Si conoces la verdad, una mentira la detectas de inmediato; si la desconoces, el camino que conduce a ella, por norma, suele ser largo, sinuoso y lleno de tropiezos. Pero un día te levantas y, sin saber cómo ni por qué, los hechos comienzan a encajar de manera suave, sin estridencias y entonces descubres la verdad. Y esa verdad puede gustarte o no, pero es un descanso para la mente.
Lucía Belinda, era una mujer joven, uno o dos años más que Angélica, creo, con una sonrisa encantadora, suave y triste en muchas ocasiones. Enamorada de los niños a los que mimaba y por los que se desvivía encontró en los tres hijos de Angélica el motor necesario para reír a carcajadas, involucrarse en sus juegos, cuidarlos cuando hacía falta y, mimarlos también.
Durante la época escolar, Angélica se dedicaba a organizar la comida, algo de lo que, por norma, se ocupaba personalmente, ya que, la mayoría de las chicas de servicio desconocían la cocina española y ella era muy mediterránea. Recuerdo cómo se enfadaba por la dificultad para encontrar pescado fresco. En cambio la carne, se podía conseguir de toda clase de animales: vacas, venados, serpientes... Tenía una dieta escrupulosa para la familia, sobre todo por los niños: potajes de verduras, carne dos veces en semana, pescado, si lo conseguía fresco tres veces, y si no, congelado, ensaladas, mucha fruta y, bocadillos únicamente en la merienda. La comida, en general, era económica, pero había ciertas cosas que no solo eran caras sino que no se conseguían. Por ej. manzanas, peras, ciruelas o pescado. En los países tropicales se come mucho a base de harina: arepas, cachapas, hallacas, cazabe, arroz a diario, acompañando casi cualquier comida y, un sinfín de platos basados, la mayoría, en la harina. Solía decir, con mucha gracia por cierto como buena andaluza que, la gente del país, con la dieta de harina que llevaban, no estaba más gorda gracias al clima. Angélica era la más joven de todas nosotras y la que más hijos tenía. Era una auténtica modelo, guapísima, con un cuerpo escultural que hacía volver la cabeza cuando la veías, pero sabía como minimizar ese impacto con naturalidad, mostrándose tal y como era, simpática, culta y con una indiferencia hacia sí misma que conseguía que las demás mujeres no se sintieran incómodas, muy al contrario se la rifaban por estar en su mismo grupo. Conseguía que la gente se olvidara de su físico y se centrara en su cerebro. Yo observaba, admirada, semejante cualidad y aprendí a su lado a valorar cosas y hechos que, antes de conocerla, ni tan siquiera podía imaginar. Aprovechaba, siempre que tenía oportunidad, de enfrascarse en el mundo de la historia y del arte que, todas, a su alrededor, oíamos con avidez; en parte porque era como el sustituto de una película o una obra de teatro, tan añoradas como una simple ciruela. Estas peroratas, como ella las llamaba para quitarle importancia, tenían lugar en el césped de la piscina, por las tardes, mientras los niños se bañaban o jugaban. En el fondo, yo sabía que lo hacía como parte de una necesidad para sentir que estaba viva y hacer que aquel destierro pasara lo más rápidamente posible. La entendía a la perfección y compartía totalmente su punto de vista. Si soy sincera, a mi me ayudó muchísimo y no peco de exagerada si digo que, a las demás, también. El tiempo se sucedía de una manera más amable y menos agresivo.
