Capítulo 5.-
Empezaba el mes de
Octubre y, con él, las clases de los niños. Las mañanas se sucedían en un
silencio casi monacal que relajaba la presión que el clima ejercía sobre
nosotros. En el césped, agrupadas en redondo para poder charlar, dormitábamos
entre baño y baño y, en la piscina nadábamos con el deleite de las sirenas,
sin niños enredados entre las piernas y sin sobresaltos. El trampolín
permanecía quieto y, las conversaciones espaciadas y letárgicas sobre temas
intrascendentes, iban acordes con el ritmo de procesamiento de nuestros
cerebros. Cubiertas con pamelas de paja de alas anchas, evitábamos que el sol
manchara nuestra débil piel de europeas haciéndonos caer en un sopor
intermitente. Acostada boca abajo me llegaba el olor de la grama, dura y tiesa
que aplastaba con el peso del cuerpo. En un alarde de imaginación y, para
contrarrestar ese olor permanente, me acordé de las brumas matinales de la
estación otoñal, de las finas lloviznas que caían sobre lagos y humedales de
Europa y en el olor inconfundible de la tierra mojada y, me pregunté cuándo
llegaría el momento de disfrutar de un cambio de estación. Lo más probable,
después de años, me dije, cuando el recuerdo se hubiese debilitado tanto que
apenas recordara en qué consistía.
Una de esas
tranquilas mañanas, tediosa hasta el hartazgo, se vio interrumpida por la
llegada de una nueva inquilina y al igual que cualquier otro acontecimiento que
alterara el aburrimiento que padecíamos de manera crónica, fue bienvenida. Nada
más entrar en el césped fue observada detenidamente, con evidente curiosidad y
sin disimulo alguno mientras se dirigía hacia uno de los laterales de la
piscina, un poco más allá de donde nos encontrábamos. La miraba sin quitarle
ojo. Era casi tan alta como Angélica, unos centímetros menos, tal vez, morena,
con una melena castaña oscura, espesa y, bien peinada. Sus facciones delataban
a la típica belleza caribeña, colombiana, como más tarde nos informó el portero
del edificio. Sus pronunciadas curvas la delataban y su rostro también. Educada,
con un tono de voz agradable y sin apenas acento, pronunciaba con claridad las
palabras, imprimiéndoles ese halo de seducción que las mujeres del trópico
parecen llevar en la sangre. Angélica fue de las primeras en acercarse a ella y
presentarse. El encuentro fue breve, intercambiaron la bienvenida de rigor y
poco más; las demás, nos limitamos a saludarla con un gesto de la mano, sin
movernos de nuestro sitio y, en los días sucesivos, seguimos actuando de la
misma manera cuando nos la tropezábamos. En realidad, su actitud no daba pie a
una conversación más amplia, por lo que, nos absteníamos de intentarlo; lanzaba
mensajes muy claros de que no lo deseaba. ¿Para qué forzar a alguien a hacer
algo que no desea? Acudía a la piscina, acompañada por sus hijos, en ocasiones
con la señora de servicio y, raramente, sola. Después de saludar con su
habitual amabilidad, seguía andando hasta el lugar que siempre ocupaba.
Colocaba las toallas, se extendía la crema por el cuerpo y la cara con suaves masajes y, a continuación, se sentaba a mirar a los niños que jugaban en el agua y, de vez en
cuando, intercambiaba alguna que otra palabra con la señora de servicio. No
cabían dudas de que no quería otra compañía que la que ella elegía, así que,
respetábamos su comportamiento sin animosidad. Únicamente, Angélica, se decidía
a interrumpir esa soledad elegida; se sentaba a su lado y la obligaba a
charlar, durante algunos minutos. No obstante, la parquedad de sus respuestas
no invitaba a continuar insistiendo mucho más tiempo y, siendo coherente
consigo misma, tampoco manifestaba curiosidad alguna acerca de la vida de los
demás. Por lo tanto, si querías tener contacto con ella, debías ser tú la que
tomaras la iniciativa. A pesar de semejante actitud, que podría tacharse de
desaire, nos caía bien. Sus curvas llamaban la atención, era consciente de ello
y, a diferencia de Angélica, vestía atuendos que las resaltaban. Se adornaba
con las mismas joyas, sin quitárselas nunca: un reloj, una serie de finas
pulseras, una gargantilla de pequeños eslabones, todo de oro y, unos pequeños
y elegantes zarcillos, de oro y perlas. Casi siempre vestía pantalones a la
rodilla, camiseta holgada y zapatillas de esparto, de tacón corrido y de media
altura cuando bajaba a la piscina. Creo que nunca la vi con sandalias o zapato
plano. Se llamaba Dolores, pero se presentó como Lola. Cuando lo supe, pensé
que era un nombre muy español, probablemente, recuerdo de alguna antepasada.
