jueves, 8 de agosto de 2013

MAÑANA COMIENZA OTRA ESTACIÓN (3)

Capítulo 3.-

Ha pasado tiempo desde aquel momento de confidencia, muchos años en realidad y, sin embargo, caló tan hondo en mi que, cuando se dan las mismas condiciones climáticas de calor y de humedad, los recuerdos vuelven de nuevo con nitidez sin que nada pueda hacer por alejarlos: el vaso de limonada, las copas de los árboles, la mirada de Angélica, seria y con la vista fija en una llorosa Lucía Belinda, la perra echada a sus pies...

           Nuria, vecina de Angélica, puerta con puerta, era la típica mujer de un médico de la época, además de: habladora, ama de casa perfecta, dominante con sus hijos y muy poco con su marido y, Psicóloga. Como no le gustaba bañarse en la piscina, durante el curso escolar se pasaba las mañanas organizando la casa, la comida y, demás tareas domésticas con la chica de servicio a la que manejaba como a un subalterno militar: listas y más listas de cómo debía hacer las cosas, de cómo dirigirse a ella y a su marido, de cómo actuar cuando tenía invitados..., en fin una sofocante imitación de aristócrata. De estatura normal, calzaba tacones altos cada vez que se le presentaba la ocasión, todos de firma y que costaban un buen dinero, algo que podía permitirse. Me era difícil entender cómo era posible que, con aquel calor que nos mantenía sudando a chorros, ella se atreviera a embutirse los pies en un zapato cerrado y de tacón que, por otro lado, siempre terminaban llenos de polvo y con las tapas gastadas después de tres puestas. Lo cierto es que, cada vez que la veía subida a esos zancos mi cuerpo, de manera refleja, se defendía sudando aún más. Le gustaba llamar la atención, era algo obvio, ya fuera por su vestimenta, ya fuera hablando y, si lograba ser el centro de atención, estaba en la gloria. Creo que, por esto último, llevaba bastante mal el aislamiento al que ella misma se había sometido negándose a bajar a la piscina. Así que, un día, (yo creo que ya no pudo aguantar más), la vimos aparecer con pantalones cortos, camiseta de asillas, gorra y grandes gafas de sol, caminando hasta nosotras que, sin aspavientos, la recibimos como si fuese algo habitual. En el fondo todas sabíamos que aquello tenía que suceder y quizá esa certeza fue la que nos indujo a no darle mayor importancia. Con ella venían sus dos hijos, radiantes de alegría por la decisión de su madre y que, nada más soltar las bolsas que llevaba cada uno con sus cosas, se integraron  al resto de niños que nadaban en la piscina o que jugaban en el césped con las pelotas. Hasta ese momento pensábamos que Nuria había vivido de espaldas a esa zona por su carácter un tanto excéntrico, pero la realidad era más sencilla: no sabía nadar y, por lo tanto, le aterraba que le sucediera algún percance a sus hijos (que tampoco sabían) y no pudiera ayudarlos. Confesar que no sabía nadar le costó; dejó pasar unos días con la excusa de la regla, pero como ésta no podía durar eternamente, terminó por claudicar y admitir que lo de nadar no era lo suyo. Criada en un pueblo de Castilla León no vio el mar hasta bien entrado los veinte años.  Como consecuencia de su miedo al agua y, de que sus hijos tampoco supieran nadar, compró todo lo que se le ocurrió que podía ser importante para la seguridad de aquellos: manguitos, flotadores de cintura, flotadores de espalda... y, para su sorpresa y alegría a los quince días, ambos niños sabían nadar perfectamente y lanzarse del trampolín de la misma manera que los demás. No obstante, ella misma reconocía que se encontraba más cómoda dentro de su burbuja doméstica, con sus salidas a alguna fiesta o, en reuniones de amigos relacionados con el trabajo de su marido que tomando el sol y vigilando a los chicos. Al fin y al cabo, "moriré sin aprender a nadar, así que, es mejor hacer lo que domino y estar con quien más cómoda me siento". Palabras que en realidad escondían una enorme inseguridad; enfrentarse a algo desconocido le producía pavor.

