuesto que sí porque, no todo lo que es dorado es oro, pero eso lo contaré otro día. Dado que a aquella zona, no iban más que extranjeros, la mayoría entre treinta y cincuenta años, era lógico que fuera recibida por esposas de mi misma edad, o poco más, y con las cuales congenié enseguida. Todas  teníamos hijos de edades parecidas, por lo que, jugaban juntos, se enfermaban casi al mismo tiempo y se curaban de la misma manera. Era una ventaja, ya que, de esa forma, podíamos controlar los tiempos. Todas, excepto una, que no tenía hijos.

Y es de ésta y de otra de las chicas, de quienes voy a hablarles. La primera, se llamaba Lucía Belinda y algo que me sorprendió, ya que, en Europa solo se utilizaba un nombre así tuviera diez en la partida, la llamaban Lucía Belinda,  los dos nombres. Era originaria del país, nacida y criada en la capital; de las poquísimas que podías encontrar en aquella zona inhóspita. Maestra de infantil, se había casado un par de años antes y había aterrizado allí porque era una promesa real de trabajo para su marido y, porque el apartamento donde vivía, era una reciente inversión de sus padres y, por tanto, no pagaba alquiler. Los poderosos  del país invertían en la zona, confirmando con ese acto que era la más prometedora y de proyección de futuro. Sin embargo, no todos pensaban lo mismo: la construcción de viviendas para alojar a los técnicos y profesionales llegados de todas partes, puso en duda, en más de una ocasión, que el modelo creado sobreviviese una vez concluidas las obras. Esta división de opiniones entre la clase inversora, era sotto voce,  por lo que, en la práctica, no influía demasiado; se seguía construyendo de manera constante, a ritmo moderado pero el precio de los inmuebles, en cambio, subía a paso de galope.
La segunda, era andaluza, se llamaba Angélica, era Licenciada en Historia del Arte y tenía tres niños, un varón y dos hembras y, también, por motivos de trabajo de su marido, que era aparejador, se encontraba en aquel lugar artificial.

      Ahora bien, ¿qué podía hacer allí una mujer preparada, ya fuera europea, norteamericana o del país, con aspiraciones profesionales y joven? Poca cosa, por no decir nada, excepto ponerse morena como el chocolate, delgada de tanto sudar, acentuar el color del pelo, las que eran rubias como yo, de tanto sol y baño en la piscina o, conseguir mechas naturales en aquellas que lo tenían castaño y, para rematar, hablar y leer. Se preguntarán ¿y la tele? La tele era tan mediocre y absurda que no valía la pena verla, con excepción de los noticiarios y un fantástico programa de divulgación histórica de la mano de uno de los  hombres más cultos del país y que, por supuesto, no me perdía. Hablar lo hacías con cualquiera durante el día, con la esperanza de que el tiempo transcurriera deprisa hasta la llegada de la tarde, cuando comenzaban a llegar los maridos. Yo tenía la secreta esperanza de que, el mío, trajera alguna buena noticia del tipo de: "en seis meses habremos terminado y podremos irnos". Sin embargo, en lugar de eso me tocó, durante casi tres años, oír sus peripecias en el trabajo, contestarle con las palabras justas y dar pie a que continuara hablando; de esa forma pretendía empaparme de una voz masculina que tanto escaseaba en aquellos edificios durante el día y, aceptar que en esos momentos, me convertía en una especie de psicólogo, oyendo resignadamente las frustraciones, los aciertos, anécdotas de los trabajadores, discusiones con los jefes... de un marido convertido en paciente que, cuando terminaba de hablar, se iba a la ducha, luego a cenar y luego a la cama. Así, día tras día y, por mucho que oteara el horizonte, las tropas salvadoras de la caballería no llegaban nunca. Aburrida y desesperanzada, llegó un momento en que dejé de mirar y solo me dispuse a esperar, esperar a que algo sucediera y cambiara el rumbo de esa monotonía. Esos eran, más o menos, mis sentimientos, luego pude comprobar que también lo eran de las portuguesas, vascas, catalanas, norteamericanas, noruegas... de Lucía Belinda y por supuesto de Angélica; todas prisioneras de una situación que jamás imaginaron, ni imaginé siquiera, cuando, en mis tiempos de adolescente leí "Dos años de vacaciones" de Julio Verne, que era una aventura maravillosa.