Casada con un
ingeniero, también colombiano, viudo y, con dos niños de ocho y diez años,
habían llegado allí de la misma manera que el resto: por exigencias de la
multinacional en la que trabajaba su marido. Otro ingeniero más. A los niños
los conocimos durante el primer fin de semana libre, cuando bajaron todos a la
piscina, incluido su marido, un hombre afable, educado, de pocas palabras y
pendiente de ella, en todo momento. La llamaban mamá y se comportaba como si lo
fuera. Estaba atenta a todos sus movimientos y, cuando tenía que llamarles la
atención por algo, lo hacía con firmeza pero con cariño. Los niños le
correspondían de la misma manera.
Había días en los que
no lograbas verla por ninguna parte y, otros, en los que se presentaba a horas,
en las que no solía haber nadie. Esa manera de actuar no era motivo de alarma y
tampoco una rareza pues, en ocasiones, algunas de nosotras hacíamos lo mismo,
según las ganas o ratos libres que tuviéramos, pero seguía despertando gran
expectación. El desconocimiento sobre su vida, nos había lanzado hacia
elucubraciones, a cual más dispar: de cuál sería la causa de la muerte de la
madre de los niños, de cuánto tiempo llevaría casada, de por qué no tenía hijos
propios y, así, una larga lista de preguntas que quedaban sin contestar. Su
chica de servicio mostraba el mismo hermetismo que ella, hasta que, un día sucumbió a la tentación de ser el centro de atención entre sus tocayas de
trabajo y, desveló alguna que otra confidencia, que luego nos fue transmitida
con puntualidad, pero que no contestaba a las grandes preguntas. De esa
manera nos enteramos de que, muchas de las mañanas que no bajaba al césped, se
debía a que cogía el coche y se "iba a la selva". Nos
quedamos boquiabiertas. La realidad era que, después de dejar a los niños en el
colegio y con las instrucciones pertinentes a la chica de servicio, cogía el
coche y se adentraba por la única carretera que iba hasta el lugar donde
trabajaba su marido. Durante un buen trecho, era una moderna autopista, pero
luego se estrechaba en la carretera original, llena de curvas y de baches, la
mayoría, agujeros de una respetable profundidad y, cuya única visión, era la
selva tropical, delante y a ambos lados y, como únicos habitantes, los animales
que, con más frecuencia de la deseada, aparecían en la carretera, de repente y,
sin darte tiempo a frenar con antelación. La pericia y la experiencia del
conductor podía salvar la vida del conductor y del animal, aunque, la mayoría
de veces, el encuentro terminaba en tragedia. Era frecuente encontrar una pitón
triturada en el centro de la calzada o, un venado con las entrañas al aire y, a
su alrededor, un reguero de cristales producto del choque contra el animal. Por
lo tanto, si salías con vida del golpe podías considerarte afortunada. Lo habitual era que, ambos, perdieran la vida en el impacto. El efecto era el mismo que chocar contra un muro
de hormigón. No era de extrañar, por tanto, que, todas la mujeres,
aguardáramos, con cierto grado de angustia, la llegada de nuestros maridos y,
nuestro asombro, ante el riesgo que corría aquella mujer. Lucía Belinda
comentó, con acierto y sabiduría, que nosotras lo veíamos como un enorme
peligro, pero en Sudamérica no lo era tanto porque, la gente nacía, crecía y
moría con selva a su alrededor, conocía los peligros que entrañaba y las
soluciones para evitarlos. “Una chica colombiana se asustaría antes en medio de
cualquier ciudad europea que atravesando la selva de su país”, afirmaba con
seguridad. A pesar de la verdad de sus palabras, creo que exageraba un poco
para minimizar nuestra propia inquietud.
Lola regresaba de
estos esporádicos paseos, a la caída de la tarde, un par de horas antes que su
marido y, jamás supimos con certeza, de, hasta dónde se adentraba por aquella
intrincada y sofocante carretera; ni tan siquiera, la chica de
servicio lo sabía a ciencia cierta. De lo único que estaba segura, comentó en
un momento de estiramiento de lengua, era, de que, alguna vez, llegaba hasta el
lugar de trabajo de su marido porque al llegar a la casa lo comentaba, pero
no siempre era así.