 Otra de sus excentricidades que a todas nos hacía mucha gracia, era el modo de vestir a sus hijos, como si estuvieran en Europa, en lugar de hacerlo como requería aquel lugar inhóspito, solitario y sofocante que, a mí, me generaba "alucinaciones", dolor de cabeza y mal humor. Una de mis "alucinaciones" más recurrentes era divisar desde la ventana de mi terraza las típicas pelotas de hierbas resecas, rodando sin rumbo fijo y empujadas por la brisa caliente y húmeda tantas veces vistas en las películas del Oeste; aquellas películas a las que nos tupieron los norteamericanos en los años sesenta. En realidad, nunca vi pelota alguna, algo que no me explicaba puesto que, estaba segura de que se daban todas las características para su formación. Me convencí de que había cogido en un fallo a la naturaleza. Años después, un poco más instruida y menos tonta, comprendí por qué no se formaban.

 Angélica intentó en más de una ocasión, hacerle ver a Nuria que, si no se adaptaba y vivía con intensidad los meses o años que le tocara en aquel lugar y país, tendría un vacío en su vida que, a la larga, lamentaría. Estoy segura de que ésta no la oía, a pesar de que la miraba y le sonreía asintiendo con la cabeza; en su fuero interno estaba convencida de que lo que hacía y cómo lo hacía era lo mejor. Ese modo de ser chocaba con la naturaleza de  Angélica, una mujer pragmática y amoldable; si tenía que estar todo el día con cholas en los pies lo hacía, si no podía arreglarse el pelo porque las condiciones climáticas se lo impedían, se lo recogía en una coleta alta o en un moño informal y lo adornaba con alguna traba original comprada en algún mercadillo. En su vestuario no creo que hubiera un pantalón largo, siempre andaba con los cortos, ya fuera bien rematados o desflecados por haber metido tijera a alguno que todavía tuviera perneras, dejando al descubierto sus bonitas y largas piernas tostadas por el sol y, a sus hijos, les transmitía esa misma filosofía de vida lo cual era muy divertido; los niños eran ingeniosos, educados, libres de verdad, de dentro afuera, seguros de sí mismos y apasionados por aquel lugar que consideraban el paraíso. Esa despreocupación real, auténtica y nada estudiada de Angélica y de sus hijos, me pareció que no era compartida de la misma forma por su marido Julio y, a medida que iba conociéndolo me reafirmaba en que tenía razón. De hecho, Angélica se mostraba tal y como era cuando él no estaba y, bastante incómoda, en su presencia. Ese comportamiento me chocaba bastante cuando me percaté de ello, más tarde comprendí la razón. Y no me gustó.  

  Nuria nunca entendió a Angélica. Todas nosotras, en cambio, hicimos lo posible por copiar su estilo de vida, sin duda el mejor, para soportar aquel lugar y hacer frente a la vida tal y como viniese, en cualquier lugar y en cualquier circunstancia por dura o extraña que fuese. No obstante, Angélica, jamás cedió un ápice de terreno en sus costumbres más íntimas: su educación, fruto de las enseñanzas familiares en especial de su madre, en su amor por la cultura en general, en su afán por documentarse, fuera el tema que fuese, en sus valores "machaconamente" inculcados en el colegio de monjas, en la disciplina... en toda una serie de aprendizajes que formaban parte de sí misma, que habían conformado su carácter y habían potenciado lo bueno del mismo. "Todo ese conglomerado de vivencias me ha hecho ser como soy; espero que las experiencias que adquiera de aquí en adelante me hagan más sabia, no tanto por mí sino por mis hijos", me dijo un día mientras hablábamos de la trascendencia de la vida, lo que influía en los niños el que los padres fueran de una u otra manera. "No creas que no me doy cuenta de mis defectos, sé cuales son y procuro luchar contra ellos, unas veces lo consigo, otras no, pero al menos los reconozco". En aquellos momentos me parecía que era perfecta, pero la lógica me demostraba que tenía defectos como todo ser humano, ella misma lo reconocía, pero yo no los vi hasta mucho después.   

