Querida Lui:
Hoy me tocó impartir tu país. Eso me hizo recordar la historia que vivimos y he decidido escribirla. Trataré de ser lo más fiel posible, dado que la memoria, con el paso del tiempo, tiende a desdibujar los detalles y, a veces, a olvidarlos del todo.
Capítulo 1.-
Me pregunto si existen las casualidades o es que, alguna vez, los polos iguales se atraen, contradiciendo con ello, las leyes de la física. No puedo contestar a estas preguntas de manera científica, pero sí puedo contar una experiencia que me hizo pensar en aquellos momentos que, las primeras, existen y que, las segundas, puede que tengan sus excepciones. Allá va:
Debo remontarme a unos años atrás y a un país caribeño donde, por circunstancias que no vienen al caso, me tocó vivir. Dada la naturaleza del trabajo de mi marido, vivíamos en un lugar cercano a dos grandes ríos. El lugar,¿qué más da su nombre?, era una zona de reciente creación, de pocos años atrás, trazada según los cánones norteamericanos cuando éstos fueron contratados por el Gobierno para la construcción de las infraestructuras que se necesitaban para extraer el petróleo y, a cambio, aquellos conseguían la concesión para la explotación de dichos yacimientos petrolíferos por un tiempo determinado. Así que, había que adecuar la zona, salvaje y sin nada que no fuera una exposición exhuberante de la naturaleza, para alojar a todo el personal que tendría que vivir en la zona junto con sus familias. A ellos se les unió luego, empresas de todas partes del mundo, subcontratadas para multitud de tareas específicas, complementarias y necesarias, ya que, al mismo tiempo que se extraía el petróleo, se explotaban yacimientos de hierro, aluminio y otros minerales. Cualquiera pensaría que a Dios, en el reparto de buenaventuranzas, se le torció la muñeca y un puñado de las mismas se le cayó de la mano yendo a parar a ese país y a ese lugar.
La zona, enorme como todo en América, y prácticamente despoblada, estaba dividida por un accidente geográfico, una especie de barranquillo con un viejo puente como único paso que, milagrosamente, se mantenía en pie. En la margen derecha, quedaba la parte nueva con un trazado al estilo yanki: grandes avenidas, edificios nuevos con pisos gigantescos de materiales de primera calidad y bien orientados. Y en todos ellos, una piscina, rodeada de un área muy amplia de césped donde podías sentarte, o bien, llevarte una hamaca o una silla, mientras observabas a los niños en el agua o jugando en los alrededores. La zona de estacionamiento quedaba dentro del mismo edificio, al aire libre, nada de subterráneo y los coches, la mayoría americanos, eran de último modelo en su marca, aunque también los había europeos. Hasta aquí, todo era idílico, a no ser por el calor que, en ocasiones, era insufrible. No obstante, pasado un tiempo te acostumbrabas a él y solo lo notabas cuando te desplazabas a algún lugar de temperatura más benigna.
