domingo, 25 de agosto de 2013

MAÑANA COMIENZA OTRA ESTACION (5)

Capítulo 5.-

Empezaba el mes de Octubre y, con él, las clases de los niños. Las mañanas se sucedían en un silencio casi monacal que relajaba la presión que el clima ejercía sobre nosotros. En el césped, agrupadas en redondo para poder charlar, dormitábamos entre baño y baño y, en la piscina nadábamos con el deleite de las sirenas, sin niños enredados entre las piernas y sin sobresaltos. El trampolín permanecía quieto y, las conversaciones espaciadas y letárgicas sobre temas intrascendentes, iban acordes con el ritmo de procesamiento de nuestros cerebros. Cubiertas con pamelas de paja de alas anchas, evitábamos que el sol manchara nuestra débil piel de europeas haciéndonos caer en un sopor intermitente. Acostada boca abajo me llegaba el olor de la grama, dura y tiesa que aplastaba con el peso del cuerpo. En un alarde de imaginación y, para contrarrestar ese olor permanente, me acordé de las brumas matinales de la estación otoñal, de las finas lloviznas que caían sobre lagos y humedales de Europa y en el olor inconfundible de la tierra mojada y, me pregunté cuándo llegaría el momento de disfrutar de un cambio de estación. Lo más probable, después de años, me dije, cuando el recuerdo se hubiese debilitado tanto que apenas recordara en qué consistía.

Una de esas tranquilas mañanas, tediosa hasta el hartazgo, se vio interrumpida por la llegada de una nueva inquilina y al igual que cualquier otro acontecimiento que alterara el aburrimiento que padecíamos de manera crónica, fue bienvenida. Nada más entrar en el césped fue observada detenidamente, con evidente curiosidad y sin disimulo alguno mientras se dirigía hacia uno de los laterales de la piscina, un poco más allá de donde nos encontrábamos. La miraba sin quitarle ojo. Era casi tan alta como Angélica, unos centímetros menos, tal vez, morena, con una melena castaña oscura, espesa y, bien peinada. Sus facciones delataban a la típica belleza caribeña, colombiana, como más tarde nos informó el portero del edificio. Sus pronunciadas curvas la delataban y su rostro también. Educada, con un tono de voz agradable y sin apenas acento, pronunciaba con claridad las palabras, imprimiéndoles ese halo de seducción que las mujeres del trópico parecen llevar en la sangre. Angélica fue de las primeras en acercarse a ella y presentarse. El encuentro fue breve, intercambiaron la bienvenida de rigor y poco más; las demás, nos limitamos a saludarla con un gesto de la mano, sin movernos de nuestro sitio y, en los días sucesivos, seguimos actuando de la misma manera cuando nos la tropezábamos. En realidad, su actitud no daba pie a una conversación más amplia, por lo que, nos absteníamos de intentarlo; lanzaba mensajes muy claros de que no lo deseaba. ¿Para qué forzar a alguien a hacer algo que no desea? Acudía a la piscina, acompañada por sus hijos, en ocasiones con la señora de servicio y, raramente, sola. Después de saludar con su habitual amabilidad, seguía andando hasta el lugar que siempre ocupaba. Colocaba las toallas, se extendía la crema por el cuerpo y la cara con suaves masajes y, a continuación, se sentaba a mirar a los niños que jugaban en el agua y, de vez en cuando, intercambiaba alguna que otra palabra con la señora de servicio. No cabían dudas de que no quería otra compañía que la que ella elegía, así que, respetábamos su comportamiento sin animosidad. Únicamente, Angélica, se decidía a interrumpir esa soledad elegida; se sentaba a su lado y la obligaba a charlar, durante algunos minutos. No obstante, la parquedad de sus respuestas no invitaba a continuar insistiendo mucho más tiempo y, siendo coherente consigo misma, tampoco manifestaba curiosidad alguna acerca de la vida de los demás. Por lo tanto, si querías tener contacto con ella, debías ser tú la que tomaras la iniciativa. A pesar de semejante actitud, que podría tacharse de desaire, nos caía bien. Sus curvas llamaban la atención, era consciente de ello y, a diferencia de Angélica, vestía atuendos que las resaltaban. Se adornaba con las mismas joyas, sin quitárselas nunca: un reloj, una serie de finas pulseras, una gargantilla de pequeños eslabones, todo de oro y, unos pequeños y elegantes zarcillos, de oro y perlas. Casi siempre vestía pantalones a la rodilla, camiseta holgada y zapatillas de esparto, de tacón corrido y de media altura cuando bajaba a la piscina. Creo que nunca la vi con sandalias o zapato plano. Se llamaba Dolores, pero se presentó como Lola. Cuando lo supe, pensé que era un nombre muy español, probablemente, recuerdo de alguna antepasada.

Casada con un ingeniero, también colombiano, viudo y, con dos niños de ocho y diez años, habían llegado allí de la misma manera que el resto: por exigencias de la multinacional en la que trabajaba su marido. Otro ingeniero más. A los niños los conocimos durante el primer fin de semana libre, cuando bajaron todos a la piscina, incluido su marido, un hombre afable, educado, de pocas palabras y pendiente de ella, en todo momento. La llamaban mamá y se comportaba como si lo fuera. Estaba atenta a todos sus movimientos y, cuando tenía que llamarles la atención por algo, lo hacía con firmeza pero con cariño. Los niños le correspondían de la misma manera.