Por eso de la compatibilidad de caracteres o por lo que sea, formamos un trío: Lucía Belinda, Angélica y yo, que fomentamos con el paso de los meses y, como el ser humano necesita compartir para sentir que existe, que respira y que forma parte de este mundo, cada día las conversaciones entre las tres iban cobrando un carácter más intimista y personal. A veces no hacía falta palabras para saber el estado de ánimo en que se encontraba alguna y por qué. Los detalles venían luego, a media tarde, sentadas, tomando un buen café, generalmente, en casa de Lucía Belinda que, al no tener hijos, posibilitaba el estar tranquilas y sin interrupciones. Los niños quedaban en manos de las chicas de servicio durante esos ratos de relax.


    El marido de Lucía Belinda, físicamente era un tipo alto, que sin ser feo tampoco destacaba por nada en especial, moreno, ojos oscuros, con bigote, simpático, hablador y de nombre Emilio. A mí nunca me ha gustado un bigote y era la única pega que le puse al conocerlo. En un primer momento, nadie sabía en qué trabajaba, dábamos por hecho que, al igual que los demás, lo hacía en cualquiera de las obras de la zona. Tampoco Lucía Belinda profundizaba en el tema. Por supuesto a ninguna se nos ocurría presionarla al respecto. Lo cierto es que, salía por las mañanas rumbo a su trabajo y no regresaba hasta la caída de la tarde, momento en que Lucía Belinda se despedía de nosotras para someterse a la tortura de oír. No hacía falta preguntar nada porque, las demás, pasábamos por el mismo trance, un poco antes o un poco después. Fue la época en la que estaba convencida de que se me había agudizado el oído, la vista  me había mermado y las cuerdas vocales iban perdiendo elasticidad.
     El marido de Angélica era distinto. De mediana estatura, ojos verdes, grandes y expresivos, pelo oscuro y guapo; en lo demás era idéntico a Emilio: simpático y hablador. Su nombre: Julio Jesús. Vamos un JJ para los americanos. Lo llamaban Julio, el Jesús no lo mentaba nadie.
       El de María, fotógrafo profesional de Trinidad, era un tipo poco hablador, supongo que porque hablaba muy mal el español, alto, guapísimo, de piel negra profunda y de nombre Roger. Sus dos hijos eran espectaculares, ya que las facciones de los niños, un varón y una hembra, eran caucásicas como la madre pero parecía que los habían sumergido en un barril de tinta china. Era un contraste fascinador, que atesoré en más de una foto. Estaban allí como parte de los servicios que aquella zona demandaba, porque en el estudio, además de fotos, se podían hacer fotocopias.
           El de Mirian era médico cirujano, Pedro, y ella un poco mayor que nosotras. Aún así se unía al grupo siempre que podía. El de Nuria era también médico, oftalmólogo, un tipo serio, agradable y de nombre Eligio. Ambos habían llegado a aquel lugar atraídos por sus posibilidades y juntos montaron una clínica que les iba muy bien.
           En cuanto al mio, era ingeniero de minas, empleado de una empresa española y encargado de una de las tantas obras que estaban en marcha.




                  

martes, 9 de julio de 2013

¡QUÉ GUAY! ¡ERES ABUELA!

Mi queridísima Te:

      Se te ha ocurrido pasar últimamente por algún parque o plaza entre las 5 de la tarde y las 9 de la noche? A buen seguro que sí, camino de las tiendas de moda que te encantan, pero ¿has mirado con atención lo que hay dentro? Me consta que no y tampoco yo, hasta hace unos días que, muy animada, comencé a llevar a mis nietos a jugar. La primera pregunta que me vino a la cabeza cuando puse los pies en la plaza fue: Pero ¿donde están las madres de todos estos niños? Claro que, sin quererlo me estaba acordando de otra época. ¿Te acuerdas de quienes iban a los parques con los críos, no hace muchos años? : las madres y, en ocasiones, alguna chica de servicio que gozaba de la confianza de la familia. Pero lo que he visto ahora me ha dejado asombrada y pensativa; creo que algo me he perdido por el camino en estos años. Allá va: 

       Nada más llegar a la plaza, el varón, con la pelota bajo el brazo, se vio rodeado de seis o siete críos de su edad que de inmediato se trasladaron a un punto del parque donde había menos gente y se pusieron a jugar al fútbol. Como la pequeña aún no es tan independiente, me dio la oportunidad de sentarme en un banco que me proporcionaba una panorámica que abarcaba a los futboleros.