En la margen izquierda, el panorama era drásticamente diferente: chabolas, hacinamiento, pobreza, pero eso sí, música a todas horas, caras alegres y ganas de vivir. Fuera de los "ranchos", como así se les llama a este tipo de chabolas, casi sin excepción te daban la bienvenida dos grandes columnas de altavoces, bien sujetas encima de una piedra, para que el agua que corría por las calles, ya fuera de lluvia, ya fueran aguas negras y malolientes, no las mojara. Era tan común, que cuando encontrabas alguna casita de mampostería sin las enormes columnas vociferantes, te quedabas mirando y pensando "no debe vivir nadie". Los coches, de dos décadas atrás, parecían lanchas motoras en lugar de coches, la mayoría desvencijados, con motores que sonaban como la voz de un anciano y con la pintura de varios colores, tapando algún desperfecto ya arreglado que podía hacer palidecer de envidia al mejor pintor cubista. Se aparcaban sin orden ni concierto en cualquier sitio, aunque procuraban no entorpecer el paso. Las calles, que no eran tales sino caminos sin asfaltar, por donde apenas podían pasar cuatro personas de frente, tenían sus puntos negros y si dabas con alguno de ellos entonces, había que dar marcha atrás y conseguir llegar a un lugar donde poder girar y estacionar, para luego continuar andando. En la época de lluvias, auténticas tormentas de agua, se convertían en barrizales, momento en que los altavoces se cubrían con plásticos o se entraban a la chabola hasta que amainara y, el resto del año, seguían siendo caminos de tierra seca, endurecida y polvo en suspensión. No obstante, el lugar desprendía autenticidad, reflejo de una realidad que alcanzaba a todos los rincones del país: un atraso evolutivo de más de cincuenta años, donde convivían dos únicas clases: la de mucho dinero, que todo el mundo conocía y el resto, que era la mayoría de la gente y que únicamente subsistía. Irónicamente, esta gran mayoría era consciente de que su país estaba entre los más ricos del planeta. La llamada clase media, traumáticamente conseguida en Europa a lo largo de los siglos, no existía, con excepción de algunos pequeños comerciantes y de los profesionales extranjeros que cobraban con arreglo a los salarios de sus países, además de una serie de privilegios adicionales por estar donde estaban y llevar a buen término las grandes obras que se estaban desarrollando por iniciativa del Estado.
Así que, en este lugar, ya de por sí extraño en sí mismo, que mirando el mapa, no logras verlo ni con lupa, fui a parar yo, allá por los años ochenta y donde tuve ocasión de presenciar los hechos que luego pasarían a ser parte de mi conocimiento sobre el ser humano y por ende, una de tantas de mis historias que hoy voy a contarles:
El motivo de estar allí era el mismo que el de las demás mujeres, el trabajo de los maridos en las distintas macro obras de la zona, muy bien remunerado y, en cuyo paquete, incluía vivir en uno de esos flamantes edificios de la margen derecha. La casualidad o el destino, hizo que nosotros consiguiéramos un segundo piso, con una panorámica excelente y dando a la piscina. ¿Podía pedirle algo más a la vida? Por supuesto que sí porque, no todo lo que es dorado es oro, pero eso lo contaré otro día. Dado que a aquella zona, no iban más que extranjeros, la mayoría entre treinta y cincuenta años, era lógico que fuera recibida por esposas de mi misma edad, o poco más, y con las cuales congenié enseguida. Todas teníamos hijos de edades parecidas, por lo que, jugaban juntos, se enfermaban casi al mismo tiempo y se curaban de la misma manera. Era una ventaja, ya que, de esa forma, podíamos controlar los tiempos. Todas, excepto una, que no tenía hijos.
Y es de ésta y de otra de las chicas, de quienes voy a hablarles. La primera, se llamaba Lucía Belinda y algo que me sorprendió, ya que, en Europa solo se utilizaba un nombre así tuviera diez en la partida, la llamaban Lucía Belinda, los dos nombres. Era originaria del país, nacida y criada en la capital; de las poquísimas que podías encontrar en aquella zona inhóspita. Maestra de infantil, se había casado un par de años antes y había aterrizado allí porque era una promesa real de trabajo para su marido y, porque el apartamento donde vivía, era una reciente inversión de sus padres y, por tanto, no pagaba alquiler. Los poderosos del país invertían en la zona, confirmando con ese acto que era la más prometedora y de proyección de futuro. Sin embargo, no todos pensaban lo mismo: la construcción de viviendas para alojar a los técnicos y profesionales llegados de todas partes, puso en duda, en más de una ocasión, que el modelo creado sobreviviese una vez concluidas las obras. Esta división de opiniones entre la clase inversora, era sotto voce, por lo que, en la práctica, no influía demasiado; se seguía construyendo de manera constante, a ritmo moderado pero el precio de los inmuebles, en cambio, subía a paso de galope.
La segunda, era andaluza, se llamaba Angélica, era Licenciada en Historia del Arte y tenía tres niños, un varón y dos hembras y, también, por motivos de trabajo de su marido, que era aparejador, se encontraba en aquel lugar artificial.