Había días en los que no lograbas verla por ninguna parte y, otros, en los que se presentaba a horas, en las que no solía haber nadie. Esa manera de actuar no era motivo de alarma y tampoco una rareza pues, en ocasiones, algunas de nosotras hacíamos lo mismo, según las ganas o ratos libres que tuviéramos, pero seguía despertando gran expectación. El desconocimiento sobre su vida, nos había lanzado hacia elucubraciones, a cual más dispar: de cuál sería la causa de la muerte de la madre de los niños, de cuánto tiempo llevaría casada, de por qué no tenía hijos propios y, así, una larga lista de preguntas que quedaban sin contestar. Su chica de servicio mostraba el mismo hermetismo que ella, hasta que, un día sucumbió a la tentación de ser el centro de atención entre sus tocayas de trabajo y, desveló alguna que otra confidencia, que luego nos fue transmitida con puntualidad, pero que no contestaba a las grandes preguntas.  De esa manera nos enteramos de que, muchas de las mañanas que no bajaba al césped, se debía a que cogía el coche y se "iba a la selva".  Nos quedamos boquiabiertas. La realidad era que, después de dejar a los niños en el colegio y con las instrucciones pertinentes a la chica de servicio, cogía el coche y se adentraba por la única carretera que iba hasta el lugar donde trabajaba su marido. Durante un buen trecho, era una moderna autopista, pero luego se estrechaba en la carretera original, llena de curvas y de baches, la mayoría, agujeros de una respetable profundidad y, cuya única visión, era la selva tropical, delante y a ambos lados y, como únicos habitantes, los animales que, con más frecuencia de la deseada, aparecían en la carretera, de repente y, sin darte tiempo a frenar con antelación. La pericia y la experiencia del conductor podía salvar la vida del conductor y del animal, aunque, la mayoría de veces, el encuentro terminaba en tragedia. Era frecuente encontrar una pitón triturada en el centro de la calzada o, un venado con las entrañas al aire y, a su alrededor, un reguero de cristales producto del choque contra el animal. Por lo tanto, si salías con vida del golpe podías considerarte afortunada. Lo habitual era que, ambos, perdieran la vida en el impacto. El efecto era el mismo que chocar contra un muro de hormigón. No era de extrañar, por tanto, que, todas la mujeres, aguardáramos, con cierto grado de angustia, la llegada de nuestros maridos y, nuestro asombro, ante el riesgo que corría aquella mujer. Lucía Belinda comentó, con acierto y sabiduría, que nosotras lo veíamos como un enorme peligro, pero en Sudamérica no lo era tanto porque, la gente nacía, crecía y moría con selva a su alrededor, conocía los peligros que entrañaba y las soluciones para evitarlos. “Una chica colombiana se asustaría antes en medio de cualquier ciudad europea que atravesando la selva de su país”, afirmaba con seguridad. A pesar de la verdad de sus palabras, creo que exageraba un poco para minimizar nuestra propia inquietud.

Lola regresaba de estos esporádicos paseos, a la caída de la tarde, un par de horas antes que su marido y, jamás supimos con certeza, de, hasta dónde se adentraba por aquella   intrincada y sofocante carretera; ni tan siquiera, la chica de servicio lo sabía a ciencia cierta. De lo único que estaba segura, comentó en un momento de estiramiento de lengua, era, de que, alguna vez, llegaba hasta el lugar de trabajo de su marido porque al llegar a la casa lo comentaba, pero no siempre era así.

Después de ese arriesgado y solitario paseo matutino por la selva, bajaba a la piscina junto con los niños, que no tenían clases por la tarde y se comportaba como si nada especial hubiese sucedido. Tenía el mismo aguante que la gente de la margen izquierda, lo que me confirmaba que había que nacer en aquel continente para soportar los peligros que entrañaban aquellos parajes, sumados al clima. Dada la actitud de hermetismo e indiferencia de la que hacía gala, nadie se atrevía a preguntarle acerca de estas incursiones selváticas, ni tan siquiera Angélica que, solía sentarse, de vez en cuando, un rato con ella, y que luego, nos transmitía la conversación de manera muy parca y sin detalles. Lo justo para estar informada, pero no lo bastante como para cotillear. Como solía decir: "Esto es lo que me ha dicho y ni una palabra más. Si alguien quiere profundizar tendrá que preguntarle directamente. Yo, por mi parte, ni lo intento". Nadie lo hizo.

Lo que si estaba claro y evidente era que la pareja se quería. Cualquier rato libre que tuvieran, lo pasaban juntos, aislados del resto, paseando por los alrededores de aquellos edificios de lunes a viernes y después de cenar. Los fines de semana lo hacían en compañía de los niños y de la chica de servicio, con quienes organizaban excursiones en avión, hasta Colombia, otras, a la capital, para hacer compras y, en ocasiones, a distintas ciudades del interior del país para conocerlo más a fondo. Siempre que se les veía juntos, iban cogidos de la mano o, bien, entrelazados por la cintura. Cuando él pasaba su brazo por encima de sus hombros, ella le correspondía apoyando la cabeza en él. Esos momentos de intimidad, se notaba que los disfrutaban con serena intensidad, con avidez, ajenos al resto del mundo, como si fuese la última vez que iban a verse. Yo, al menos, lo veía de esa manera porque era lo que me transmitían y, por desgracia, el tiempo me dio la razón.

Al mismo tiempo que Lola se introducía en nuestras vidas, a su manera, claro está, Lucía Belinda se preparaba para acoger a la criatura que le darían en pocos meses. Ni por un momento pensó en que pudiera haber algún contratiempo que lo retrasara, estaba convencida de que sería tal y como le prometieron. Al igual que una madre cualquiera, se esmeraba en preparar el cuarto destinado al niño o niña: compró una cuna, un cochecito para pasearlo, juguetes y poco más, ya que la incógnita de la edad y el sexo, no la dejaban elegir ropa ni ningún otro complemento.

