Uno de esas mañanas, después de desayunar, Angélica y yo dejamos a los niños con las respectivas chicas de servicio y bajamos a casa de Lucía Belinda. Cuando estábamos a punto de tocar el timbre, aparecieron las dos pequeñas de Angélica suplicándole que las dejara estar con nosotras. No le quedó otro remedio que aceptarlo y entramos todas en la casa, una vez que Lucía Belinda abrió la puerta. Angélica me hizo una seña para que viera lo que hacía la pequeña nada más entrar. Todo su interés por estar allí se debía a que Lucía Belinda tenía a la entrada un mueble precioso con una casa de muñecas en cinco niveles, donde había de todo: salones, dormitorios, cocina, baños, jardín, perro y un cuarto de niños. En ese cuarto no faltaba un solo detalle, incluido un carrito de bebé con un niño miniatura dentro. La pequeña de Angélica, escudada tras nosotras, con mucho cuidado, puso su manita en el carro y comenzó a mecerlo adelante y atrás mientras, la mayor,miraba extasiada toda la casa. Angélica alargó un poco las salutaciones para que las niñas tuvieran tiempo de hacer aquello para lo que habían venido. Y es que Lucía Belinda les había llamado la atención en más de una ocasión de que, podían mirar la casita pero, no tocar los pequeños muebles de la misma porque eran muy frágiles y podían romperse con facilidad. Aún así, la pequeña no resistía la tentación de mecer aquel carrito que tanta fascinación le causaba. Una vez satisfecha la curiosidad, ambas niñas decidieron marcharse a su casa a jugar con su hermano. Las tres nos reímos del hecho, e hicimos un breve comentario acerca de la mentalidad de los niños y, de como ciertas cosas, llamaban tanto su atención, que eran capaces de inventar cualquier excusa con tal de obtenerlas.
El día, cómo no, amaneció sin una nube, el ambiente, por una vez, seco y, las hojas de los árboles que asomaban sus copas al jardín de Lucía Belinda, mostraban el mismo cansancio que nuestras articulaciones. Estábamos en plena época de lluvias, pero allí no caía una sola gota. El cielo se oscurecía paulatinamente hacia media tarde; viéndolo creías que, al fin, iba a apiadarse de aquel pueblo olvidado y descargaría un buen chaparrón. Luego, pasaba de largo, y nos dejaba a todos con la sensación de que no existíamos ni para los cielos. Las hojas de los árboles permanecían quietas y caídas protegiéndose de lo que se avecinaba. Lucía Belinda puso a funcionar un potente ventilador que, al menos, nos proporcionaba la ilusión de que respirábamos aire fresco. Como siempre, vestía uno de sus "saris", así los llamaba yo porque eran trajes sueltos y sin gracia. La desgana por todo se había asentado en su ánimo de tal modo que, había subido de peso de manera considerable. Me preguntaba a mí misma, en muchas ocasiones, si el hecho de no poder tener un hijo podía causar tantos estragos en una mujer. Digo estragos, porque había visto un álbum de fotos donde aparecía Lucía Belinda con quince kilos menos, bien vestida, muy guapa y elegante y, eran fotos de tan solo un par de años atrás, lo cual me asombraba aún más cómo, en tan poco tiempo, había alcanzado aquel sobrepeso.
Tanto Angélica como yo, creímos que iba a comunicarnos el resultado de sus reflexiones y su decisión de adoptar de manera firme, pero nos encontramos con la noticia de que se iba al día siguiente al centro de adopciones de la capital, donde tenía una cita concertada y, Emilio la acompañaba. De modo que, poco más podíamos decir o hacer. El tiempo de reflexión lo había ocupado también en hacer las gestiones pertinentes para llevar a cabo la ansiada adopción. Nos informó de manera somera, cómo había contactado con la persona que llevaba el centro y de cómo se había puesto de acuerdo con su marido en el día y la hora para acudir a la cita. Hablamos un poco sobre diversos temas relacionados con la criatura que iba a adoptar y nos despedimos. Ya en la puerta, le entregó a Angélica una copia de la llave de su casa, por lo que pudiera pasar; iba a aprovechar para visitar a su madre y a su hermana y no sabía cuánto tiempo estaría fuera.
Una semana, ese fue el tiempo que estuvo Lucía Belinda en la capital y, a su regreso, nos comunicó que todo había ido bien. Habían firmado los papeles necesarios y, en el centro de adopción, les aseguraron que pronto los llamarían, seis meses a lo sumo. Lo que en Europa se convertía en un calvario, allí era más rápido que el propio embarazo.