Después de ese
arriesgado y solitario paseo matutino por la selva, bajaba a la piscina junto
con los niños, que no tenían clases por la tarde y se comportaba como si nada
especial hubiese sucedido. Tenía el mismo aguante que la gente de la margen
izquierda, lo que me confirmaba que había que nacer en aquel continente para
soportar los peligros que entrañaban aquellos parajes, sumados al clima. Dada
la actitud de hermetismo e indiferencia de la que hacía gala, nadie se atrevía
a preguntarle acerca de estas incursiones selváticas, ni tan siquiera Angélica
que, solía sentarse, de vez en cuando, un rato con ella, y que luego, nos
transmitía la conversación de manera muy parca y sin detalles. Lo justo para
estar informada, pero no lo bastante como para cotillear. Como solía decir:
"Esto es lo que me ha dicho y ni una palabra más. Si alguien quiere
profundizar tendrá que preguntarle directamente. Yo, por mi parte, ni lo
intento". Nadie lo hizo.
Lo que si estaba
claro y evidente era que la pareja se quería. Cualquier rato libre que
tuvieran, lo pasaban juntos, aislados del resto, paseando por los alrededores
de aquellos edificios de lunes a viernes y después de cenar. Los fines de
semana lo hacían en compañía de los niños y de la chica de servicio, con
quienes organizaban excursiones en avión, hasta Colombia, otras, a la capital,
para hacer compras y, en ocasiones, a distintas ciudades del interior del país
para conocerlo más a fondo. Siempre que se les veía juntos, iban cogidos de la mano o,
bien, entrelazados por la cintura. Cuando él pasaba su brazo por encima de sus hombros,
ella le correspondía apoyando la cabeza en él. Esos momentos de intimidad, se
notaba que los disfrutaban con serena intensidad, con avidez, ajenos al resto
del mundo, como si fuese la última vez que iban a verse. Yo, al menos, lo veía
de esa manera porque era lo que me transmitían y, por desgracia, el tiempo me
dio la razón.
Al mismo tiempo que
Lola se introducía en nuestras vidas, a su manera, claro está, Lucía Belinda se
preparaba para acoger a la criatura que le darían en pocos meses. Ni por un
momento pensó en que pudiera haber algún contratiempo que lo retrasara, estaba
convencida de que sería tal y como le prometieron. Al igual que una madre
cualquiera, se esmeraba en preparar el cuarto destinado al niño o niña: compró
una cuna, un cochecito para pasearlo, juguetes y poco más, ya que la incógnita
de la edad y el sexo, no la dejaban elegir ropa ni ningún otro complemento.
En cuanto a Angélica,
tuvo varios tropiezos con sus hijos que la mantuvo “en estado de clausura”,
como solía decir: al hijo mayor se le fracturó el brazo derecho saltando de
rama en rama en los árboles que rodeaban el recinto. En el hospital le pusieron
una protección suave, a base de vendajes, porque solo fue una fisura que en
pocas semanas le cerró. Al mismo tiempo, la más pequeña se hizo un corte en la
cabeza al saltar de un sillón y, chocar, contra el filo del cristal de la mesa
de centro del salón. Ocho puntos y una buena llantina. Al poco de curarse el
brazo, el mayor volvió de nuevo a la piscina con sus amigos y uno de esos días
subió llorando porque le dolía el lado derecho de la barriga y la pierna.
Resultado: operación de emergencia de apendicitis, llevada a cabo en el
hospital de Pedro, el marido de Mirian y de Eligio. Pedro les entregó, a
Angélica y a su marido Julio, en un frasco de cristal, la tripa del apéndice,
donde se apreciaba el punto de rotura que hubiese llevado a una peritonitis,
con el peligro que esto hubiese supuesto, de no haber intervenido esa misma
tarde. No había terminado el postoperatorio del chico y cicatrizado la herida
de la pequeña, cuando hubo que operarla de dos hernias, ambas en el mismo
sitio: el ombligo y un poco más arriba. Todo salió bien, pero Angélica se quedó
como un espíritu. Miraba a su hija mediana con avidez, admirada de que no le
sucediera nada, ya que, daba por sentado que, cuando algo sucede con algún
hijo, a los demás también se les pega algo. Pero no fue así, al menos en lo que
concernía a accidentes y operaciones. No obstante, sí que se contagió de una
enfermedad infantil: las paperas. Y aquí tengo que contar una pequeña anécdota,
que refleja el carácter de los niños. El primero que contrajo la enfermedad fue
el varón y, como no tenía fiebre, sino la pertinente hinchazón de las
parótidas, no dejaba de moverse y de jugar con sus hermanas, a pesar de que el
médico, le dejó muy claro que tenía que reposar y estarse quieto. En vista de
este comportamiento, Angélica se lo comentó a Eligio y éste le dijo que no se
preocupara, que él se encargaría de que hiciera caso de las recomendaciones del
médico. Esa misma noche se presentó en el cuatro del niño, se sentó a los pies
de la cama y le contó lo siguiente: “que él cayó enfermo con las paperas cuando
estudiaba segundo de medicina. Tendría, por entonces, unos veinte años y estaba
en plenos exámenes finales. Sin hacer caso de su médico, se levantó de la cama,
se puso un pañuelo alrededor de la garganta y se encaminó a la facultad.