En cuanto a Angélica, tuvo varios tropiezos con sus hijos que la mantuvo “en estado de clausura”, como solía decir: al hijo mayor se le fracturó el brazo derecho saltando de rama en rama en los árboles que rodeaban el recinto. En el hospital le pusieron una protección suave, a base de vendajes, porque solo fue una fisura que en pocas semanas le cerró. Al mismo tiempo, la más pequeña se hizo un corte en la cabeza al saltar de un sillón y, chocar, contra el filo del cristal de la mesa de centro del salón. Ocho puntos y una buena llantina. Al poco de curarse el brazo, el mayor volvió de nuevo a la piscina con sus amigos y uno de esos días subió llorando porque le dolía el lado derecho de la barriga y la pierna. Resultado: operación de emergencia de apendicitis, llevada a cabo en el hospital de Pedro, el marido de Mirian y de Eligio. Pedro les entregó, a Angélica y a su marido Julio, en un frasco de cristal, la tripa del apéndice, donde se apreciaba el punto de rotura que hubiese llevado a una peritonitis, con el peligro que esto hubiese supuesto, de no haber intervenido esa misma tarde. No había terminado el postoperatorio del chico y cicatrizado la herida de la pequeña, cuando hubo que operarla de dos hernias, ambas en el mismo sitio: el ombligo y un poco más arriba. Todo salió bien, pero Angélica se quedó como un espíritu. Miraba a su hija mediana con avidez, admirada de que no le sucediera nada, ya que, daba por sentado que, cuando algo sucede con algún hijo, a los demás también se les pega algo. Pero no fue así, al menos en lo que concernía a accidentes y operaciones. No obstante, sí que se contagió de una enfermedad infantil: las paperas. Y aquí tengo que contar una pequeña anécdota, que refleja el carácter de los niños. El primero que contrajo la enfermedad fue el varón y, como no tenía fiebre, sino la pertinente hinchazón de las parótidas, no dejaba de moverse y de jugar con sus hermanas, a pesar de que el médico, le dejó muy claro que tenía que reposar y estarse quieto. En vista de este comportamiento, Angélica se lo comentó a Eligio y éste le dijo que no se preocupara, que él se encargaría de que hiciera caso de las recomendaciones del médico. Esa misma noche se presentó en el cuatro del niño, se sentó a los pies de la cama y le contó lo siguiente: “que él cayó enfermo con las paperas cuando estudiaba segundo de medicina. Tendría, por entonces, unos veinte años y estaba en plenos exámenes finales. Sin hacer caso de su médico, se levantó de la cama, se puso un pañuelo alrededor de la garganta y se encaminó a la facultad. Durante el camino llovió a cubos, mojándose  como un pollo porque no llevaba paraguas. El resultado fue que tuvo que meterse en cama, con fiebre altísima y, cuando, por fin, la enfermedad desapareció, había perdido un testículo". Y para que comprobara que no le mentía se lo enseñó, a solas los dos, claro está. A partir de aquel momento, al chico le daba tanto miedo moverse que, incluso, se negó a bajar de la cama para ir al baño a hacer sus necesidades, por lo que, Angélica, tuvo que comprar un artilugio que le permitiera hacerlo sin necesidad de levantarse. En cambio, su hermana mediana, que no tenía testículo alguno que perder, se movía con libertad por toda la casa en compañía de la pequeña, de la que todos estábamos pendientes de que, de un momento a otro, cayera con la enfermedad. Pero no fue así. Aquella minucia se salvó de la misma. Caprichos de la naturaleza o, una combinación distinta, de genes. Fue una buena racha de inconvenientes y tropiezos que nos mantuvo ocupadas a las tres, ya que nos turnábamos para cuidar al crío de turno mientras Angélica salía a hacer compras o cualquier otro menester que precisara salir a la calle. No se fiaba de las mujeres de servicio para esas cosas. Lucía Belinda solía comentar que “estaba tomando clases de puericultura avanzada y, a grandes zancadas”.
Por fin, terminó la racha de enfermedades y accidentes infantiles y, los niños regresaron al colegio y nosotras a la piscina.

Cuando me acuerdo de aquella época, pienso que, no perdimos la razón porque el ser humano debe estar dotado de infinidad de cortafuegos, de los que nada sabemos pero que actúan cuando es necesario y sin que nos enteremos, que es lo mejor.

En el horizonte se avecinaban las fiestas navideñas y muchas de nosotras nos adentrábamos en los preparativos de las mismas haciendo listas de regalos, comidas y adornos. Cada cual tenía pensado celebrarlas según sus costumbres, lo que hizo que, ese tiempo, fuera muy ameno y divertido. Erika, la noruega, Itziar, la vasca y Paula, la catalana, eran las que peor llevaban el tema de cómo hacer frente a las navidades y sus costumbres porque, parte de ellas, necesitaban de la nieve. Oír la palabra nieve en aquellas latitudes era tan insólito como ver un iglú en Etiopía, por lo que se suscitaron situaciones de jolgorio y de hilaridad en más de una ocasión. En cuanto al tema de las comidas también se presentaron problemas por la falta de ingredientes; hubo que sustituirlos por otros que, ni por asomo, se parecían a los auténticos pero había que echarle imaginación al asunto, con lo que, de todo aquello, salió un popurrí que pasaría a engrosar la nueva lista de comidas exóticas que cada una se llevaría de regreso a casa. Algún día, quizá.
María, la mujer del fotógrafo, Fabia, la portuguesa, Nuria la manchega, Angélica, Lucía Belinda y yo nos adaptamos mejor. La nieve no entraba en nuestros adornos, ni antes, ni en ese momento, por lo que se nos hizo más fácil. Sin embargo, hubo discusiones en cuanto al modo de celebrar el día de los regalos de los críos. Los Reyes Magos españoles caían el seis de Enero, fecha que no  se celebraba en aquel país, ni en ningún otro del planeta, dicho sea de paso. Allí, los regalos se daban el día veinticinco de Diciembre, y los traía el niño Jesús en la noche del veinticuatro. Para la única que la fecha era la misma era para Erika, aunque sería Santa Claus quien vendría. Para el resto, se decidió que se celebraría el veinticinco y que los traería Papá Noel. La única que se negó en redondo, a que fuera uno u otro de esos “dos gordos” (así los llamaba) quienes los trajeran, fue Angélica. Estuvo de acuerdo con celebrarlo el veinticinco, pero serían los Reyes Magos quienes traerían los regalos. No hubo manera de disuadirla y así se quedó.

