martes, 9 de julio de 2013

¡QUÉ GUAY! ¡ERES ABUELA!

Mi queridísima Te:

      Se te ha ocurrido pasar últimamente por algún parque o plaza entre las 5 de la tarde y las 9 de la noche? A buen seguro que sí, camino de las tiendas de moda que te encantan, pero ¿has mirado con atención lo que hay dentro? Me consta que no y tampoco yo, hasta hace unos días que, muy animada, comencé a llevar a mis nietos a jugar. La primera pregunta que me vino a la cabeza cuando puse los pies en la plaza fue: Pero ¿donde están las madres de todos estos niños? Claro que, sin quererlo me estaba acordando de otra época. ¿Te acuerdas de quienes iban a los parques con los críos, no hace muchos años? : las madres y, en ocasiones, alguna chica de servicio que gozaba de la confianza de la familia. Pero lo que he visto ahora me ha dejado asombrada y pensativa; creo que algo me he perdido por el camino en estos años. Allá va: 

       Nada más llegar a la plaza, el varón, con la pelota bajo el brazo, se vio rodeado de seis o siete críos de su edad que de inmediato se trasladaron a un punto del parque donde había menos gente y se pusieron a jugar al fútbol. Como la pequeña aún no es tan independiente, me dio la oportunidad de sentarme en un banco que me proporcionaba una panorámica que abarcaba a los futboleros.



 Que conste que, encontrar un sitio en un banco durante esas horas es como el juego de la gallina, tienes que estar a la caza de un puesto como si la vida te fuera en ello. Al momento de sentarme, llegó un señor de unos sesenta y largos, casi setenta, con un cochecito y un nieto de dos años que no dejaba de hacer aspavientos para que lo dejara salir, que les dijo, a las tres niñas que estaban sentadas, que se fueran a jugar y le dejaran el sitio que él era más viejo. Como un resorte, las niñas se levantaron, como si aquello fuera lo más natural del mundo y con la mayor indiferencia se marcharon. El hombre se sentó y, con voz autoritaria, le dijo a su nieto que, "ya había corrido bastante y que se estuviera quieto en el coche". No le faltó sino un "joder". Y como si fuera una continuación, se giró hacia mí y me dice: "¿Ud. cree que esto es vida de jubilado?, estoy hecho polvo". Yo, que todavía no me había repuesto de lo que había visto con las chicas, atiné a decir: "Bueno, hombre, los nietos también dan satisfacciones, es la continuidad de la especie, de la vida", le digo yo, un tanto filosófica. Para qué fue aquello. El hombre saltó como un muelle y me dijo: "Mire señora, tengo setenta y un años, he trabajado toda mi vida en la misma empresa, esperaba jubilarme para disfrutar un poco lo que me resta de vida con mi mujer y ¿qué es lo que me encuentro? que tengo que levantarme a las siete de la mañana, llevar a un nieto a la guardería y el otro al colegio. Cuando estoy cogiendo el sueño de la siesta, tengo que salir a escape con el carrito vacío por la acera a buscar, primero a uno y, de ahí, al colegio a recoger al otro. No puedo ni ir al bar a tomarme una copa y ver a los amigos porque a las horas en que se reúnen, que son éstas, tengo que estar en el parque para que los niños jueguen". Y,a renglón seguido añadió: "todo por la loca de mi hija". "Jesús, hombre, no diga eso", le digo yo con cautela, porque no sabía de qué hablaba. "¿Que no diga eso? digo eso y más". Todo esto es por la loca de mi hija que tiene treinta años, dos hijos de dos hombres distintos y no vive con ninguno, sino en mi casa. Sale por la mañana a trabajar y no llega hasta las siete de la tarde y ¿cree que se ocupa de sus hijos, aunque sea de bañarlos y de darles la cena, digo yo, qué menos? No señora, a esas horas, se viste y se marcha  a la calle con una cuerda de amigas, iguales que ella, a "despejarse" del trabajo. Soy yo quien tiene que bañarlos y con ayuda de mi mujer les damos de cenar y los acostamos. Mi mujer es la que cocina, limpia la casa, lava, plancha y todas las cosas que ya no tendría que hacer. Se lo digo en serio, si llego a saber ésto, no me hubiese jubilado. ¿Y qué me dice de las noches?  Ya la cosa está más calmada porque le he cogido el tranquillo, pero hasta hace unos meses, al más mínimo ruido, saltaba de la cama, cogía un pañal y sin abrir los ojos iba hasta la cuna para cambiar al crío de turno. Si solo eran meados terminaba enseguida, pero si estaba cagado tenía que abrir bien los ojos porque la primera vez que lo hice, me fui a la cama con un pegote en la camiseta que no vi y dormí toda la noche con el pegote y con el olor. Por la mañana mi mujer tuvo que cambiar las sábanas de la cama".