Nuria se debatía entre dos sentimientos contrarios con respecto a Angélica: por un lado intentaba imitarla y, por otro, su yo auténtico, su naturaleza o su genética, la traicionaban constantemente, actitud que la hacía parecer cursi, en muchas ocasiones. Sin embargo, lo peor que llevaba no era el calor, ni el lugar, ni la lejanía de Europa; lo que de verdad la tenía todo el día contrariada era que, a su edad, sufría de acné. Y éste no era suave o esporádico, nada de eso, era permanente y de granos enormes, con pus y enrojecidos que solo mejoraban cuando tomaba antibióticos, prescritos para curar alguna bronquitis asociada con fiebre o, cuando tomaba baños de mar durante semanas. El otro aspecto de su carácter que a mí me producía rechazo era su afición al cotilleo. Un cotilleo que, a la mayoría, nos resultaba desagradable. Le faltaba tiempo para pregonar, como el bando de un ayuntamiento, cualquier chisme del que se enterara. Esa fue la razón por la que Lucía Belinda, Angélica y yo decidimos llevar en secreto el tema de la adopción y no comentarlo con nadie más hasta que el bebé estuviera en casa de Lucía Belinda. Las cosas podían torcerse y no queríamos ni imaginar los comentarios de Nuria al respecto. No obstante, como en todo siempre hay algo bueno y en las personas más aún,  Angélica, que le desagradaba oír críticas destructivas de nadie, no permitía que se hablara mal de Nuria en su presencia y, para contrarrestar el efecto negativo de cualquier comentario sobre su modo de ser, resaltaba su carácter práctico y decidido ante la vida, su conocimiento de las tareas domésticas, entre las que destacaba su amor por la cocina, los trucos y recetas que aquella le había enseñado, su papel como madre y, otra serie de valores que yo no me atrevía a poner en duda, aunque no me parecían suficientes para paliar el daño que, en ocasiones, podía hacer un chisme de Nuria acerca de cualquiera.  Esa decidida defensa que hacía Angélica de todo el mundo, era lo que, sin darte cuenta te llevaba a confiar en ella; sabías que no iba a permitir a nadie hablar mal de ninguna persona en su presencia porque, como solía decir, muy convencida, "todo el mundo, tarde o temprano, tendrá miserias en sus espaldas, incluida yo misma y por lo tanto hay que esperar a que el tiempo pase para poder analizar los hechos con imparcialidad.  La historia del mundo me lo confirma: países, Estados, reyes, aristócratas, la iglesia, el ejército y el pueblo, a lo largo de los siglos, han variado su visión de los hechos del pasado en función de la época en la que son analizados". Luego pasaba a demostrárnoslo con ejemplos muy ilustrativos que, todas entendíamos por lo bien que los explicaba, además de encontrar un público adecuado ya que, la mayoría, eran mujeres que tenían una buena formación académica, aunque la única de historia era ella. Nuria era Psicóloga, Mirian enfermera, Lucía Belinda maestra de infantil, Fábia, la portuguesa, Licenciada en lo que en España era equivalente a Románicas, Itziar, la vasca, era Licenciada en Francés, Erika, la noruega en Económicas y Paula, la catalana, Perito en contabilidad.