A partir de aquel momento, Lucía Belinda sufrió un cambio extraño. Con nosotras y, durante el tiempo que su marido permanecía en su trabajo, rezumaba alegría, ganas de vivir, de hacer cosas. No había variado su aspecto ni su peso pero sus ojos brillaban, su sonrisa era más abierta; se volvió habladora y hasta cedió con las niñas de Angélica dejándoles tocar, con mucho cuidado, los muebles y el carrito de bebé de la casita. En cambio, nada más caer la tarde y ante la inminencia de la llegada de Emilio, sus ojos se apagaban, moría su sonrisa y se encerraba en un mutismo nervioso. Luego, se marchaba a preparar la cena, si estábamos en mi casa o en la de Angélica y, si la reunión era en la suya, se ponía de pie y, con delicadeza, nos obligaba a levantarnos para acompañarnos hasta la puerta. Eran momentos de tensión, dejaba prácticamente de hablar y, con frecuencia, daba la impresión de estar en otra parte. A veces la oí murmurar como si hablara con alguien imaginario o, muy real para ella. Angélica siempre me contestaba lo mismo cuando le hacía ver lo que sucedía: "Espera querida, espera. Todavía queda trecho para saber lo que está sucediendo. No te quepa duda de que lo sabremos, pero será cuando llegue el momento. Por ahora, solo nos queda ayudarla en todo lo que podamos y en lo que ella nos deje".
Las vacaciones de verano estaban llegando a su fin y todas las madres se preparaban para el nuevo curso escolar: uniformes, libros y en algún caso,cambio de colegio, lo que mantenía ocupadas a muchas de ellas más de lo habitual por lo que, las bajadas al césped, eran más irregulares. Y eso que el calor era asfixiante y solo apetecía estar dentro del agua de la piscina. Desde mi privilegiada situación observaba los movimientos de todas ellas, incluida Lucía Belinda y Angélica. La primera seguía sin asomarse por aquel lugar y en cuanto a la segunda lo hacía cada vez que tenía un rato libre. Total, daba igual la hora. Podías bajar a darte un baño de madrugada si querías. El calor no aflojaba ni a esas horas con lo que, dormías con un ojo abierto y otro cerrado. La consecuencia era el padecimiento de un cansancio crónico en todos los que allí residíamos.Pensándolo de nuevo, creo que padecíamos, de manera crónica, de casi todo.
Uno de esos días de Septiembre, Lucía Belinda nos invitó a una merienda-cena, incluyendo a los maridos. Como siempre que había cualquier cosa que se saliera de lo habitual la invitación fue recibida como la vacuna de la malaria. No faltó nadie. Lucía Belinda se esmeró en prepararlo todo con nuestra ayuda. De la cocina se ocupó ella personalmente; nosotras de poner la mesa, llevar las bandejas de la comida y de dejarlo todo listo para la hora prevista. Emilio estaba sumamente colaborador, dichacharachero y amable. No paró de hacer chistes y de preparar las bebidas, algo que nosotros no teníamos idea: qüisquis, ron, tequila, soda y no sé cuantas más. Le hicimos la sugerencia de que debería haber también refrescos y agua, sobre todo por la mujeres que no tomábamos bebidas espirituosas y calientes como aquellas. Muy diligente, se apresuró en ir a comprar lo que faltaba, mientras, Lucía Belinda, aprovechaba para preparar dos grandes jarras de limonada que puso a enfriar en el frigorífico.
A las siete en punto comenzaron a llegar todas las parejas, con vestimenta fresca y cómoda. Se respiraba porque el cuerpo humano está preparado para ello aunque no quiera, pero nuestros cerebros funcionaban, de manera lenta y trabajosamente. Las conversaciones seguían el mismo ritmo, tranquilas y sosegadas, sin grandes esfuerzos, lo justo para mantener el ánimo. Y es que, llevábamos casi un mes soportando temperaturas prácticamente invariables, que oscilaban entre los treinta y cinco grados por la noche y, cerca de los cuarenta y cinco, durante el día. No había nadie con sobrepeso, todo el mundo estaba delgado, excepto Lucía Belinda. Inclusos los niños parecían sardinas, delgados, en pleno crecimiento y con una vitalidad arrolladora que cansaba de solo verlos retozar. Eran los que, sin duda, mejor sobrellevaban el calor; parecían dotados de alguna proteína especial que los protegía de aquel clima infernal. En cambio los adultos no nos despegábamos de los pañuelos de papel, bien colocados en los bolsillos de los pantalones o faldas, como quien lleva dinero y que, constantemente, pasábamos por la cara y el cuello para secar el sudor que ya se había convertido en parte de nuestro físico. Había que haber nacido allí para que aquello no sucediera. Lo había comprobado cada vez que me acercaba a la margen izquierda. Nadie sudaba, ni hombres ni mujeres. Quizá les ayudara el color oscuro de su piel, dotada de mayor cantidad de melanina o tal vez, el hecho de haber nacido en aquella zona, fuera lo que les proporcionaba una inmunización natural; lo cierto es que, sus cuerpos estaban preparados para aquel clima. Era más que probable pues, nuestros niños, mostraban una adaptación mejor que la nuestra. Los envidiaba. Sentados o trabajando, sus cuerpos delgados se movían al son de la música que nunca faltaba. Vivían mejor que nosotros en cierto sentido, ya que, eran felices con pequeñas cosas, se tomaban la vida sin transcendencia, la aceptaban sin cuestionarla, la dejaban correr sin rencores. Me dije que quizá fuera porque ignoraban lo que nosotros sabíamos del mundo, de lo que había más allá de aquellas fronteras, por lo que, la añoranza, era un sentimiento desconocido para ellos o, al menos, no tan exacerbado como el nuestro. Europa solo era un nombre en un libro escolar al que no daban ninguna importancia; al fin y al cabo, sus genes les decían que nunca verían ese continente. Por lo tanto era mejor vivir con lo que la naturaleza les había otorgado que suspirar por algo que no estaba a su alcance.