A partir de aquel momento, Lucía Belinda y ella, se enfrascaron en la costura, revistiendo cunas y cochecitos de muñecas, con telas compradas en una tienda, de cuadritos verdes y blancos de distintos tamaños y lunares del mismo color, que combinaron con un resultado digno del mejor diseñador de juguetes. No corrió la misma suerte el traje de Superman que hicieron para el varón, debido a que no lo encontraron hecho en ninguna tienda. El resultado fue desastroso: las mangas quedaron largas, las piernas torcidas y el cuerpo estrecho. Menos mal, que su desilusión pasó enseguida con el consuelo del resto de los regalos. Pero aquí tengo que contar lo que considero que fue lo más ingenioso del día y de las fiestas y, que a fecha de hoy, lo tengo tan presente como en aquel momento.

Angélica, que se había empeñado en que serían los Reyes Magos quienes traerían los regalos, tuvo una idea, que fue secundada de inmediato por Lucía Belinda con un entusiasmo arrollador. Andaban las dos, secreteando al respecto sin dejarme entrar en él, por mucho que lo intenté. Siempre me contestaban que era "supersecreto". Tuve que dejar de insistir porque no iba a sacar nada. Así que cuando llegó el tan ansiado día y todos los niños se reunieron para disfrutar y ver los distintos regalos que les habían dejado, los hijos de Angélica estaban más encantados que ningún otro niño, por cómo los Reyes se los habían traído que por los regalos en sí. Los niños se enzarzaron en una discusión acerca de quién o quiénes les habían traído los regalos: para unos había sido Santa Claus, para otros Papá Noel, para otros el niño Jesús y solo los tres hijos de Angélica decían que todos estaban equivocados, que habían sido los Reyes Magos y que tenían pruebas para demostrarlo.

Se formó una comitiva de más de veinte niños, movidos por la curiosidad, camino a la casa de Angélica. Ésta les abrió la puerta y los hizo pasar, arrimados a la pared y, en fila de a uno, para no borrar lo que había en el suelo. El salón aparecía despejado de todo tipo de mueble y, los regalos, colocados en uno de los lados, dejaban libre el resto del espacio. Y aquí fue, donde todos los niños, comenzaron a lanzar gritos de asombro. En el suelo, claramente marcadas, se podían ver las huellas de las patas de los camellos con barro y pajilla fina mezclada y, por encima, un centelleo de purpurina dorada. Las huellas podían seguirse hasta la baranda de la terraza y, una vez allí, los niños alzaron la vista hacia arriba, casi al mismo tiempo, esperando ver alguna pista de por donde habían venido. Los hijos de Angélica, muy ufanos y triunfantes, se deshicieron en explicaciones y en intentar convencer, a los más escépticos, de que eran los Reyes Magos quienes traían los regalos. Allí estaban las pruebas que su madre había prometido no limpiar hasta pasados unos días. El hecho de que solo a ellos les dejaran las marcas de las patas de los camellos, se debía a que eran los únicos que siempre habían creído en ellos. De ahora en adelante, todos tendrían que hacer lo mismo si querían ver las patas de los camellos en sus casas. Imagino la confusión de los críos. 


Las clases comenzaron y la monotonía se asentó de nuevo en nuestras vidas, pero no en la de todas. Angélica vio trastocada su tranquilidad espiritual y económica ante la decisión tomada por su marido de montar una empresa propia: una constructora y, cesar en el trabajo que, hasta entonces, había tenido. Lo que en apariencia podía contemplarse como un paso adelante en la superación natural de todo ser humano, se convirtió, en poco tiempo, en una serie de problemas que culminarían en un desenlace desastroso.  Sin embargo, días antes de que su marido le informase del cambio, nos tocó vivir una experiencia de la que se hizo eco la prensa local y nacional, y que, ni el mejor reality actual, sería capaz de superar. 

sábado, 17 de agosto de 2013

PARTIDO NADAL-FEDERER, CINCINNATI

Querido Al:

En esta vida se necesita tener siempre varios frentes a los que acudir para que no te atrape la monotonía. Yo los tengo, espero que tú también. Ayer se me presentó uno de esos momentos mágicos, esperado durante todo el día, y que, por fin, llegó la hora de disfrutar: el partido de Nadal contra Federer en Cincinnati.
   Me encanta la espera de un momento como ese, se me activa la mente y el cuerpo; me entran unas ganas locas de hacer cosas durante las horas de espera. Es como estar al volante de un Ferrari, manejar el timón de un velero o llevar los mandos de un avión. ¿Lo entiendes? Es la sensación de libertad, de alegría por la vida. Nada importa, nada te molesta cuando esperas uno de esos momentos mágicos que te brinda un día cualquiera. Es cierto que me los trabajo, procuro buscarlos y, a veces, los encuentro en pequeñas cosas, como me ha pasado estos últimos meses en los que, desempolvé la máquina de coser para dedicarme a hacer trajecitos a mi preciosa nieta después de un montón de tiempo sin coger una aguja. La emoción de ver que la tela se va transformando en un delantero, en un canesú y que, un cuello, por fin, ha encajado en su sitio y ha quedado perfecto, es magnífico.
      El partido lo retransmitieron ya empezado en dos juegos y, las voces de mis admirados Tomás Carbonell y Arseni, no se oían. Televisión española no conseguía corregir ese defecto, pero tampoco afectaba demasiado al partido que iba muy rápido, tanto como la pista, donde la pelota, en ocasiones, no lograbas verla caer.
Ambos jugadores se tanteaban, medían sus armas, se provocaban. Buscaban camorra pero no a lo loco. Cada cual tenía su estrategia y en la mirada y gestos de ambos, había determinación. Hacía tiempo que no veía a Roger con la mirada atenta, el cuerpo en tensión, vigilante y con chispa. Me gustó, me gustó mucho su actitud porque prometía un partido con emoción. Nadal, en el otro extremo, se mostraba con las mismas ganas de ganar, aunque creo que se vio sorprendido por el arrojo de Federer. Pienso que lo esperaba como en los últimos partidos en los que se habían enfrentado: derrotado antes de empezar. Pero esta vez, Federer había ido para ganar, lo iba a intentar y lo demostró durante los dos primeros Sets. Ambos jugaron de igual a igual, el marcador reflejaba fielmente lo que estaba sucediendo en la pista y el último juego del primer Set, que sacaba Nadal para empatar a seis, inclinó la balanza a favor de Roger. 7-5
 Esta vez no estaba nerviosa, estaba tranquila porque ambos estaban a la par y eso me gustaba. Un jugador encogido desde el comienzo no promete nada y yo sigo teniendo el corazón de una deportista. El ventilador me daba en la cara, me estaba derritiendo de calor y apenas me atrevía a moverme encima de la cama, de cara al televisor; parecía una estatua abandonada.
    La pista central estaba tan abarrotada que creo que se vendieron entradas de más. Te digo esto, porque en uno de los descansos enfocaron a una de las puertas, en lo alto de la grada y, pude ver a los porteros como hacían indicaciones a un numeroso grupo de gente que intentaba entrar que tenían que ir hacia atrás. La verdad no sé a donde podían ir, pues allí no cabía un alfiler. El pasillo donde se levantan los mástiles con las banderas estaba colapsado de gente en pie enarbolando las banderas de su jugador favorito.
  Hubo puntos espectaculares, la gente, emocionada, aplaudía los golpes inverosímiles que ambos jugadores brindaban al público y que no se aprenden en ningún manual de tenis. La tensión llegó hasta tal punto que una señora del público, comenzó a indicarle a uno de ellos, no sé a cual, que respirara hondo y echara el aire despacio para relajarse. No sé cómo los cámaras captan a estas personas entre las miles que hay, pero son geniales. Es la mejor manera de enseñar el ánimo que se respira en el estadio.
    El segundo Set iba igual de igualado que el primero, pero en esta ocasión, Nadal volvió a decirle a su cabeza que no, que no iba a permitirle a Roger que lo echara de allí tan pronto. Quizá en el tercer Set, pero no en el segundo. 6-4 y ganó el 2º Set.




 Su gesto de alegría por la victoria iba acompañado del rugido de una fiera: Vamos. Ese "vamos", ronco, alargado en las dos sílabas, bien vocalizado para que no queden dudas, con el brazo flexionado, el puño cerrado, alzada una pierna en ángulo recto y la raqueta en la otra mano. El público contagiado, bramó al unísono. El espectáculo se alargaba, la lucha no había terminado y el ambiente estaba preparado para acoger al 3º Set definitivo. Para los jugadores, el marcador volvía a estar como al comienzo pero, algo había variado. Para empezar, Roger ya no transmitía, no sé si es porque ya no lo sentía o porque no podía, el ansia de ganar de los dos primeros sets. Se podía ver, con absoluta claridad, como su mente se encogía, se arrugaba y se daba por vencido. Era como ver a un hijo, se sabe lo que siente con solo mirarlo. Enfrente, Nadal. Testarudo, con las astas abiertas, chorreando sudor y bufando, mientras sus zapatillas calentaban la pista adelante y atrás. Se ha dado cuenta de lo que le pasa a Roger, lo conoce bien, sabe que se ha cansado de luchar, que se ha dicho a sí mismo que no vale la pena, que Nadal le va a ganar haga lo que haga, que ya no puede con él. Y, con esta certeza, real o imaginaria, coge la raqueta, como el torero la espada y, se dirige a la pista con el ánimo del ganador. Esa seguridad bloquea más a Roger, lo va debilitando mentalmente y yo, no puedo dejar de sentir la pena que él mismo siente. Me parecía estar dentro de su cabeza oyendo como se decía a sí mismo que los días de gloria habían terminado, que solo le quedaban los recuerdos y el regalo de un público que no le olvidaría. "Dicen que he sido el mejor jugador de la historia del tenis pues,a estas alturas, debería bastarme. Pero no es así, seguiré jugando hasta que la ilusión se apague porque el tenis ha sido y es mi vida y mi pasión. Me lo ha dado todo y de alguna manera debo agradecérselo, aunque solo sea apareciendo en las pistas para que me vean mis seguidores".
   Nadal, con la mente de un español, el español que echó a Napoleón, a los árabes y a los romanos de sus tierras, bajó la cabeza y se dispuso a empitonar a Roger. Yo sabía que lo conseguiría, el público que aplaudía y Roger también. Él, más que nadie. Y así fue. Consiguió ganar y, su alegría se hizo manifiesta. Ambas manos en alto con los puños cerrados, la boca entreabierta, la camiseta completamente mojada por el sudor, la cabeza ligeramente atrás y los ojos cerrados, saboreando la victoria. Una visión de paz y de gloria.






Dormí como un lirón. Y, hoy es otro día y, otro partido: la semifinal. Debería ser más importante que el de ayer, pero no será así, yo lo sé, lo sabe Nadal y el público también. Gane o pierda Nadal, no me importará tanto, pues no tendrá el sabor del partido de ayer. Nunca veremos un tenis tan competitivo, imaginativo, elegante, rudo y todos los demás adjetivos que faltan, que el que nos ha proporcionado estos dos monstruos: Federer y Nadal, o Nadal y Federer. Es lo mismo, da igual. Le doy las gracias a los dos por ello. Aún tengo la esperanza de ganar una lotería y poder verlos jugar en vivo, pero si no es así, tampoco importa. Los he visto tan de cerca en la televisión que casi es como haberlos visto en persona. Siento un profundo agradecimiento por los buenos momentos que me han hecho disfrutar a lo largo de todos estos años. Me quedo con ese magnífico recuerdo. Espero que tú también tengas ese algo que apasiona; sin pasión, la vida se desliza sin que te enteres. No lo permitas.