La verdad, no sabía si reírme o tomármelo en serio. Lo había dibujado tan bien, que me recordó a aquellas escenas de películas de los años sesenta de Alberto Closas con una familia de quince hijos. 

       Había oído suficiente, me levanté con la disculpa de la cría y eché a andar, sin perder de vista al otro que jugaba al fútbol, en busca de un nuevo banco.



Como un milagro, había uno donde estaba una señora sola, que me recordó a Joan Báez, ya vieja, claro, pues debía tener los setenta largos. Desdentada, traje anodino, parecido a un saco, zapatos negros planos con los dedos retorcidos, tremenda melena cana recogida en una coleta en la nuca y un bolso, que por más que me fijé no sabría decirte qué color tenía. No obstante su rostro y su voz eran agradables. Todavía no me había sentado cuando la señora me dice: "Qué mona es su nieta". Yo solo atiné  decir un "HUM" con una media sonrisa pero sin abrir los labios, para no darle cuerda. Pero fue insuficiente, tendría que haberme hecho pasar por sordomuda porque el "hum" le dio pie para empezar a hablar: "Me encantan los niños, siempre me han gustado". Tras una pausa y un suspiro de mi parte y por aquello de la educación recibida le contesté "Sí, dan muchas satisfacciones pero también mucho trabajo. ¿Tiene nietos?, le pregunto, más por cortesía que por interés. "No señora, no tengo ni nietos, ni hijos, soy soltera" ¡Ah! dije yo.¿ Qué podía decirle?: "¿No sabe lo que se ha perdido?, o ¿está soltera porque ha querido? ¿Quién era la guapa que le decía aquello a la pobre mujer que parecía sacada de una revista hippy? 

             Tercer intento. Me levanto, ya sin disimulo alguno, y me dirijo a la zona de los futboleros, donde la niña se interpuso en medio de un desenfrenado torneo de penaltis. Al igual que en las películas como Mary Poppins, la pelota la eludía sin que llegara a tocarla. ¡Eso sí que es un milagro y no que la Virgen se te aparezca en un árbol!. ¡Ah! querida, pero ese milagro se esfumó desde el momento en que intervine para cogerla y alejarla del peligro; la pelota aterrizó en mis posaderas haciéndome trastabillar, aunque no llegué a caerme, pero causó la hilaridad de los crios, nieto incluido, que entre risas me pedían disculpas. Al segundo, reanudaron el juego y yo me marché con la niña a la zona donde están todos los cachivaches ideados para el entretenimiento de los pequeños y para agudizar la lumbalgia de los mayores: un arenal, acotado, donde, desde que entras, los zapatos se convierten en dos bistecks empanados. Lo primero que visualizas son críos de todos lo tamaños y colores, todos gritando, unos saltando y todos sudando y, una  ristra de abuelos haciendo el intento de hablar entre ellos pero que, casi siempre, se dejaban la palabra en la boca para correr a auxiliar a algún nieto. Pues, en ese arenal es donde están los toboganes, chismes de todo tipo, algunos con resortes gigantescos que, cuando se suben a ellos, los críos se balancean adelante y atrás como si estuvieran hipnotizados; casitas enanas con escaleras más enanas, por donde quieren entrar cuatro a la vez y tú tienes que respirar hondo, hacerte la buena y dejar paso a los demás mientras aguantas 15 Kg en brazos hasta que te toca meterla por la puertecilla. Total para correr al lado contrario a toda velocidad y evitar que se lance de cabeza  a la arena desde una altura de metro y medio.
   ¡Ay! ¿y los toboganes, qué? Dios, no hay un crío que quiera subir por las escaleras para tirarse, todos quieren subir por la rampa, les da flojera subir las escaleras. Entonces la solución es: coger al crío en volandas y colocarlo directamente en el comienzo del tobogán para que se lance. Así una y otra vez hasta que logras apartarlo y llevarlo a otro aparato, no tan divertido, pero sí más descansado para uno.