A medida que avanzaba la tarde, la temperatura iba bajando y la velada se fue animando. Los hombres hicieron sus típicos corrillos y las mujeres interveníamos de vez en cuando o bien charlábamos entre nosotras. El dúo más significativo fue el formado por Emilio y Julio. Ambos se seguían las bromas y los chistes, a cual más ocurrente, convirtiéndose en el centro de atención de los allí presente. Esa alegría despreocupada y chispeante de ambos, contagió al resto de los hombres que se animaron a exhibir sus mejores cualidades de divertimento; chistes, anécdotas, cuentos y algún chisme sabroso acerca de alguien que, por lo general, no conocía nadie. De ahí pasaron a contar batallitas, a cual más exagerada, la mayoría inventada, aunque narrada con el entusiasmo de la verdad. Y en esta fase de las batallitas fue cuando se produjo el cambio de atmósfera que hasta el momento había imperado en la reunión.
Emilio, una vez terminada la batallita contada por Julio, coreada por todos con sonoras carcajadas y asombro, se lanzó a contar la suya que, de entrada, dijo que, no era una invención, sino algo real que le había tocado vivir hacía unos años. No sé cual fue la razón, ni por qué, lo cierto es que nada más decir estas palabras miré a Lucía Belinda, sentada en el sofá al lado de Nuria y Fabia. Súbitamente, su rostro se apagó como se apaga una vela, bajó los ojos, apretó los labios y entrelazó las manos, estrujándolas entre si con nerviosismo. Tuvo un atisbo de valentía al alzar la vista y mirar a su marido fijamente. Intuí que ambos se entendían y, tras un momento de vacilación en el que creí que Emilio se debatía entre, si hacer caso de aquella advertencia o, seguir adelante, se decidió por girar la cabeza e ignorar la muda amenaza de su mujer. Ésta, rendida a la evidencia, se levantó con la excusa de ir a la cocina y traer más refrescos que ya estaban a la mitad. Ese fue el momento en el que Emilio, envalentonado, comenzó a contar su "batalla real" a la que imprimió un realismo que acaparó la atención de todos. A medida que desgranaba su pequeña historia, elevaba el grado de dramatismo. Comenzó contando que, hasta hacía unos años, era piloto comercial. Había estudiado muy duro para obtener la licencia y hecho muchas horas de vuelo en distintos aviones, hasta que un día logró tener en sus manos los mandos de un Boing. Ese día fue la culminación de un sueño largamente ansiado. Su carrera como piloto, se desarrolló en sus comienzos, en pequeñas compañías aéreas que recorrían las ciudades cercanas hasta que, cumplidas las horas de vuelo necesarias, pudo dar el salto a la compañía nacional, propiedad del gobierno. Por fin había llegado su momento y, se disponía a aprovecharlo al máximo. De entrada, le asignaron vuelos nacionales con aeronaves medianas cubriendo las grandes distancias entre ciudades de un continente tan grande como aquel. No obstante, estaba pendiente de la primera vacante que se produjera en los vuelos internacionales y, cuando ésta llegó había adquirido la suficiente confianza y destreza a los mandos de un avión. Así que, la mañana que lo llamaron, firmó el contrato correspondiente y a los dos días comenzó a volar en un Boing. No se hizo con los mandos del avión de inmediato, antes tuvo que hacer una pasantía como copiloto y aprender todas las prestaciones de aquella nave con el comandante de turno. Poco a poco, su conocimiento y confianza en aquella máquina enorme, se fue haciendo cada vez más patente hasta que, por fin, llegó el momento de hacer su primer vuelo como comandante en solitario. El destino: Argentina. No era lo que se consideraba un vuelo transatlántico pero, si lo pasaba sin problemas, estaba convencido de que pronto llegarían los demás. Y así fue; al cabo de mes y medio comenzó a atravesar océanos y continentes hacia países exóticos, desconocidos y de horas y horas de vuelo. Disfrutaba llevando los mandos del Boing, el avión que consideraba como uno de los mayores inventos de la humanidad y con los que prácticamente había recorrido el mundo. Explicó, con todo detalle, el cuadro de mandos, las prestaciones que tenía la nave, las medidas de seguridad, la mecánica, el disfrute que se sentía al poner el piloto automático y saber que algo tan grande te estaba llevando por el aire sin intervención de la mano del hombre y, por último, la habilidad que había que desplegar en su maniobra cuando se presentaban momentos de dificultad: viento, tormentas... No exagero si digo que no se oía ni el zumbido de un mosquito, tanta era la concentración de todos en el relato. De vez en cuando, Emilio se permitía romper la seriedad del mismo con algún símil a lo andaluz que provocaba las risas de todos.