 Que conste que, encontrar un sitio en un banco durante esas horas es como el juego de la gallina, tienes que estar a la caza de un puesto como si la vida te fuera en ello. Al momento de sentarme, llegó un señor de unos sesenta y largos, casi setenta, con un cochecito y un nieto de dos años que no dejaba de hacer aspavientos para que lo dejara salir, que les dijo, a las tres niñas que estaban sentadas, que se fueran a jugar y le dejaran el sitio que él era más viejo. Como un resorte, las niñas se levantaron, como si aquello fuera lo más natural del mundo y con la mayor indiferencia se marcharon. El hombre se sentó y, con voz autoritaria, le dijo a su nieto que, "ya había corrido bastante y que se estuviera quieto en el coche". No le faltó sino un "joder". Y como si fuera una continuación, se giró hacia mí y me dice: "¿Ud. cree que esto es vida de jubilado?, estoy hecho polvo". Yo, que todavía no me había repuesto de lo que había visto con las chicas, atiné a decir: "Bueno, hombre, los nietos también dan satisfacciones, es la continuidad de la especie, de la vida", le digo yo, un tanto filosófica. Para qué fue aquello. El hombre saltó como un muelle y me dijo: "Mire señora, tengo setenta y un años, he trabajado toda mi vida en la misma empresa, esperaba jubilarme para disfrutar un poco lo que me resta de vida con mi mujer y ¿qué es lo que me encuentro? que tengo que levantarme a las siete de la mañana, llevar a un nieto a la guardería y el otro al colegio. Cuando estoy cogiendo el sueño de la siesta, tengo que salir a escape con el carrito vacío por la acera a buscar, primero a uno y, de ahí, al colegio a recoger al otro. No puedo ni ir al bar a tomarme una copa y ver a los amigos porque a las horas en que se reúnen, que son éstas, tengo que estar en el parque para que los niños jueguen". Y,a renglón seguido añadió: "todo por la loca de mi hija". "Jesús, hombre, no diga eso", le digo yo con cautela, porque no sabía de qué hablaba. "¿Que no diga eso? digo eso y más". Todo esto es por la loca de mi hija que tiene treinta años, dos hijos de dos hombres distintos y no vive con ninguno, sino en mi casa. Sale por la mañana a trabajar y no llega hasta las siete de la tarde y ¿cree que se ocupa de sus hijos, aunque sea de bañarlos y de darles la cena, digo yo, qué menos? No señora, a esas horas, se viste y se marcha  a la calle con una cuerda de amigas, iguales que ella, a "despejarse" del trabajo. Soy yo quien tiene que bañarlos y con ayuda de mi mujer les damos de cenar y los acostamos. Mi mujer es la que cocina, limpia la casa, lava, plancha y todas las cosas que ya no tendría que hacer. Se lo digo en serio, si llego a saber ésto, no me hubiese jubilado. ¿Y qué me dice de las noches?  Ya la cosa está más calmada porque le he cogido el tranquillo, pero hasta hace unos meses, al más mínimo ruido, saltaba de la cama, cogía un pañal y sin abrir los ojos iba hasta la cuna para cambiar al crío de turno. Si solo eran meados terminaba enseguida, pero si estaba cagado tenía que abrir bien los ojos porque la primera vez que lo hice, me fui a la cama con un pegote en la camiseta que no vi y dormí toda la noche con el pegote y con el olor. Por la mañana mi mujer tuvo que cambiar las sábanas de la cama".