       


 À toute à l'heure, mon chérie.
               

viernes, 16 de agosto de 2013

MAÑANA COMIENZA OTRA ESTACIÓN (4)

Capítulo 4.-

Uno de esas mañanas, después de desayunar, Angélica y yo dejamos a los niños con las respectivas chicas de servicio y bajamos a casa de Lucía Belinda. Cuando estábamos a punto de tocar el timbre, aparecieron las dos pequeñas de Angélica suplicándole que las dejara estar con nosotras. No le quedó otro remedio que aceptarlo y entramos todas en la casa, una vez que Lucía Belinda abrió la puerta. Angélica me hizo una seña para que viera lo que hacía la pequeña nada más entrar. Todo su interés por estar allí se debía a que Lucía Belinda tenía a la entrada un mueble precioso con una casa de muñecas en cinco niveles, donde había de todo: salones, dormitorios, cocina, baños, jardín, perro y un cuarto de niños. En ese cuarto no faltaba un solo detalle, incluido un carrito de bebé con un niño miniatura dentro. La pequeña de Angélica, escudada tras nosotras, con mucho cuidado, puso su manita en el carro y comenzó a mecerlo adelante y atrás mientras, la mayor,miraba extasiada toda la casa. Angélica alargó un poco las salutaciones para que las niñas tuvieran tiempo de hacer aquello para lo que habían venido. Y es que Lucía Belinda les había llamado la atención en más de una ocasión de que, podían mirar la casita pero, no tocar los pequeños muebles de la misma porque eran muy frágiles y podían romperse con facilidad. Aún así, la pequeña no resistía la tentación de mecer aquel carrito que tanta fascinación le causaba. Una vez satisfecha la curiosidad, ambas niñas decidieron marcharse a su casa a jugar con su hermano. Las tres nos reímos del hecho, e hicimos un breve comentario acerca de la mentalidad de los niños y, de como ciertas cosas, llamaban tanto su atención, que eran capaces de inventar cualquier excusa con tal de obtenerlas.

El día, cómo no, amaneció sin una nube, el ambiente, por una vez, seco y, las hojas de los árboles que asomaban sus copas al jardín de Lucía Belinda, mostraban el mismo cansancio que nuestras articulaciones. Estábamos en plena época de lluvias, pero allí no caía una sola gota. El cielo se oscurecía paulatinamente hacia media tarde; viéndolo creías que, al fin, iba a apiadarse de aquel pueblo olvidado y descargaría un buen chaparrón. Luego, pasaba de largo, y nos dejaba a todos con la sensación de que no existíamos ni para los cielos. Las hojas de los árboles permanecían quietas y caídas protegiéndose de lo que se avecinaba. Lucía Belinda puso a funcionar un potente ventilador que, al menos, nos proporcionaba la ilusión de que respirábamos aire fresco. Como siempre, vestía uno de sus "saris", así los llamaba yo porque eran trajes sueltos y sin gracia. La desgana por todo se había asentado en su ánimo de tal modo que, había subido de peso de manera considerable. Me preguntaba a mí misma, en muchas ocasiones, si el hecho de no poder tener un hijo podía causar tantos estragos en una mujer. Digo estragos, porque había visto un álbum de fotos donde aparecía Lucía Belinda con quince kilos menos, bien vestida, muy guapa y elegante y, eran fotos de tan solo un par de años atrás, lo cual me asombraba aún más cómo, en tan poco tiempo, había alcanzado aquel sobrepeso.  

Tanto Angélica como yo, creímos que iba a comunicarnos el resultado de sus reflexiones y su decisión de adoptar de manera firme, pero nos encontramos con la noticia de que se iba al día siguiente al centro de adopciones de la capital, donde tenía una cita concertada y, Emilio la acompañaba. De modo que, poco más podíamos decir o hacer. El tiempo de reflexión lo había ocupado también en hacer las gestiones pertinentes para llevar a cabo la ansiada adopción. Nos informó de manera somera, cómo había contactado con la persona que llevaba el centro y de cómo se había puesto de acuerdo con su marido en el día y la hora para acudir a la cita. Hablamos un poco sobre diversos temas relacionados con la criatura que iba a adoptar y nos despedimos. Ya en la puerta, le entregó a Angélica una copia de la llave de su casa, por lo que pudiera pasar;  iba a aprovechar para visitar a su madre y a su hermana y no sabía cuánto tiempo estaría fuera.   

Una semana, ese fue el tiempo que estuvo Lucía Belinda en la capital y, a su regreso, nos comunicó que todo había ido bien. Habían firmado los papeles necesarios y, en el centro de adopción, les aseguraron que pronto los llamarían, seis meses a lo sumo. Lo que en Europa se convertía en un calvario, allí era más rápido que el propio embarazo. 

A partir de aquel momento, Lucía Belinda sufrió un cambio extraño. Con nosotras y, durante el tiempo que su marido permanecía en su trabajo, rezumaba alegría, ganas de vivir, de hacer cosas. No había variado su aspecto ni su peso pero sus ojos brillaban, su sonrisa era más abierta; se volvió habladora y hasta cedió con las niñas de Angélica dejándoles tocar, con mucho cuidado, los muebles y el carrito de bebé de la casita. En cambio, nada más caer la tarde y ante la inminencia de la llegada de Emilio, sus ojos se apagaban, moría su sonrisa y se encerraba en un mutismo nervioso. Luego, se marchaba a preparar la cena, si estábamos en mi casa o en la de Angélica y, si la reunión era en la suya, se ponía de pie y, con delicadeza, nos obligaba a levantarnos para acompañarnos hasta la puerta. Eran momentos de tensión, dejaba prácticamente de hablar y, con frecuencia, daba la impresión de estar en otra parte. A veces la oí murmurar como si hablara con alguien imaginario o, muy real para ella. Angélica siempre me contestaba lo mismo cuando le hacía ver lo que sucedía: "Espera querida, espera. Todavía queda trecho para saber lo que está sucediendo. No te quepa duda de que lo sabremos, pero será cuando llegue el momento. Por ahora, solo nos queda ayudarla en todo lo que podamos y en lo que ella nos deje".