Ahora bien, ¿qué podía hacer allí una mujer preparada, ya fuera europea, norteamericana o del país, con aspiraciones profesionales y joven? Poca cosa, por no decir nada, excepto ponerse morena como el chocolate, delgada de tanto sudar, acentuar el color del pelo, las que eran rubias como yo, de tanto sol y baño en la piscina o, conseguir mechas naturales en aquellas que lo tenían castaño y, para rematar, hablar y leer. Se preguntarán ¿y la tele? La tele era tan mediocre y absurda que no valía la pena verla, con excepción de los noticiarios y un fantástico programa de divulgación histórica de la mano de uno de los hombres más cultos del país y que, por supuesto, no me perdía. Hablar lo hacías con cualquiera durante el día, con la esperanza de que el tiempo transcurriera deprisa hasta la llegada de la tarde, cuando comenzaban a llegar los maridos. Yo tenía la secreta esperanza de que, el mío, trajera alguna buena noticia del tipo de: "en seis meses habremos terminado y podremos irnos". Sin embargo, en lugar de eso me tocó, durante casi tres años, oír sus peripecias en el trabajo, contestarle con las palabras justas y dar pie a que continuara hablando; de esa forma pretendía empaparme de una voz masculina que tanto escaseaba en aquellos edificios durante el día y, aceptar que en esos momentos, me convertía en una especie de psicólogo, oyendo resignadamente las frustraciones, los aciertos, anécdotas de los trabajadores, discusiones con los jefes... de un marido convertido en paciente que, cuando terminaba de hablar, se iba a la ducha, luego a cenar y luego a la cama. Así, día tras día y, por mucho que oteara el horizonte, las tropas salvadoras de la caballería no llegaban nunca. Aburrida y desesperanzada, llegó un momento en que dejé de mirar y solo me dispuse a esperar, esperar a que algo sucediera y cambiara el rumbo de esa monotonía. Esos eran, más o menos, mis sentimientos, luego pude comprobar que también lo eran de las portuguesas, vascas, catalanas, norteamericanas, noruegas... de Lucía Belinda y por supuesto de Angélica; todas prisioneras de una situación que jamás imaginaron, ni imaginé siquiera, cuando, en mis tiempos de adolescente leí "Dos años de vacaciones" de Julio Verne, que era una aventura maravillosa.
Por eso de la compatibilidad de caracteres o por lo que sea, formamos un trío: Lucía Belinda, Angélica y yo, que fomentamos con el paso de los meses y, como el ser humano necesita compartir para sentir que existe, que respira y que forma parte de este mundo, cada día las conversaciones entre las tres iban cobrando un carácter más intimista y personal. A veces no hacía falta palabras para saber el estado de ánimo en que se encontraba alguna y por qué. Los detalles venían luego, a media tarde, sentadas, tomando un buen café, generalmente, en casa de Lucía Belinda que, al no tener hijos, posibilitaba el estar tranquilas y sin interrupciones. Los niños quedaban en manos de las chicas de servicio durante esos ratos de relax.
El marido de Lucía Belinda, físicamente era un tipo alto, que sin ser feo tampoco destacaba por nada en especial, moreno, ojos oscuros, con bigote, simpático, hablador y de nombre Emilio. A mí nunca me ha gustado un bigote y era la única pega que le puse al conocerlo. En un primer momento, nadie sabía en qué trabajaba, dábamos por hecho que, al igual que los demás, lo hacía en cualquiera de las obras de la zona. Tampoco Lucía Belinda profundizaba en el tema. Por supuesto a ninguna se nos ocurría presionarla al respecto. Lo cierto es que, salía por las mañanas rumbo a su trabajo y no regresaba hasta la caída de la tarde, momento en que Lucía Belinda se despedía de nosotras para someterse a la tortura de oír. No hacía falta preguntar nada porque, las demás, pasábamos por el mismo trance, un poco antes o un poco después. Fue la época en la que estaba convencida de que se me había agudizado el oído, la vista me había mermado y las cuerdas vocales iban perdiendo elasticidad.