Incluso yo, olvidé lo que había visto en Lucía Belinda momentos antes y, no despegaba la vista y el oído de las palabras de aquel hombre porque, lo que te enganchaba, no era lo que contaba como la manera en que lo hacía. Tenía magnetismo, él lo sabía y, lo explotaba. Algo parecido había visto antes en Julio; ambos hombres acaparaban la atención con la palabra. En más de una ocasión pensé que, si se dedicaran a la política, serían un peligro para el país.
Llegados a este punto del relato y a la espera del desenlace, Lucía Belinda hizo algo extraño: interrumpió a su marido, trayendo una bandeja con distintas viandas y bebidas frescas que depositó en la mesa, alrededor de la cual se sentaba la mayoría. Su marido le lanzó una mirada furibunda que, ella, pareció ignorar, no quedándole otro remedio que esperar a que terminara de servir. Lucía Belinda hizo todavía algo más atrevido o fuera de lugar: un intento de cambiar de conversación, preguntando una simpleza, a uno de los hombres, a la que éste, pillado por sorpresa, contestó con brevedad, dándole a entender que luego, que ahora no era el momento. En vista del resultado y sintiendo las miradas impacientes de todos en su persona, se encaminó, discretamente, hacia la cocina con los hombros caídos, la cabeza gacha y arrastrando los pies. Nadie, excepto su marido y yo, se percató de lo que había intentado. Es posible que Angélica también lo notara; su actitud, seria e indiferente, hacía imposible adivinar qué pensaba.
Emilio, disimuló muy bien el malestar que le había causado su esposa con su inoportuna interrupción, hablando con Julio y Eligio, el marido de Nuria, sobre detalles de lo que estaba narrando mientras su mujer terminaba de servir; no sería ella quien evitara que él contase su batalla real a un público cautivo como aquél, ávido de oír cualquier cosa que se saliera de lo cotidiano. Una vez que la vio marcharse, se atusó el bigote, gesto que a mi me daba repelús y, con su mejor sonrisa, se dispuso a continuar la narración donde la había dejado.
"Se preguntarán donde está el meollo de la historia" dijo con un gesto teatral de manos y, una sonrisa en los labios. "Pues en lo siguiente. Uno de esos días en los que regresaba a casa después de doce horas de vuelo, tranquilo y sin problemas y, faltando una hora para el aterrizaje, uno de los motores del avión se paró en el aire y, casi de inmediato, el otro comenzó a fallar. Se apagaron las luces del interior del avión y el pasaje comenzó a gritar, preso del susto y del miedo. Y no era para menos, la falta de ruido en las alturas se asocia enseguida con el fallo de algún motor y lo que nos resulta tedioso oír durante un largo viaje, se convierte en pavor si dejamos de percibirlo. El motor que fallaba, tiraba del avión como los respingos de un caballo encabritado. Los pasajeros lo sufrían de la misma manera. De inmediato, puse a funcionar el protocolo de aterrizaje de emergencia y mantuve la calma. Eso era esencial si quería llevar la nave a tierra. En el aeropuerto se dispararon las alarmas y, de inmediato, dispusieron un pasillo para darnos entrada. Las ambulancias y las máquinas de espuma estaban alineadas y preparadas por lo que pudiera ocurrir." Aquí hizo un pequeño alto para tomar un sorbo de güisqui que, también aprovechamos los demás para hacer lo mismo, solo que las mujeres bebimos refrescos o limonada.