Durante el camino llovió a cubos, mojándose como un pollo porque no
llevaba paraguas. El resultado fue que tuvo que meterse en cama, con fiebre
altísima y, cuando, por fin, la enfermedad desapareció, había perdido un
testículo". Y para que comprobara que no le mentía se lo enseñó, a solas
los dos, claro está. A partir de aquel momento, al chico le daba tanto miedo
moverse que, incluso, se negó a bajar de la cama para ir al baño a hacer sus
necesidades, por lo que, Angélica, tuvo que comprar un artilugio que le
permitiera hacerlo sin necesidad de levantarse. En cambio, su hermana mediana,
que no tenía testículo alguno que perder, se movía con libertad por toda la
casa en compañía de la pequeña, de la que todos estábamos pendientes de que, de
un momento a otro, cayera con la enfermedad. Pero no fue así. Aquella minucia
se salvó de la misma. Caprichos de la naturaleza o, una combinación distinta,
de genes. Fue una buena racha de inconvenientes y tropiezos que nos mantuvo
ocupadas a las tres, ya que nos turnábamos para cuidar al crío de turno
mientras Angélica salía a hacer compras o cualquier otro menester que precisara
salir a la calle. No se fiaba de las mujeres de servicio para esas cosas. Lucía
Belinda solía comentar que “estaba tomando clases de puericultura avanzada y, a
grandes zancadas”.
Por fin, terminó la
racha de enfermedades y accidentes infantiles y, los niños regresaron al colegio
y nosotras a la piscina.
Cuando me acuerdo de
aquella época, pienso que, no perdimos la razón porque el ser humano debe estar
dotado de infinidad de cortafuegos, de los que nada sabemos pero que actúan
cuando es necesario y sin que nos enteremos, que es lo mejor.
En el horizonte se
avecinaban las fiestas navideñas y muchas de nosotras nos adentrábamos en los
preparativos de las mismas haciendo listas de regalos, comidas y adornos. Cada
cual tenía pensado celebrarlas según sus costumbres, lo que hizo que, ese
tiempo, fuera muy ameno y divertido. Erika, la noruega, Itziar, la vasca y
Paula, la catalana, eran las que peor llevaban el tema de cómo hacer frente a
las navidades y sus costumbres porque, parte de ellas, necesitaban de la nieve.
Oír la palabra nieve en aquellas latitudes era tan insólito como ver un iglú en
Etiopía, por lo que se suscitaron situaciones de jolgorio y de hilaridad en más
de una ocasión. En cuanto al tema de las comidas también se presentaron
problemas por la falta de ingredientes; hubo que sustituirlos por otros que, ni
por asomo, se parecían a los auténticos pero había que echarle imaginación al
asunto, con lo que, de todo aquello, salió un popurrí que pasaría a engrosar la
nueva lista de comidas exóticas que cada una se llevaría de regreso a casa.
Algún día, quizá.
María, la mujer del
fotógrafo, Fabia, la portuguesa, Nuria la manchega, Angélica, Lucía Belinda y
yo nos adaptamos mejor. La nieve no entraba en nuestros adornos, ni antes, ni
en ese momento, por lo que se nos hizo más fácil. Sin embargo, hubo discusiones
en cuanto al modo de celebrar el día de los regalos de los críos. Los Reyes
Magos españoles caían el seis de Enero, fecha que no se celebraba en
aquel país, ni en ningún otro del planeta, dicho sea de paso. Allí, los regalos
se daban el día veinticinco de Diciembre, y los traía el niño Jesús en la noche
del veinticuatro. Para la única que la fecha era la misma era para Erika,
aunque sería Santa Claus quien vendría. Para el resto, se decidió que se
celebraría el veinticinco y que los traería Papá Noel. La única que se negó en
redondo, a que fuera uno u otro de esos “dos gordos” (así los llamaba) quienes
los trajeran, fue Angélica. Estuvo de acuerdo con celebrarlo el veinticinco,
pero serían los Reyes Magos quienes traerían los regalos. No hubo manera de
disuadirla y así se quedó.