El marido de Angélica era distinto. De mediana estatura, ojos verdes, grandes y expresivos, pelo oscuro y guapo; en lo demás era idéntico a Emilio: simpático y hablador. Su nombre: Julio Jesús. Vamos un JJ para los americanos. Lo llamaban Julio, el Jesús no lo mentaba nadie.
El de María, fotógrafo profesional de Trinidad, era un tipo poco hablador, supongo que porque hablaba muy mal el español, alto, guapísimo, de piel negra profunda y de nombre Roger. Sus dos hijos eran espectaculares, ya que las facciones de los niños, un varón y una hembra, eran caucásicas como la madre pero parecía que los habían sumergido en un barril de tinta china. Era un contraste fascinador, que atesoré en más de una foto. Estaban allí como parte de los servicios que aquella zona demandaba, porque en el estudio, además de fotos, se podían hacer fotocopias.
El de Mirian era médico cirujano, Pedro, y ella un poco mayor que nosotras. Aún así se unía al grupo siempre que podía. El de Nuria era también médico, oftalmólogo, un tipo serio, agradable y de nombre Eligio. Ambos habían llegado a aquel lugar atraídos por sus posibilidades y juntos montaron una clínica que les iba muy bien.
En cuanto al mio, era ingeniero de minas, empleado de una empresa española y encargado de una de las tantas obras que estaban en marcha.
Y es de ésta y de otra de las chicas, de quienes voy a hablarles. La primera, se llamaba Lucía Belinda y algo que me sorprendió, ya que, en Europa solo se utilizaba un nombre así tuviera diez en la partida, la llamaban Lucía Belinda, los dos nombres. Era originaria del país, nacida y criada en la capital; de las poquísimas que podías encontrar en aquella zona inhóspita. Maestra de infantil, se había casado un par de años antes y había aterrizado allí porque era una promesa real de trabajo para su marido y, porque el apartamento donde vivía, era una reciente inversión de sus padres y, por tanto, no pagaba alquiler. Los poderosos del país invertían en la zona, confirmando con ese acto que era la más prometedora y de proyección de futuro. Sin embargo, no todos pensaban lo mismo: la construcción de viviendas para alojar a los técnicos y profesionales llegados de todas partes, puso en duda, en más de una ocasión, que el modelo creado sobreviviese una vez concluidas las obras. Esta división de opiniones entre la clase inversora, era sotto voce, por lo que, en la práctica, no influía demasiado; se seguía construyendo de manera constante, a ritmo moderado pero el precio de los inmuebles, en cambio, subía a paso de galope.
La segunda, era andaluza, se llamaba Angélica, era Licenciada en Historia del Arte y tenía tres niños, un varón y dos hembras y, también, por motivos de trabajo de su marido, que era aparejador, se encontraba en aquel lugar artificial.
Ahora bien, ¿qué podía hacer allí una mujer preparada, ya fuera europea, norteamericana o del país, con aspiraciones profesionales y joven? Poca cosa, por no decir nada, excepto ponerse morena como el chocolate, delgada de tanto sudar, acentuar el color del pelo, las que eran rubias como yo, de tanto sol y baño en la piscina o, conseguir mechas naturales en aquellas que lo tenían castaño y, para rematar, hablar y leer. Se preguntarán ¿y la tele? La tele era tan mediocre y absurda que no valía la pena verla, con excepción de los noticiarios y un fantástico programa de divulgación histórica de la mano de uno de los hombres más cultos del país y que, por supuesto, no me perdía. Hablar lo hacías con cualquiera durante el día, con la esperanza de que el tiempo transcurriera deprisa hasta la llegada de la tarde, cuando comenzaban a llegar los maridos. Yo tenía la secreta esperanza de que, el mío, trajera alguna buena noticia del tipo de: "en seis meses habremos terminado y podremos irnos". Sin embargo, en lugar de eso me tocó, durante casi tres años, oír sus peripecias en el trabajo, contestarle con las palabras justas y dar pie a que continuara hablando; de esa forma pretendía empaparme de una voz masculina que tanto escaseaba en aquellos edificios durante el día y, aceptar que en esos momentos, me convertía en una especie de psicólogo, oyendo resignadamente las frustraciones, los aciertos, anécdotas de los trabajadores, discusiones con los jefes... de un marido convertido en paciente que, cuando terminaba de hablar, se iba a la ducha, luego a cenar y luego a la cama. Así, día tras día y, por mucho que oteara el horizonte, las tropas salvadoras de la caballería no llegaban nunca. Aburrida y desesperanzada, llegó un momento en que dejé de mirar y solo me dispuse a esperar, esperar a que algo sucediera y cambiara el rumbo de esa monotonía. Esos eran, más o menos, mis sentimientos, luego pude comprobar que también lo eran de las portuguesas, vascas, catalanas, norteamericanas, noruegas... de Lucía Belinda y por supuesto de Angélica; todas prisioneras de una situación que jamás imaginaron, ni imaginé siquiera, cuando, en mis tiempos de adolescente leí "Dos años de vacaciones" de Julio Verne, que era una aventura maravillosa.