Tercer tipo de abuela
Una mezcla de ambas.


Y en este arenal es donde encontré al otro tipo de abuela, que llegó al mismo tiempo que yo:
sesenta y cinco años, delgada, pantalones pitillos, sueter y rebeca , ésta última por encima de los hombros y anudada en el pecho, collar de perlas pequeñas tipo gargantilla, bolitas de perlas en las orejas, melena de mechas rubias a la altura de los hombros y zapatos bailarinas. El nieto era el mismo reflejo: cuatro años, pantalones bermudas a cuadros azules, rojos y blancos, polo azul y sandalias azules. Yo la observaba porque llegó con tan buena disposición, hablando a su nieto agachada, como dándole instrucciones y, de pronto, cuando más entusiasmada estaba, éste la deja con la palabra en la boca y se larga corriendo para el tobogán grande. Ella lo seguía con los pies enterrados en la arena, lo que le dificultaba avanzar con la rapidez que quería. Cuando llegó por fin al tobogán, el nieto había desaparecido y estaba en un artilugio de cuerdas por donde  hay que subir, tipo Tarzán.

 Ahí la mujer perdió toda la estudiada compostura para adaptarse a la realidad que tenía delante. Cuando logró agarrar al nieto, la rebeca la llevaba anudada a la cintura, el pelo le caía sobre la cara, los pies se le habían quedado anclados en la arena y debían pesarle como dos lingotes de plomo y, con una servilleta de papel intentaba limpiarse las manos a las que se le había adherido la arena por el azúcar de un chupete que le tuvo que sostener al nieto, mientras éste, olvidado del mismo, se había lanzado de cabeza a probar todos los artilugios del arenal. 

¿Crees que ésto termina aquí? Pues estás equivocada. Todavía me quedó recoger a los niños y pasar por delante de la terraza del bar del parque.  ¿Y a quién crees que vi allí? A todos los padres de los críos del arenal, que en animadas y despreocupadas charlas, tomaban sus cervecitas, refrescos y tapitas de frutos secos para "despejarse" de los asuntos de trabajo. Estuve mirando a ver si veía a la hija del jubilado y la vi, no solo a ella sino a veinte como ellas.

Así que: ¿Aún echas de menos tener nietos? Esa pregunta se la hice a una señora, después de contarle todas estas peripecias y alguna más y, sabes lo que me contestó:
     
Besos morrocotudos
À tout à l'heure, ma chérie


  ¿Tiempos pasados fueron mejores? ¿si? o ¿no?, ¿si? o ¿no?

1 comentario:

  1. el pobre abuelo y la señora desdentada con traje anodino son encantadores. La próxima vez podrías forzar un encuentro entre ellos para que compartiesen sus inquietudes, aunque claro, el señor está casado. La verdad, es que la foto de la abuela me dio hasta sentimiento, me la imagino sola en el mundo....
    La que me desconcertó fue la abuela pija, no logro imaginármela despeinada, parece que ese tipo de mujer se levantan con el pijama planchado.
    Como siempre, Ana, me haces disfrutar un montón, y consigues que te imagine en todas las situaciones.
    Espero el próximo, besos.

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