La verdad, no sabía si reírme o tomármelo en serio. Lo había dibujado tan bien, que me recordó a aquellas escenas de películas de los años sesenta de Alberto Closas con una familia de quince hijos. 

       Había oído suficiente, me levanté con la disculpa de la cría y eché a andar, sin perder de vista al otro que jugaba al fútbol, en busca de un nuevo banco.



Como un milagro, había uno donde estaba una señora sola, que me recordó a Joan Báez, ya vieja, claro, pues debía tener los setenta largos. Desdentada, traje anodino, parecido a un saco, zapatos negros planos con los dedos retorcidos, tremenda melena cana recogida en una coleta en la nuca y un bolso, que por más que me fijé no sabría decirte qué color tenía. No obstante su rostro y su voz eran agradables. Todavía no me había sentado cuando la señora me dice: "Qué mona es su nieta". Yo solo atiné  decir un "HUM" con una media sonrisa pero sin abrir los labios, para no darle cuerda. Pero fue insuficiente, tendría que haberme hecho pasar por sordomuda porque el "hum" le dio pie para empezar a hablar: "Me encantan los niños, siempre me han gustado". Tras una pausa y un suspiro de mi parte y por aquello de la educación recibida le contesté "Sí, dan muchas satisfacciones pero también mucho trabajo. ¿Tiene nietos?, le pregunto, más por cortesía que por interés. "No señora, no tengo ni nietos, ni hijos, soy soltera" ¡Ah! dije yo.¿ Qué podía decirle?: "¿No sabe lo que se ha perdido?, o ¿está soltera porque ha querido? ¿Quién era la guapa que le decía aquello a la pobre mujer que parecía sacada de una revista hippy? 

             Tercer intento. Me levanto, ya sin disimulo alguno, y me dirijo a la zona de los futboleros, donde la niña se interpuso en medio de un desenfrenado torneo de penaltis. Al igual que en las películas como Mary Poppins, la pelota la eludía sin que llegara a tocarla. ¡Eso sí que es un milagro y no que la Virgen se te aparezca en un árbol!. ¡Ah! querida, pero ese milagro se esfumó desde el momento en que intervine para cogerla y alejarla del peligro; la pelota aterrizó en mis posaderas haciéndome trastabillar, aunque no llegué a caerme, pero causó la hilaridad de los crios, nieto incluido, que entre risas me pedían disculpas. Al segundo, reanudaron el juego y yo me marché con la niña a la zona donde están todos los cachivaches ideados para el entretenimiento de los pequeños y para agudizar la lumbalgia de los mayores: un arenal, acotado, donde, desde que entras, los zapatos se convierten en dos bistecks empanados. Lo primero que visualizas son críos de todos lo tamaños y colores, todos gritando, unos saltando y todos sudando y, una  ristra de abuelos haciendo el intento de hablar entre ellos pero que, casi siempre, se dejaban la palabra en la boca para correr a auxiliar a algún nieto. Pues, en ese arenal es donde están los toboganes, chismes de todo tipo, algunos con resortes gigantescos que, cuando se suben a ellos, los críos se balancean adelante y atrás como si estuvieran hipnotizados; casitas enanas con escaleras más enanas, por donde quieren entrar cuatro a la vez y tú tienes que respirar hondo, hacerte la buena y dejar paso a los demás mientras aguantas 15 Kg en brazos hasta que te toca meterla por la puertecilla. Total para correr al lado contrario a toda velocidad y evitar que se lance de cabeza  a la arena desde una altura de metro y medio.
   ¡Ay! ¿y los toboganes, qué? Dios, no hay un crío que quiera subir por las escaleras para tirarse, todos quieren subir por la rampa, les da flojera subir las escaleras. Entonces la solución es: coger al crío en volandas y colocarlo directamente en el comienzo del tobogán para que se lance. Así una y otra vez hasta que logras apartarlo y llevarlo a otro aparato, no tan divertido, pero sí más descansado para uno.






Tercer tipo de abuela
Una mezcla de ambas.