Por eso de la compatibilidad de caracteres o por lo que sea, formamos un trío: Lucía Belinda, Angélica y yo, que fomentamos con el paso de los meses y, como el ser humano necesita compartir para sentir que existe, que respira y que forma parte de este mundo, cada día las conversaciones entre las tres iban cobrando un carácter más intimista y personal. A veces no hacía falta palabras para saber el estado de ánimo en que se encontraba alguna y por qué. Los detalles venían luego, a media tarde, sentadas, tomando un buen café, generalmente, en casa de Lucía Belinda que, al no tener hijos, posibilitaba el estar tranquilas y sin interrupciones. Los niños quedaban en manos de las chicas de servicio durante esos ratos de relax.
El marido de Lucía Belinda, físicamente era un tipo alto, que sin ser feo tampoco destacaba por nada en especial, moreno, ojos oscuros, con bigote, simpático, hablador y de nombre Emilio. A mí nunca me ha gustado un bigote y era la única pega que le puse al conocerlo. En un primer momento, nadie sabía en qué trabajaba, dábamos por hecho que, al igual que los demás, lo hacía en cualquiera de las obras de la zona. Tampoco Lucía Belinda profundizaba en el tema. Por supuesto a ninguna se nos ocurría presionarla al respecto. Lo cierto es que, salía por las mañanas rumbo a su trabajo y no regresaba hasta la caída de la tarde, momento en que Lucía Belinda se despedía de nosotras para someterse a la tortura de oír. No hacía falta preguntar nada porque, las demás, pasábamos por el mismo trance, un poco antes o un poco después. Fue la época en la que estaba convencida de que se me había agudizado el oído, la vista me había mermado y las cuerdas vocales iban perdiendo elasticidad.
El marido de Angélica era distinto. De mediana estatura, ojos verdes, grandes y expresivos, pelo oscuro y guapo; en lo demás era idéntico a Emilio: simpático y hablador. Su nombre: Julio Jesús. Vamos un JJ para los americanos. Lo llamaban Julio, el Jesús no lo mentaba nadie.
El de María, fotógrafo profesional de Trinidad, era un tipo poco hablador, supongo que porque hablaba muy mal el español, alto, guapísimo, de piel negra profunda y de nombre Roger. Sus dos hijos eran espectaculares, ya que las facciones de los niños, un varón y una hembra, eran caucásicas como la madre pero parecía que los habían sumergido en un barril de tinta china. Era un contraste fascinador, que atesoré en más de una foto. Estaban allí como parte de los servicios que aquella zona demandaba, porque en el estudio, además de fotos, se podían hacer fotocopias.
El de Mirian era médico cirujano, Pedro, y ella un poco mayor que nosotras. Aún así se unía al grupo siempre que podía. El de Nuria era también médico, oftalmólogo, un tipo serio, agradable y de nombre Eligio. Ambos habían llegado a aquel lugar atraídos por sus posibilidades y juntos montaron una clínica que les iba muy bien.
En cuanto al mio, era ingeniero de minas, empleado de una empresa española y encargado de una de las tantas obras que estaban en marcha.
Ya estoy esperando la continuación. Qué interesante el ambiente, la gente y La historia. Es real? No importa, sigue contando por favor.
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