No mentiría si dijera que, a aquellas alturas del relato, estábamos todos tan absortos y metidos en él, que vivíamos con la misma intensidad de miedo y pavor que los pasajeros, el fallo de los motores. Si se hubiese cometido un asesinato en el ático, apenas hubiésemos alzado una ceja. Miré fugazmente a Angélica que, en medio de su marido y de Nuria, no mostraba ningún signo de concentración, tan solo un amago de escepticismo y una sonrisa burlona en los labios. Lucía Belinda, apoyada en el quicio de la puerta de la cocina, que daba directamente al salón donde nos encontrábamos, oía a su marido con un gesto de desprecio en la boca y de ira en la mirada. Nunca había visto esas emociones en ella, pensaba que carecía de semejantes sentimientos, lo que provocó en mi un desasosiego que me asustó. ¿Qué estaba pasando allí? Lucía Belinda y Angélica estaban alejadas la una de la otra y sin embargo, sus emociones nada tenían que ver con las que sentíamos los demás. Ira, burla, desprecio, escepticismo, frente a miedo, concentración, angustia, o esperanza. No pude seguir pensando en esto porque Emilio retomó de nuevo la palabra.
Por lo visto, cuando se produce un fallo en una máquina de tal envergadura, las consecuencias son imprevisibles; la mayoría de casos suelen limitarse al fallo en cuestión sin que afecte al resto, aunque también sucede que, dicho fallo puede propiciar la rotura o desperfectos de algún otro elemento esencial en la maquinaria del avión. Y esto último es lo que sucedió. El tren de aterrizaje se bloqueó y solo la pericia de Emilio al volante del mismo, evitó una catástrofe. La pista se llenó de espuma, las ambulancias invadieron la pista y los pasajeros salieron ilesos por las rampas de emergencia. Emilio se llevó una sonora y agradecida salva de aplausos por parte de todos cuando el avión paró en medio de la pista y fue efusivamente felicitado por compañeros y jefes por haber sabido hacer frente a una situación tan delicada como aquella y coronarla con éxito.
Todos los allí presentes, aplaudimos con el mismo entusiasmo que el pasaje del avión. El relato había durado lo suyo, pero apenas lo habíamos notado.
Una vez en casa y, todavía bajo la influencia de las palabras de Emilio, mi cerebro se empeñaba en entorpecer la emoción del relato que intentaba revivir con imágenes entrelazadas que, nada tenían ver con aquello. Las alejé con una buena dosis de imaginación: me vi en aquel vuelo, traté de sentir las mismas sensaciones de pavor y de esperanza que los pasajeros y, cuando más ensimismada estaba rememorando el relato, mi cerebro se llenó de imágenes parecidas a las que acababa de oír aunque, en otro contexto, en otro lugar y con otros personajes. De pronto, todo lo que acababa de escuchar de labios de Emilio desapareció de golpe para dar paso a las imágenes de una novela que, años atrás, había leído de Arthur Hailey: "Aeropuerto" y, que tanto dio que hablar, hasta el punto de llevarla al cine. ¡Santo cielos! ¡era exactamente igual! Me levanté de la cama y me dirigí a la terraza. Apoyada en la baranda, alcé la vista hacia un cielo estrellado que me observaba con ironía. Las estrellas me picaban el ojo y yo sentí la burla de sus destellos. Me ruboricé y, a continuación, palidecí.
Las vacaciones de verano estaban llegando a su fin y todas las madres se preparaban para el nuevo curso escolar: uniformes, libros y en algún caso,cambio de colegio, lo que mantenía ocupadas a muchas de ellas más de lo habitual por lo que, las bajadas al césped, eran más irregulares. Y eso que el calor era asfixiante y solo apetecía estar dentro del agua de la piscina. Desde mi privilegiada situación observaba los movimientos de todas ellas, incluida Lucía Belinda y Angélica. La primera seguía sin asomarse por aquel lugar y en cuanto a la segunda lo hacía cada vez que tenía un rato libre. Total, daba igual la hora. Podías bajar a darte un baño de madrugada si querías. El calor no aflojaba ni a esas horas con lo que, dormías con un ojo abierto y otro cerrado. La consecuencia era el padecimiento de un cansancio crónico en todos los que allí residíamos.Pensándolo de nuevo, creo que padecíamos, de manera crónica, de casi todo.
Uno de esos días de Septiembre, Lucía Belinda nos invitó a una merienda-cena, incluyendo a los maridos. Como siempre que había cualquier cosa que se saliera de lo habitual la invitación fue recibida como la vacuna de la malaria. No faltó nadie. Lucía Belinda se esmeró en prepararlo todo con nuestra ayuda. De la cocina se ocupó ella personalmente; nosotras de poner la mesa, llevar las bandejas de la comida y de dejarlo todo listo para la hora prevista. Emilio estaba sumamente colaborador, dichacharachero y amable. No paró de hacer chistes y de preparar las bebidas, algo que nosotros no teníamos idea: qüisquis, ron, tequila, soda y no sé cuantas más. Le hicimos la sugerencia de que debería haber también refrescos y agua, sobre todo por la mujeres que no tomábamos bebidas espirituosas y calientes como aquellas. Muy diligente, se apresuró en ir a comprar lo que faltaba, mientras, Lucía Belinda, aprovechaba para preparar dos grandes jarras de limonada que puso a enfriar en el frigorífico.