En cuanto a Lucía Belinda, las cosas eran distintas. Todo el cariño y dedicación a los niños, no era extensible a los adultos. Para empezar, nunca la vi en traje de baño y, por tanto, jamás se bañó en la piscina. Alegaba que el sol le hacía daño y que no le apetecía. Durante las mañanas, compartía algún rato en casa de Angélica quien se abstenía de presionarla para bajar al césped por las tardes, cuando comprobó que nada le haría cambiar de opinión. Pero también nos dimos cuenta de que, poco o nada, le gustaba estar en su propia casa y que, apenas, le dedicaba el tiempo necesario para mantenerla limpia y en condiciones. La perra de Lucía Belinda, un hermoso animal de color castaño, pelo al cepillo y un rabo largo y peligroso que meneaba como un látigo, campaba a sus anchas por toda la casa, por lo que, el olor a perro lo notabas nada más entrar y, los pelos del animal pululaban por todas partes. El resto de la casa era por un estilo: en su dormitorio, jamás vi la cama hecha, siempre desordenado y con ropas aquí y allá; el jardín, que no era tal sino un terreno yermo y sin plantas, daba al salón, separado por un magnífico porche con sillas y mesa donde nos sentábamos la mayor parte de las veces que bajábamos a tomar café y, por tanto, no podías ignorarlo. Cobraba vida gracias a la perra que, encantada de estar en compañía, lo recorría con grandes carreras, parándose, de vez en cuando, para hacer alguna gracia. Lo peor era la cocina. Lucía Belinda tenía todos los cachivaches de una gran cocinera, aunque nada guardado en las alacenas, con excepción de la vajilla, ollas y sartenes. La gran mayoría de artilugios estaban a la vista, en la encimera o colgando en la pared de azulejos. En cuanto al fregadero nunca lo vi limpio, siempre estaba lleno de loza sin lavar, por lo que te daba un poco de agobio entrar en ella. No obstante, apenas le concedía importancia a tanto desorden por dos cosas: una porque para mí aquella zona y todo lo que sucedía en ella me parecía paranormal y, otra porque preparaba un café exquisito y con esmero y, como un milagro, lo servía en tazas de porcelana inglesa, regalo de boda de su madre. Digo milagro porque, entre tanto desorden, era capaz de sorprenderte con algo tan fuera de lugar como café servido en tazas de porcelana inglesa. Por otro lado, la naturaleza la había dotado de un carácter especial ya que, en estas pequeñas veladas, se mostraba como la mejor anfitriona que yo haya visto, razón por la que también aprendí a no dar valor alguno a su modo de vida. Su conversación fluida, coherente e interesante sobre los avatares de la vida, constituían un motivo de reflexión para Angélica y para mí. El tiempo con ella, al igual que con Angélica se me pasaba muy rápido y, secretamente, esperaba el momento de encontrarme, ya fuera con las dos juntas o, con cualquiera de ellas a solas.
Recuerdo que, la primera vez que estuve en casa de Lucía Belinda, no pude menos que comentar con Angélica, una vez salimos de su casa, el estado general de la misma y mi extrañeza ante el contraste que suponía una mujer tan interesante y, por otro lado, tan dejada en lo concerniente al orden y la limpieza. Angélica, con la sagacidad de una mujer inteligente y perspicaz, que lo era y mucho, se limitó a comentar que, detrás de todo aquello había algo que todavía no sabíamos y que estaba influyendo de manera muy grave en el estado de ánimo de Lucía Belinda por lo que, con un poco de tiempo y sin presiones, terminaríamos por descubrir. Dijo algo en aquel momento que me dejó muy pensativa y que ,cuando la verdad salió a relucir, pensé admirada que algunas personas tienen un don especial para intuir ciertos hechos y ella era una de ellas : "lo único que espero es que, sea lo que sea, no la destruya". Luego se cerró en banda y dio la conversación por terminada. Era notorio el cariño entre ellas, el respeto mutuo que se profesaban, casi como hermanas y en ocasiones, me vi relegada de sus confidencias. No podía tomármelo a mal porque las circunstancias en las que nos encontrábamos, no daba lugar para crear enemistades, de lo contrario, la soledad podía matarte y por otro lado, entendía la afinidad que existía entre ambas y la respetaba. Ese respeto salvó nuestra amistad y nuestra cordura en aquel tiempo interminable que pasamos en la selva. Y no exagero al respecto, pues una vez terminaban las lindes marcadas por la desforestación, la selva se alzaba poderosa, exigente, amedrentadora, peligrosa y, aunque me cueste admitirlo, extraordinariamente hermosa vista desde las alturas que amenazaba con devorarnos si los servicios forestales se descuidaban en sus tareas de poda.
Uno de aquellos días en los que el calor y la humedad procedentes de la selva y de los ríos impregnaba el ambiente sintiendo que, el cerebro se me derretía, que el alma me desaparecía, que ni el agua de la piscina, ni una ducha de agua fría era capaz de aliviar, que aquella espera, a la que todas nos habíamos entregado, no podía continuar sin que nada la alterase, me convencí de que algo estaba a punto de suceder; debía ser así pues no era posible que el mundo pasara ante nuestra vista, día tras día, de la misma forma, los mismos acontecimientos, la misma rutina. Me aferraba a esa percepción para no enloquecer. Ignoro si fue por el convencimiento absoluto en tal creencia o porque el mundo idílico que habíamos creado ya no podía mantenerse por más tiempo, lo cierto es que, aquella mañana, la vida de todas nosotras comenzó a cambiar. Se aproximaba el final del curso escolar y a tu alrededor sentías la presencia de los niños con una vitalidad y una energía que te dejaban exhausta de solo pensar en cómo mantenerlos ocupados durante las vacaciones. ¿Vacaciones? ¿Qué vacaciones? aquel lugar era una trampa mortal para la imaginación o un reto, si queremos darle un nombre más alentador, pero la realidad era la que era y no había más.