A partir de aquel
momento, Lucía Belinda y ella, se enfrascaron en la costura, revistiendo cunas
y cochecitos de muñecas, con telas compradas en una tienda, de cuadritos verdes
y blancos de distintos tamaños y lunares del mismo color, que combinaron con
un resultado digno del mejor diseñador de juguetes. No corrió la misma suerte
el traje de Superman que hicieron para el varón, debido a que no lo encontraron
hecho en ninguna tienda. El resultado fue desastroso: las mangas quedaron
largas, las piernas torcidas y el cuerpo estrecho. Menos mal, que su desilusión
pasó enseguida con el consuelo del resto de los regalos. Pero aquí tengo que
contar lo que considero que fue lo más ingenioso del día y de las fiestas y,
que a fecha de hoy, lo tengo tan presente como en aquel momento.
Angélica, que se
había empeñado en que serían los Reyes Magos quienes traerían los regalos, tuvo
una idea, que fue secundada de inmediato por Lucía Belinda con un entusiasmo
arrollador. Andaban las dos, secreteando al respecto sin dejarme entrar en él,
por mucho que lo intenté. Siempre me contestaban que era "supersecreto". Tuve que
dejar de insistir porque no iba a sacar nada. Así que cuando llegó el tan
ansiado día y todos los niños se reunieron para disfrutar y ver los distintos
regalos que les habían dejado, los hijos de Angélica estaban más encantados que
ningún otro niño, por cómo los Reyes se los habían traído que por los regalos
en sí. Los niños se enzarzaron en una discusión acerca de quién o quiénes les
habían traído los regalos: para unos había sido Santa Claus, para otros Papá
Noel, para otros el niño Jesús y solo los tres hijos de Angélica decían que
todos estaban equivocados, que habían sido los Reyes Magos y que tenían pruebas
para demostrarlo.
Se formó una comitiva
de más de veinte niños, movidos por la curiosidad, camino a la casa de
Angélica. Ésta les abrió la puerta y los hizo pasar, arrimados a la pared y, en
fila de a uno, para no borrar lo que había en el suelo. El salón aparecía
despejado de todo tipo de mueble y, los regalos, colocados en uno de los lados,
dejaban libre el resto del espacio. Y aquí fue, donde todos los niños,
comenzaron a lanzar gritos de asombro. En el suelo, claramente marcadas, se
podían ver las huellas de las patas de los camellos con barro y pajilla fina
mezclada y, por encima, un centelleo de purpurina dorada. Las huellas podían
seguirse hasta la baranda de la terraza y, una vez allí, los niños alzaron la
vista hacia arriba, casi al mismo tiempo, esperando ver alguna pista de por
donde habían venido. Los hijos de Angélica, muy ufanos y triunfantes, se
deshicieron en explicaciones y en intentar convencer, a los más escépticos, de
que eran los Reyes Magos quienes traían los regalos. Allí estaban las pruebas
que su madre había prometido no limpiar hasta pasados unos días. El hecho de
que solo a ellos les dejaran las marcas de las patas de los camellos, se debía
a que eran los únicos que siempre habían creído en ellos. De ahora en
adelante, todos tendrían que hacer lo mismo si querían ver las patas de los
camellos en sus casas. Imagino la confusión de los críos.
Las clases comenzaron
y la monotonía se asentó de nuevo en nuestras vidas, pero no en la de todas.
Angélica vio trastocada su tranquilidad espiritual y económica ante la
decisión tomada por su marido de montar una empresa propia: una constructora y,
cesar en el trabajo que, hasta entonces, había tenido. Lo que en apariencia
podía contemplarse como un paso adelante en la superación natural de todo ser
humano, se convirtió, en poco tiempo, en una serie de problemas que culminarían
en un desenlace desastroso. Sin embargo, días antes de que su marido le
informase del cambio, nos tocó vivir una experiencia de la que se hizo eco la
prensa local y nacional, y que, ni el mejor reality actual, sería capaz de
superar.