A las siete en punto comenzaron a llegar todas las parejas, con vestimenta fresca y cómoda. Se respiraba porque el cuerpo humano está preparado para ello aunque no quiera, pero nuestros cerebros funcionaban, de manera lenta y trabajosamente. Las conversaciones seguían el mismo ritmo, tranquilas y sosegadas, sin grandes esfuerzos, lo justo para mantener el ánimo. Y es que, llevábamos casi un mes soportando temperaturas prácticamente invariables, que oscilaban entre los treinta y cinco grados por la noche y, cerca de los cuarenta y cinco, durante el día. No había nadie con sobrepeso, todo el mundo estaba delgado, excepto Lucía Belinda. Inclusos los niños parecían sardinas, delgados, en pleno crecimiento y con una vitalidad arrolladora que cansaba de solo verlos retozar. Eran los que, sin duda, mejor sobrellevaban el calor; parecían dotados de alguna proteína especial que los protegía de aquel clima infernal. En cambio los adultos no nos despegábamos de los pañuelos de papel, bien colocados en los bolsillos de los pantalones o faldas, como quien lleva dinero y que, constantemente, pasábamos por la cara y el cuello para secar el sudor que ya se había convertido en parte de nuestro físico. Había que haber nacido allí para que aquello no sucediera. Lo había comprobado cada vez que me acercaba a la margen izquierda. Nadie sudaba, ni hombres ni mujeres. Quizá les ayudara el color oscuro de su piel, dotada de mayor cantidad de melanina o tal vez, el hecho de haber nacido en aquella zona, fuera lo que les proporcionaba una inmunización natural; lo cierto es que, sus cuerpos estaban preparados para aquel clima. Era más que probable pues, nuestros niños, mostraban una adaptación mejor que la nuestra. Los envidiaba. Sentados o trabajando, sus cuerpos delgados se movían al son de la música que nunca faltaba. Vivían mejor que nosotros en cierto sentido, ya que, eran felices con pequeñas cosas, se tomaban la vida sin transcendencia, la aceptaban sin cuestionarla, la dejaban correr sin rencores. Me dije que quizá fuera porque ignoraban lo que nosotros sabíamos del mundo, de lo que había más allá de aquellas fronteras, por lo que, la añoranza, era un sentimiento desconocido para ellos o, al menos, no tan exacerbado como el nuestro. Europa solo era un nombre en un libro escolar al que no daban ninguna importancia; al fin y al cabo, sus genes les decían que nunca verían ese continente. Por lo tanto era mejor vivir con lo que la naturaleza les había otorgado que suspirar por algo que no estaba a su alcance.
A medida que avanzaba la tarde, la temperatura iba bajando y la velada se fue animando. Los hombres hicieron sus típicos corrillos y las mujeres interveníamos de vez en cuando o bien charlábamos entre nosotras. El dúo más significativo fue el formado por Emilio y Julio. Ambos se seguían las bromas y los chistes, a cual más ocurrente, convirtiéndose en el centro de atención de los allí presente. Esa alegría despreocupada y chispeante de ambos, contagió al resto de los hombres que se animaron a exhibir sus mejores cualidades de divertimento; chistes, anécdotas, cuentos y algún chisme sabroso acerca de alguien que, por lo general, no conocía nadie. De ahí pasaron a contar batallitas, a cual más exagerada, la mayoría inventada, aunque narrada con el entusiasmo de la verdad. Y en esta fase de las batallitas fue cuando se produjo el cambio de atmósfera que hasta el momento había imperado en la reunión.