Uno de esos días en los que hilvanábamos una conversación tras otra, sentadas en el césped de la piscina con el griterío de fondo de los niños, tomando el sol, leyendo o simplemente dejando correr la tarde,  Fábia , la portuguesa, soltó un comentario sobre el lenguaje de pasada, sin énfasis, sin afán de controversia, casi sin que la oyéramos con claridad. De hecho la mayoría no lo oyó, pero ¡ay! sí que lo hizo Angélica que, de inmediato, preguntó asombrada: "¿Cómo dices? Repite eso que acabas de decir". La misma Fabia se sobresaltó ante la pregunta incisiva de Angélica  pero, con calma y, esta vez con las miradas de todas vueltas hacia ella, dijo:   "que el español es un portugués mal hablado". 
      Estoy convencida y, en aquellos momentos más aún que, esa frase, fue otra de mis súplicas oídas por el que tiene el poder donde quiera que esté, ya que, a partir de aquel momento, se suscitaron acaloradas discusiones en defensa de una u otra teoría en la que, cada cual en su especialidad, comenzó a aportar su punto de vista. Lo que había comenzado como un simple comentario, se convirtió en un debate en el que, cada afirmación o teoría,  había que demostrar con pruebas. Una simple frase que, en cualquier otro país, en otro lugar y en otras circunstancias hubiera pasado desapercibido, allí cobró una importancia tal que, la comunicación, las discusiones, las diferencias de opinión se vivían con apasionamiento, incluso con agresividad. De la misma manera que lo hacía la naturaleza de nuestro entorno. Se pasaba de acaloradas discusiones, a auténticas clases magistrales impartidas por cualquiera de nosotras y que el resto seguía con atención. Los maridos, hartos de tanto trabajo práctico y exigente, se unieron al grupo; en principio, movidos por la curiosidad más que por el interés en sí del tema en discusión, luego, eran los primeros en llegar a tiempo para no perderse una palabra. Atentos y curiosos oyentes, llegaron a participar de manera activa, aportando, cada cual,  su particular visión sobre el tema en cuestión. El asunto no fue nada fácil de resolver y, a mí me daba igual quien ganase pues, lo que realmente me importaba, era oír las argumentaciones de unos y otros con sus correspondientes pruebas que las sustentasen. Las argumentaciones se exponían con apasionamiento, diría que hasta con encono y con saña. Angélica y yo logramos, como un milagro, que Lucía Belinda se uniera al debate y, aunque su pensamiento estaba en los trámites de la adopción y en la mejor manera de comunicárselo a Emilio, siguió nuestro consejo de que se lo pensara durante un tiempo para que ella misma fuera haciéndose a la idea, como si fuera un embarazo, ya que, traer al mundo a un hijo no era como ir al mercado y comprar una lechuga, que si estaba mala la tirabas. En esto, si salía mal tenía que seguir adelante, no había marcha atrás. La cordura se había impuesto a la desesperación y había aceptado. En medio de ese tiempo de reflexión estalló la discusión del tema del idioma portugués y del español y no le quedó otra salida que unirse a ella, aunque sin muchas ganas pero, se las ingenió para no estar en el centro de aquella tormenta de opiniones haciéndose cargo de la intendencia: café, té, alguna tarta, quesillo y cualquier cosa que se le pasara por la cabeza, para llevar y servir durante el tiempo que pasábamos reunidos. Este papel lo compartía con Nuria, encantada de exhibir sus dotes de anfitriona, aunque el lugar no fuera su casa,  más que de participar todo el tiempo en las clases que allí se impartían. Ambas se distraían, ora cocinando, ora oyendo y, de vez en cuando, participando con alguna que otra pregunta sobre algo que les interesaba. Creo que Angélica y yo, sin duda,  fuimos las que más disfrutamos durante aquellos meses con el tema planteado. Angélica porque  estaba ejercitando la mente, se lo había tomado como un duelo de dialéctica y un trabajo detectivesco, lo que la obligó a "desempolvar" sus conocimientos de la historia anterior a los RRCC, remontándose a la formación de los reinos españoles y "al condado" lusitano. Se fue hasta aquellos tiempos para luego enlazar con las invasiones bárbaras, los romanos, los griegos y los indoeuropeos, los del origen común, no solo en raza sino en lenguaje. No pude anotar todo lo que se decía, pero sí lo suficiente para poder comprender mejor esa parte de la historia de la que no tenía idea, salvo nombres y hechos sueltos como el de algún rey godo, de la enorme ristra que aprendí en el colegio y, alguna batalla significativa; del resto lo ignoraba casi todo. Así que, en más de una ocasión y antes de reunirnos, pregunté varias veces a Angélica sobre alguna duda del tema para que me quedara claro. Digo claro por decir algo, ya que la realidad era que me costaba mucho seguir aquel auténtico galimatías de nombres de reyes, formación de reinos, matrimonios, tratados, guerras y peleas fratricidas. Los reinos de Asturias, León, Navarra, Castilla, la traición de Enrique de Borgoña, el primer conde de Portugal, casado con la hija natural del rey de León Alfonso VI, Teresa de León, fruto de su relación con Jimena Muñoz en 1093, fue expuesto con la suficiente claridad como para que todos los que nada sabíamos al respecto pudiéramos seguirlo. El hecho de que dicho condado no ocupara el territorio que hoy conocemos como Portugal, porque en realidad era parte del reino de Galicia situado entre el Miño y el Tajo, una franja fronteriza con Lusitania, que iba desde el Tajo hasta el sur de lo que conocemos hoy como Portugal, dio la impresión de que Fábia se había anotado un punto. Sin embargo, Angélica redobló sus esfuerzos de nuevo remontándose, no solo hasta ese momento de la formación de los reinos españoles, sino mucho más atrás, en su afán de demostrar su teoría de la evolución del lenguaje partiendo de Grecia, las invasiones bárbaras procedentes de Asia, el desarrollo del latín como lengua vulgar en los comienzos de Roma,  las bifurcaciones del mismo en toda Europa... y, sobre todo, la vinculación con los pueblos indoeuropeos de los que, por lo visto, desciende gran parte del lenguaje europeo y, así demostrar que, lo que afirmaba Fábia no se sustentaba ni poniéndole patas. Ésta, en vista del desafío y muy ducha en la formación lingüística, no se quedó atrás: se fue a los orígenes y formación del lenguaje, expuso las influencias recibidas y, para ello, partió de la argumentación de Angélica de los pueblos indoeuropeos y lo llevó hasta la formación del portugués y del español. Hizo hincapié en el asentamiento de la tribu lusitana desde la zona del Tajo hasta el sur desde mucho antes de la llegada de los romanos, analizó la raíz de las palabras de un idioma y de otro, los comparó con el italiano y el francés y, aún siendo muy interesante su línea de conocimientos era más técnica, por lo que, a mí, me resultó más árido, menos entretenido que las intrigas y hechos de la historia que Angélica contaba con fluidez y gran conocimiento. Analizando una y otra exposición, totalmente diferentes pero sólidamente relacionadas, me confirmó que, hasta un chisme bien contado tiene su arte. En fin, que día si y día también se organizaba un pulso intelectual con argumentaciones cada vez más interesantes a los que yo atendía como si mi vida dependiera de ello y, en realidad era así, ya que, un comentario hecho tan de soslayo y tan sin importancia en apariencia, nos mantuvo ocupados a todos durante un par de meses en un ejercicio intelectual que fue como un bálsamo para el espíritu. El hecho de que los hombres se unieran lo hizo más interesante. Su integración fue, en principio, por no quedarse solos en casa, luego por la curiosidad de la discusión y, por último por el interés suscitado. Todos eran de ciencias, carecían de los conocimientos necesarios para argumentar en serio, pero planteaban preguntas interesantes desde un punto de vista distinto a la corriente estrictamente de letras, lo que, obligaba a las expertas, a reconsiderar el tema y a volver a documentarse para contestar con coherencia. Durante ese tiempo de ejercicio intelectual, olvidé el malestar que me causaban el calor, los mosquitos y la humedad y, todos los días, a partir de las siete de la tarde, estaba puntualmente en el lugar de reunión establecido para continuar la discusión donde lo habíamos dejado el día anterior. Al sonar las once de la noche, dábamos por finalizada la sesión porque los maridos debían madrugar.