Las vacaciones de verano estaban llegando a su fin y todas las madres se preparaban para el nuevo curso escolar: uniformes, libros y en algún caso,cambio de colegio, lo que mantenía ocupadas a muchas de ellas más de lo habitual por lo que, las bajadas al césped, eran más irregulares. Y eso que el calor era asfixiante y solo apetecía estar dentro del agua de la piscina. Desde mi privilegiada situación observaba los movimientos de todas ellas, incluida Lucía Belinda y Angélica. La primera seguía sin asomarse por aquel lugar y en cuanto a la segunda lo hacía cada vez que tenía un rato libre. Total, daba igual la hora. Podías bajar a darte un baño de madrugada si querías. El calor no aflojaba ni a esas horas con lo que, dormías con un ojo abierto y otro cerrado. La consecuencia era el padecimiento de un cansancio crónico en todos los que allí residíamos.Pensándolo de nuevo, creo que padecíamos, de manera crónica, de casi todo.

Uno de esos días de Septiembre, Lucía Belinda nos invitó a una merienda-cena, incluyendo a los maridos. Como siempre que había cualquier cosa que se saliera de lo habitual la invitación fue recibida como la vacuna de la malaria. No faltó nadie. Lucía Belinda se esmeró en prepararlo todo con nuestra ayuda. De la cocina se ocupó ella personalmente; nosotras  de poner la mesa, llevar las bandejas de la comida y de dejarlo todo listo para la hora prevista. Emilio estaba sumamente colaborador, dichacharachero y amable. No paró de hacer chistes y de preparar las bebidas, algo que nosotros no teníamos idea: qüisquis, ron, tequila, soda y no sé cuantas más. Le hicimos la sugerencia de que debería haber también refrescos y agua, sobre todo por la mujeres que no tomábamos bebidas espirituosas y calientes como aquellas. Muy diligente, se apresuró en ir a comprar lo que faltaba, mientras, Lucía Belinda, aprovechaba para preparar dos grandes jarras de limonada que puso a enfriar en el frigorífico.

A las siete en punto comenzaron a llegar todas las parejas, con vestimenta fresca y cómoda. Se respiraba porque el cuerpo humano está preparado para ello aunque no quiera, pero nuestros cerebros funcionaban, de manera lenta y trabajosamente. Las conversaciones seguían el mismo ritmo, tranquilas y sosegadas, sin grandes esfuerzos, lo justo para mantener el ánimo. Y es que, llevábamos casi un mes soportando temperaturas prácticamente invariables, que oscilaban entre los treinta y cinco grados por la noche y, cerca de los cuarenta y cinco, durante el día. No había nadie con sobrepeso, todo el mundo estaba delgado, excepto Lucía Belinda. Inclusos los niños parecían sardinas, delgados, en pleno crecimiento y con una vitalidad arrolladora que cansaba de solo verlos retozar. Eran los que, sin duda, mejor sobrellevaban el calor; parecían dotados de alguna proteína especial que los protegía de aquel clima infernal. En cambio los adultos no nos despegábamos de los pañuelos de papel, bien colocados en los bolsillos de los pantalones o faldas, como quien lleva dinero y que, constantemente, pasábamos por la cara y el cuello para secar el sudor que ya se había convertido en parte de nuestro físico. Había que haber nacido allí para que aquello no sucediera. Lo había comprobado cada vez que me acercaba a la margen izquierda. Nadie sudaba, ni hombres ni mujeres. Quizá les ayudara el color oscuro de su piel, dotada de mayor cantidad de melanina o tal vez, el hecho de haber nacido en aquella zona, fuera lo que les proporcionaba una inmunización natural; lo cierto es que, sus cuerpos estaban preparados para aquel clima. Era más que probable pues, nuestros niños, mostraban una adaptación mejor que la nuestra.  Los envidiaba. Sentados o trabajando, sus cuerpos delgados se movían al son de la música que nunca faltaba. Vivían mejor que nosotros en cierto sentido, ya que, eran felices con pequeñas cosas, se tomaban la vida sin transcendencia, la aceptaban sin cuestionarla, la dejaban correr sin rencores. Me dije que quizá fuera porque ignoraban lo que nosotros sabíamos del mundo, de lo que había más allá de aquellas fronteras, por lo que, la añoranza, era un sentimiento desconocido para ellos o, al menos, no tan exacerbado como el nuestro. Europa solo era un nombre en un libro escolar al que no daban ninguna importancia; al fin y al cabo, sus genes les decían que nunca verían ese continente. Por lo tanto era mejor vivir con lo que la naturaleza les había otorgado que suspirar por algo que no estaba a su alcance.

A medida que avanzaba la tarde, la temperatura iba bajando y la velada se fue animando. Los hombres hicieron sus típicos corrillos y las mujeres interveníamos de vez en cuando o bien charlábamos entre nosotras. El dúo más significativo fue el formado por Emilio y Julio. Ambos se seguían las bromas y los chistes, a cual más ocurrente, convirtiéndose en el centro de atención de los allí presente. Esa alegría despreocupada y chispeante de ambos, contagió al resto de los hombres que se animaron a exhibir sus mejores cualidades de divertimento; chistes, anécdotas, cuentos y algún chisme sabroso acerca de alguien que, por lo general, no conocía nadie. De ahí pasaron a contar batallitas, a cual más exagerada, la mayoría inventada, aunque narrada con el entusiasmo de la verdad. Y en esta fase de las batallitas fue cuando se produjo el cambio de atmósfera que hasta el momento había imperado en la reunión.