Emilio, una vez terminada la batallita contada por Julio, coreada por todos con sonoras carcajadas y asombro, se lanzó a contar la suya que, de entrada, dijo que, no era una invención, sino algo real que le había tocado vivir hacía unos años. No sé cual fue la razón, ni por qué, lo cierto es que nada más decir estas palabras miré a Lucía Belinda, sentada en el sofá al lado de Nuria y Fabia. Súbitamente, su rostro se apagó como se apaga una vela, bajó los ojos, apretó los labios y entrelazó las manos, estrujándolas entre si con nerviosismo. Tuvo un atisbo de valentía al alzar la vista y mirar a su marido fijamente. Intuí que ambos se entendían y, tras un momento de vacilación en el que creí que Emilio se debatía entre, si hacer caso de aquella advertencia o, seguir adelante, se decidió por girar la cabeza e ignorar la muda amenaza de su mujer. Ésta, rendida a la evidencia, se levantó con la excusa de ir a la cocina y traer más refrescos que ya estaban a la mitad. Ese fue el momento en el que Emilio, envalentonado, comenzó a contar su "batalla real" a la que imprimió un realismo que acaparó la atención de todos. A medida que desgranaba su pequeña historia, elevaba el grado de dramatismo. Comenzó contando que, hasta hacía unos años, era piloto comercial. Había estudiado muy duro para obtener la licencia y hecho muchas horas de vuelo en distintos aviones, hasta que un día logró tener en sus manos los mandos de un Boing. Ese día fue la culminación de un sueño largamente ansiado. Su carrera como piloto, se desarrolló en sus comienzos, en pequeñas compañías aéreas que recorrían las ciudades cercanas hasta que, cumplidas las horas de vuelo necesarias, pudo dar el salto a la compañía nacional, propiedad del gobierno. Por fin había llegado su momento y, se disponía a aprovecharlo al máximo. De entrada, le asignaron vuelos nacionales con aeronaves medianas cubriendo las grandes distancias entre ciudades de un continente tan grande como aquel. No obstante, estaba pendiente de la primera vacante que se produjera en los vuelos internacionales y, cuando ésta llegó había adquirido la suficiente confianza y destreza a los mandos de un avión. Así que, la mañana que lo llamaron, firmó el contrato correspondiente y a los dos días comenzó a volar en un Boing. No se hizo con los mandos del avión de inmediato, antes tuvo que hacer una pasantía como copiloto y aprender todas las prestaciones de aquella nave con el comandante de turno. Poco a poco, su conocimiento y confianza en aquella máquina enorme, se fue haciendo cada vez más patente hasta que, por fin, llegó el momento de hacer su primer vuelo como comandante en solitario. El destino: Argentina. No era lo que se consideraba un vuelo transatlántico pero, si lo pasaba sin problemas, estaba convencido de que pronto llegarían los demás. Y así fue; al cabo de mes y medio comenzó a atravesar océanos y continentes hacia países exóticos, desconocidos y de horas y horas de vuelo. Disfrutaba llevando los mandos del Boing, el avión que consideraba como uno de los mayores inventos de la humanidad y con los que prácticamente había recorrido el mundo. Explicó, con todo detalle, el cuadro de mandos, las prestaciones que tenía la nave, las medidas de seguridad, la mecánica, el disfrute que se sentía al poner el piloto automático y saber que algo tan grande te estaba llevando por el aire sin intervención de la mano del hombre y, por último, la habilidad que había que desplegar en su maniobra cuando se presentaban momentos de dificultad: viento, tormentas... No exagero si digo que no se oía ni el zumbido de un mosquito, tanta era la concentración de todos en el relato. De vez en cuando, Emilio se permitía romper la seriedad del mismo con algún símil a lo andaluz que provocaba las risas de todos.
Incluso yo, olvidé lo que había visto en Lucía Belinda momentos antes y, no despegaba la vista y el oído de las palabras de aquel hombre porque, lo que te enganchaba, no era lo que contaba como la manera en que lo hacía. Tenía magnetismo, él lo sabía y, lo explotaba. Algo parecido había visto antes en Julio; ambos hombres acaparaban la atención con la palabra. En más de una ocasión pensé que, si se dedicaran a la política, serían un peligro para el país.
Llegados a este punto del relato y a la espera del desenlace, Lucía Belinda hizo algo extraño: interrumpió a su marido, trayendo una bandeja con distintas viandas y bebidas frescas que depositó en la mesa, alrededor de la cual se sentaba la mayoría. Su marido le lanzó una mirada furibunda que, ella, pareció ignorar, no quedándole otro remedio que esperar a que terminara de servir. Lucía Belinda hizo todavía algo más atrevido o fuera de lugar: un intento de cambiar de conversación, preguntando una simpleza, a uno de los hombres, a la que éste, pillado por sorpresa, contestó con brevedad, dándole a entender que luego, que ahora no era el momento. En vista del resultado y sintiendo las miradas impacientes de todos en su persona, se encaminó, discretamente, hacia la cocina con los hombros caídos, la cabeza gacha y arrastrando los pies. Nadie, excepto su marido y yo, se percató de lo que había intentado. Es posible que Angélica también lo notara; su actitud, seria e indiferente, hacía imposible adivinar qué pensaba.
Emilio, disimuló muy bien el malestar que le había causado su esposa con su inoportuna interrupción, hablando con Julio y Eligio, el marido de Nuria, sobre detalles de lo que estaba narrando mientras su mujer terminaba de servir; no sería ella quien evitara que él contase su batalla real a un público cautivo como aquél, ávido de oír cualquier cosa que se saliera de lo cotidiano. Una vez que la vio marcharse, se atusó el bigote, gesto que a mi me daba repelús y, con su mejor sonrisa, se dispuso a continuar la narración donde la había dejado.