Sería alrededor de media mañana, cuando Angélica me llamó por teléfono para ir, de urgencia, a casa de Lucía Belinda. Ante semejante llamada y sin más explicaciones, me apresuré a salir de casa, solté lo que estaba haciendo, probablemente alguna tontería para matar el tiempo y, bajé en el ascensor hasta el piso bajo. Allí me esperaba Angélica, que me hizo una señal de silencio y tocamos el timbre. Al momento, nos abrió Lucía Belinda, en cuyo rostro se percibían las huellas del llanto. Murmuró unas palabras de saludo y nos condujo al porche seguidas por la perra. Sobre la mesita de jardín, había una jarra de limonada con abundantes piedras de hielo y tres vasos recién sacados del congelador. El calor era tan agobiante que agradecí al cielo haber cogido, antes de salir de mi casa, una caja de pañuelos de papel que puse encima de la mesita y que, de inmediato, sirvió también para enjugar las lágrimas de Lucía Belinda. No estaba segura de si serían suficientes para secar el sudor que manaba sin cesar por todos los poros de nuestra piel, pero recordé que tenía más en casa.
" Emilio quiere tener un hijo, y yo, no puedo dárselo", dijo, con voz entrecortada por la emoción y, a continuación, se echó a llorar. La frase, corta y sin preámbulos, tuvo el poder de paralizar mi brazo que se alzaba, con el vaso lleno de limonada, directo a la boca. Lo bajé despacio, intentando no hacer ruido y, ladeé la cabeza. No se movía una hoja de los árboles que asomaban sus copas por encima del muro del jardín y hasta la perra intuyó que algo grave pasaba a su dueña pues se echó a sus pies. Angélica y yo nos miramos entre desconcertadas y compungidas sin que pudiéramos reaccionar. Pasaron unos segundos antes de que Lucía Belinda comenzara de nuevo a hablar. Esta vez su voz sonó más clara y, a medida que lo hacía, se limpiaba los restos de las lágrimas de sus ojos. Una calma y una paz se apoderó de ella, como si el hecho de haber dicho aquella simple frase la hubiese liberado de un peso que su cuerpo no podía soportar. "He decidido adoptar un niño, lo vengo pensando desde hace tiempo porque no tengo otra solución y, aún así, no es ninguna garantía de que con ello se solucione el problema". Yo no me atrevía a abrir la boca, la confesión era tan sorprendente que, por otra parte, no sabía qué debía decir. En cambio Angélica, con la eficacia con la que solía hacer casi todo, le hizo una pregunta: ¿Qué clase de problema? y ambas esperamos la contestación como si estuviéramos hipnotizadas, al menos yo, sin quitar la vista de ella que, haciendo un gran esfuerzo, consiguió dar una respuesta que salió de su boca con acento de desesperación: "Que Emilio se vaya, que me deje, que se divorcie de mí. Hizo una pausa y a continuación sentenció: "No sé si podré soportarlo". Luego volvió a llorar, esta vez de manera suave, íntima y dolorosamente. Me di cuenta de que por lo que realmente estaba angustiada era porque quería desesperadamente a su marido y no aceptaba la vida sin él; se había casado queriéndolo a él y no a la futura descendencia que pudieran tener. Ignoraba, antes de casarse que, sus ovarios quísticos, serían un serio impedimento para quedarse embarazada, lo supo después y, por lo visto, cuando se lo comunicó a su marido, la actitud de él cambió. Así que, llevaba mucho tiempo enfrascada en una lucha desesperada por encontrar una posibilidad de concebir, pero hasta el momento la ciencia no le ofrecía soluciones.
Sé que puede parecer despiadado decir esto, pero mis plegarias habían sido escuchadas por alguien que tenía oídos y poder: por fin había sucedido algo que rompía aquella monotonía brutal, aunque fuese a costa del dolor y el sufrimiento de una de nosotras que, tal y como yo lo veía, poco me importaba que fuese yo la que tuviese el problema; cualquiera, en realidad, con tal de que las cosas cambiaran. Puede que Lucía Belinda creyera que nuestras vidas y las del resto del grupo eran un paraíso de remanso y felicidad, pero yo estaba convencida y, hoy lo estoy aún más, de que, el paraíso se hizo para los vagos y los faltos de imaginación. Creo que es preferible mil veces el infierno, donde el dios de las profundidades te reta constantemente con su maldad, a la pasividad de un supuesto Edén. La maldad es la que te mantiene alerta en la adversidad, es el mejor acicate para poner a prueba tus defensas; puede convertirse en una lucha constante de inteligencias y eso es bueno para el ser humano porque lo ayuda a ser paciente, imaginativo, realista, buena o mala persona, según sean sus principios y valores, pero, sobre todo, a ser hombres y no animales. Así que, a partir de aquel momento, se inició una escalada de hechos que afectaron, no solo a Lucía Belinda, sino a todas las demás. Nuestras propias miserias salieron a la luz y, con ellas, nos vimos reflejadas en el estanque de la vida real, con una nueva pátina de color, más auténtica y más sana.
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