El triunfo mayor, pensándolo en perspectiva, no fue quien ganó o perdió, la verdad es que no se llegó a una conclusión concreta y determinante, sino que, las participantes, durante todo ese tiempo, dejamos de oír  la cantinela de los maridos sobre sus problemas de trabajo, abandonamos el aburrimiento crónico que padecíamos, las ganas de marcharnos de aquel lugar, inhóspito y carente de manifestación cultural alguna y, sin percatarnos del hecho, volvimos a recuperar el entusiasmo por la vida, a apreciar las cosas buenas que también tenía aquel lugar y, en mi caso, hasta recuperar al hombre del que me había enamorado: dinámico, divertido, interesante... Luego me enteré que a las demás también les había sucedido lo mismo. En fin, fue una etapa muy interesante y diferente que cerró lazos de amistad entre todos.

No obstante, el tema de la adopción, cada vez más apremiante, nos reunió de nuevo a las tres en casa de Lucía Belinda que, convencida y decidida a llevarla a cabo cuanto antes, nos confirmó que, el tiempo de espera y reflexión había concluido. A partir de ese momento, comenzaron los preparativos.

1 comentario:

  1. Me ha gustado mucho el tipo de relación que hay entre los personajes y el ambiente en el que se desarrolla la historia.
    Tu hermano escuchaba atentamente y con mucho interés mientras yo leía. Nos hemos reído con algunas anécdotas, como la de la sofocante imitación de arístócrata, muy buena.

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