"Se preguntarán donde está el meollo de la historia" dijo con un gesto teatral de manos y, una sonrisa en los labios. "Pues en lo siguiente. Uno de esos días en los que regresaba a casa después de doce horas de vuelo, tranquilo y sin problemas y, faltando una hora para el aterrizaje, uno de los motores del avión se paró en el aire y, casi de inmediato, el otro comenzó a fallar. Se apagaron las luces del interior del avión y el pasaje comenzó a gritar, preso del susto y del miedo. Y no era para menos, la falta de ruido en las alturas se asocia enseguida con el fallo de algún motor y lo que nos resulta tedioso oír durante un largo viaje, se convierte en pavor si dejamos de percibirlo. El motor que fallaba, tiraba del avión como los respingos de un caballo encabritado. Los pasajeros lo sufrían de la misma manera. De inmediato, puse a funcionar el protocolo de aterrizaje de emergencia y mantuve la calma. Eso era esencial si quería llevar la nave a tierra. En el aeropuerto se dispararon las alarmas y, de inmediato, dispusieron un pasillo para darnos entrada. Las ambulancias y las máquinas de espuma estaban alineadas y preparadas por lo que pudiera ocurrir." Aquí hizo un pequeño alto para tomar un sorbo de güisqui que, también aprovechamos los demás para hacer lo mismo, solo que las mujeres bebimos refrescos o limonada.
No mentiría si dijera que, a aquellas alturas del relato, estábamos todos tan absortos y metidos en él, que vivíamos con la misma intensidad de miedo y pavor que los pasajeros, el fallo de los motores. Si se hubiese cometido un asesinato en el ático, apenas hubiésemos alzado una ceja. Miré fugazmente a Angélica que, en medio de su marido y de Nuria, no mostraba ningún signo de concentración, tan solo un amago de escepticismo y una sonrisa burlona en los labios. Lucía Belinda, apoyada en el quicio de la puerta de la cocina, que daba directamente al salón donde nos encontrábamos, oía a su marido con un gesto de desprecio en la boca y de ira en la mirada. Nunca había visto esas emociones en ella, pensaba que carecía de semejantes sentimientos, lo que provocó en mi un desasosiego que me asustó. ¿Qué estaba pasando allí? Lucía Belinda y Angélica estaban alejadas la una de la otra y sin embargo, sus emociones nada tenían que ver con las que sentíamos los demás. Ira, burla, desprecio, escepticismo, frente a miedo, concentración, angustia, o esperanza. No pude seguir pensando en esto porque Emilio retomó de nuevo la palabra.
Por lo visto, cuando se produce un fallo en una máquina de tal envergadura, las consecuencias son imprevisibles; la mayoría de casos suelen limitarse al fallo en cuestión sin que afecte al resto, aunque también sucede que, dicho fallo puede propiciar la rotura o desperfectos de algún otro elemento esencial en la maquinaria del avión. Y esto último es lo que sucedió. El tren de aterrizaje se bloqueó y solo la pericia de Emilio al volante del mismo, evitó una catástrofe. La pista se llenó de espuma, las ambulancias invadieron la pista y los pasajeros salieron ilesos por las rampas de emergencia. Emilio se llevó una sonora y agradecida salva de aplausos por parte de todos cuando el avión paró en medio de la pista y fue efusivamente felicitado por compañeros y jefes por haber sabido hacer frente a una situación tan delicada como aquella y coronarla con éxito.
Todos los allí presentes, aplaudimos con el mismo entusiasmo que el pasaje del avión. El relato había durado lo suyo, pero apenas lo habíamos notado.
Una vez en casa y, todavía bajo la influencia de las palabras de Emilio, mi cerebro se empeñaba en entorpecer la emoción del relato que intentaba revivir con imágenes entrelazadas que, nada tenían ver con aquello. Las alejé con una buena dosis de imaginación: me vi en aquel vuelo, traté de sentir las mismas sensaciones de pavor y de esperanza que los pasajeros y, cuando más ensimismada estaba rememorando el relato, mi cerebro se llenó de imágenes parecidas a las que acababa de oír aunque, en otro contexto, en otro lugar y con otros personajes. De pronto, todo lo que acababa de escuchar de labios de Emilio desapareció de golpe para dar paso a las imágenes de una novela que, años atrás, había leído de Arthur Hailey: "Aeropuerto" y, que tanto dio que hablar, hasta el punto de llevarla al cine. ¡Santo cielos! ¡era exactamente igual! Me levanté de la cama y me dirigí a la terraza. Apoyada en la baranda, alcé la vista hacia un cielo estrellado que me observaba con ironía. Las estrellas me picaban el ojo y yo sentí la burla de sus destellos. Me ruboricé y, a continuación, palidecí.
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