Y en este arenal es donde encontré al otro tipo de abuela, que llegó al mismo tiempo que yo:
sesenta y cinco años, delgada, pantalones pitillos, sueter y rebeca , ésta última por encima de los hombros y anudada en el pecho, collar de perlas pequeñas tipo gargantilla, bolitas de perlas en las orejas, melena de mechas rubias a la altura de los hombros y zapatos bailarinas. El nieto era el mismo reflejo: cuatro años, pantalones bermudas a cuadros azules, rojos y blancos, polo azul y sandalias azules. Yo la observaba porque llegó con tan buena disposición, hablando a su nieto agachada, como dándole instrucciones y, de pronto, cuando más entusiasmada estaba, éste la deja con la palabra en la boca y se larga corriendo para el tobogán grande. Ella lo seguía con los pies enterrados en la arena, lo que le dificultaba avanzar con la rapidez que quería. Cuando llegó por fin al tobogán, el nieto había desaparecido y estaba en un artilugio de cuerdas por donde  hay que subir, tipo Tarzán.

 Ahí la mujer perdió toda la estudiada compostura para adaptarse a la realidad que tenía delante. Cuando logró agarrar al nieto, la rebeca la llevaba anudada a la cintura, el pelo le caía sobre la cara, los pies se le habían quedado anclados en la arena y debían pesarle como dos lingotes de plomo y, con una servilleta de papel intentaba limpiarse las manos a las que se le había adherido la arena por el azúcar de un chupete que le tuvo que sostener al nieto, mientras éste, olvidado del mismo, se había lanzado de cabeza a probar todos los artilugios del arenal. 

¿Crees que ésto termina aquí? Pues estás equivocada. Todavía me quedó recoger a los niños y pasar por delante de la terraza del bar del parque.  ¿Y a quién crees que vi allí? A todos los padres de los críos del arenal, que en animadas y despreocupadas charlas, tomaban sus cervecitas, refrescos y tapitas de frutos secos para "despejarse" de los asuntos de trabajo. Estuve mirando a ver si veía a la hija del jubilado y la vi, no solo a ella sino a veinte como ellas.

Así que: ¿Aún echas de menos tener nietos? Esa pregunta se la hice a una señora, después de contarle todas estas peripecias y alguna más y, sabes lo que me contestó:
     
Besos morrocotudos
À tout à l'heure, ma chérie


  ¿Tiempos pasados fueron mejores? ¿si? o ¿no?, ¿si? o ¿no?

lunes, 1 de julio de 2013

TAMPAX, CONDÓN Y ELEFANTES

Querida Pa:

Aquí estoy de nuevo. Creo que estoy, porque el calor me tiene atontada. Se me ocurrió un experimento para que una planta de la terraza, de las que llaman delicadas, no se quemara con el sol. Le clavé en la maceta la sombrilla de la playa, largamente olvidada en el trastero y milagro milagroso, funcionó. Las hojas dejaron de quemarse, se pusieron verdes y fuertes y pasado dos meses y para mi sorpresa, comenzó a florear. Una flor blanca preciosa, pequeña pero con dignidad y chulería. Pero como todo no puede ir perfecto en esta vida, hace un par de días veo que, por el suelo de la terraza, aparecen trozos de tela que al cogerlas se me deshacían en la mano. Las barrí y pensé que habría sido el viento que las había traído por los aires. No obstante, ya sin viento y con un calor de tres mil pares, los trozos continuaban apareciendo en el suelo. De repente, cuando estoy regando la planta, sujeto la sombrilla para rodarla y ¡agüita!, me quedé con un trozo de la tela en la mano. Levanto la vista y veo que todo el centro de la sombrilla estaba hecho jirones. Esa era la tela que caía en la terraza. Querida, el calor y el viento la había destrozado. En fin, tendré que comprar una nueva en los chinos, urgente, porque si no se me quemará la planta. ¡Qué cosas me pasan!
Lo cierto es que a estas alturas todavía me sorprende la imaginación del ser humano, unas para bien y otras para mal.   Te digo esto por lo siguiente:
Hace unos días, enciendo la tele y, cómo no, estaban pasando publicidad. De pronto, algo llamó mi atención: un nuevo spot de Tampax Pearl. Supongo que lo habrás visto, pero por si no es así te la resumo. Ambiente tropical, piscina de hotel de quinientas estrellas pegada al mar, una chica muy mona que sale de la piscina con un tampax en la mano y con desparpajo y simpatía se dirige a un joven, diseñado por Miguel Ángel, rubio y guapísimo que, sin decir palabra pero con su mejor sonrisa, ahueca la mano mientras la chica introduce el tampax en ella, tira del dispositivo y ¡Voilà!. La chica mira a la pantalla y le explica al público que la está viendo, lo fácil que es de colocar y lo maravilloso que es el tampax pearl. A continuación y para que no queden dudas sobre lo que acaba de comentar, se lanza de cabeza a la piscina, mientras, no uno, sino tres chicos, entre ellos el de la demostración, vestidos con un look deportivo y con una sonrisa estereotipada hacen el amago de asomarse a la piscina para ver a la sirena que se acaba de lanzar, con un tampax dentro de su cuerpo (me imagino). Yo te pregunto: ¿De qué manera se podría catalogar el anuncio? De mal gusto, de hortera, de absurdo... si, todo eso ya lo tiene por descontado, pero creo que lo que realmente le falta es imaginación. Los publicistas que lo han diseñado, han ido a lo más obvio pero adornándolo con un ambiente exótico, un trío de guaperas y una chica mona. Lo han revuelto bien y se lo han vendido al empresario como un spot que tiene gancho, que es original y que tiene glamour.  Fíjate lo poco creativo que es, que a mí, de inmediato, se me ocurrió la misma publicidad pero para los condones. Mismo ambiente y mismos protagonistas pero a la inversa.   La chica guapa es la que tiene  un pepino recién pelado en la mano y cuando va a trocearlo para ponerlo en la ensalada, llega el chico con un condón          explicando lo fácil que es colocarlo. En un pis pas, la chica se ve mirando el pepino con el condón y una sonrisa en los ojos y en la boca, a punto de saltar al cuello del chico que, dándole la espalda y de cara a la pantalla  explica al publico televidente las excelencias del uso del condón XXL. Mientras, dos nuevas chicas, insinuantes, se acercan a la del pepino y las tres se aferran a él con una pícara sonrisa en la boca. ¿Quieres decirme qué tiene eso de original, de imaginativo, de glamouroso o simplemente de estético?
Todo eso ha disparado mi imaginación y he diseñado un spot de Tampax Pearl nuevo. No te rías que sé que ya lo estás haciendo. Allá va.
   

Imagínate una manada de elefantes en las praderas de África que, por fin, después de días de caminata llegan a un buen charco de agua. A pesar de las ganas que tienen, no solo de beber sino de revolcarse en el lodo, la jefe de la manada ve atónita como sus elefantas rodean el charco sin atreverse a entrar. La elefanta arruga el ceño, las mira con enfado, lanza un barrito de impaciencia y, saliendo a desgana del agua se encamina hasta los arbustos seguida por la mirada de todas las demás. De pronto, aparece con una gigantesca caja de Tampax Pearl en la trompa y con un giro digno del mejor atleta de maza, la lanza hacia las elefantas que se apresuran a recogerla. Todas ellas se hacen con un preciado tampax en la trompa y diligentemente desaparecen en los arbustos para, a los pocos minutos, regresar al charco en un acompasado trote. Como puestas de acuerdo, se lanzan al agua en medio de barritos de gusto y satisfacción. Se revuelcan en el lodo y un rato después emergen todas, al unísono, en el centro del charco, con las trompas hacia arriba y barritando de alegría. Misión cumplida. El Tampax ha traspasado las fronteras.
¿Qué? No te parece más divertido, llamativo y efectivo? ¡Caray, todo terminado en ivo! Por supuesto, como creadora del spot estaría tras las cámaras viendo la filmación y, para que no te desconsueles, ¡oh musa de inspiración! me acompañarías al corazón de África. Al fin y al cabo estarías en tu ambiente, senderismo hasta hartarte, ambiente salvaje como tú y quién sabe, puede que con un poco de suerte te tropieces con el nieto de Tarzán. Eso sí, en la mochila Tampax Pearl y Antalgín.

Besos de morritos.
À bientôt, ma chérie.