Emilio, una vez terminada la batallita contada por Julio, coreada por todos con sonoras carcajadas y asombro, se lanzó a contar la suya que, de entrada, dijo que, no era una invención, sino algo real que le había tocado vivir hacía unos años. No sé cual fue la razón, ni por qué, lo cierto es que nada más decir estas palabras miré a Lucía Belinda, sentada en el sofá al lado de Nuria y Fabia. Súbitamente, su rostro  se apagó como se apaga una vela, bajó los ojos, apretó los labios y entrelazó las manos, estrujándolas entre si con nerviosismo. Tuvo un atisbo de valentía al alzar la vista y mirar a su marido fijamente. Intuí que ambos se entendían y, tras un momento de vacilación en el que creí que Emilio se debatía entre, si hacer caso de aquella advertencia o, seguir adelante, se decidió por girar la cabeza e ignorar la muda amenaza de su mujer. Ésta, rendida a la evidencia, se levantó con la excusa de ir a la cocina y traer más refrescos que ya estaban a la mitad. Ese fue el momento en el que Emilio, envalentonado, comenzó a contar su "batalla real" a la que imprimió un realismo que acaparó la atención de todos. A medida que desgranaba su pequeña historia, elevaba el grado de dramatismo. Comenzó contando que, hasta hacía unos años, era piloto comercial. Había estudiado muy duro para obtener la licencia y hecho muchas horas de vuelo en distintos aviones, hasta que un día logró tener en sus manos los mandos de un Boing. Ese día fue la culminación de un sueño largamente ansiado. Su carrera como piloto, se desarrolló en sus comienzos, en pequeñas compañías aéreas que recorrían las ciudades cercanas hasta que, cumplidas las horas de vuelo necesarias, pudo dar el salto a la compañía nacional, propiedad del gobierno. Por fin había llegado su momento y, se disponía a aprovecharlo al máximo. De entrada, le asignaron vuelos nacionales con aeronaves medianas cubriendo las grandes distancias entre ciudades de un continente tan grande como aquel. No obstante, estaba pendiente de la primera vacante que se produjera en los vuelos internacionales y, cuando ésta llegó había adquirido la suficiente confianza y destreza a los mandos de un avión. Así que, la mañana que lo llamaron, firmó el contrato correspondiente y a los dos días comenzó a volar en un Boing. No se hizo con los mandos del avión de inmediato, antes tuvo que hacer una pasantía como copiloto y aprender todas las prestaciones de aquella nave con el comandante de turno. Poco a poco, su conocimiento y confianza en aquella máquina enorme, se fue haciendo cada vez más patente hasta que, por fin, llegó el momento de hacer su primer vuelo como comandante en solitario. El destino: Argentina. No era lo que se consideraba un vuelo transatlántico pero, si lo pasaba sin problemas, estaba convencido de que pronto llegarían los demás. Y así fue; al cabo de mes y medio comenzó a atravesar océanos y continentes hacia países exóticos, desconocidos y de horas y horas de vuelo. Disfrutaba llevando los mandos del Boing, el  avión que consideraba como uno de los mayores inventos de la humanidad y con los que prácticamente había recorrido el mundo. Explicó, con todo detalle, el cuadro de mandos, las prestaciones que tenía la nave, las medidas de seguridad, la mecánica, el disfrute que se sentía al poner el piloto automático y saber que algo tan grande te estaba llevando por el aire sin intervención de la mano del hombre y, por último, la habilidad que había que desplegar en su maniobra cuando se presentaban  momentos de dificultad: viento, tormentas... No exagero si digo que no se oía ni el zumbido de un mosquito, tanta era la concentración de todos en el relato. De vez en cuando, Emilio se permitía romper la seriedad del mismo con algún símil a lo andaluz que provocaba las risas de todos.
Incluso yo, olvidé lo que había visto en Lucía Belinda momentos antes y, no despegaba la vista y el oído de las palabras de aquel hombre porque, lo que te enganchaba, no era lo que contaba como la manera en que lo hacía. Tenía magnetismo, él lo sabía y, lo explotaba. Algo parecido había visto antes en Julio; ambos hombres acaparaban la atención con la palabra. En más de una ocasión pensé que, si se dedicaran a la política, serían un peligro para el país.
      Llegados a este punto del relato y a la espera del desenlace,  Lucía Belinda hizo algo extraño: interrumpió a su marido, trayendo una bandeja con distintas viandas y bebidas frescas que depositó en la mesa, alrededor de la cual se sentaba la mayoría. Su marido le lanzó una mirada furibunda que, ella, pareció ignorar, no quedándole otro remedio que esperar a que terminara de servir. Lucía Belinda hizo todavía algo más atrevido o fuera de lugar: un intento de cambiar de conversación, preguntando una simpleza, a uno de los hombres, a la que éste, pillado por sorpresa, contestó con brevedad,  dándole a entender que luego, que ahora no era el momento. En vista del resultado y sintiendo las miradas impacientes de todos  en su persona, se encaminó, discretamente, hacia la cocina con los hombros caídos, la cabeza gacha y arrastrando los pies. Nadie, excepto su marido y yo, se percató de lo que había intentado. Es posible que Angélica también lo notara; su actitud, seria e indiferente, hacía imposible adivinar qué pensaba.

Emilio, disimuló muy bien el malestar que le había causado su esposa con su inoportuna interrupción, hablando con Julio y Eligio, el marido de Nuria, sobre detalles de lo que estaba narrando mientras su mujer terminaba de servir; no sería ella quien evitara que él contase su batalla real a un público cautivo como aquél, ávido de oír cualquier cosa que se saliera de lo cotidiano. Una vez que la vio marcharse, se atusó el bigote, gesto que a mi me daba repelús y, con su mejor sonrisa, se dispuso a continuar la narración donde la había dejado.

"Se preguntarán donde está el meollo de la historia" dijo con un gesto teatral de manos y, una sonrisa en los labios. "Pues en lo siguiente. Uno de esos días en los que regresaba a casa después de doce horas de vuelo, tranquilo y sin problemas y, faltando una hora para el aterrizaje, uno de los motores del avión se paró en el aire y, casi de inmediato, el  otro comenzó a fallar. Se apagaron las luces del interior del avión y el pasaje comenzó a gritar, preso del susto y del miedo. Y no era para menos, la falta de ruido en las alturas se asocia enseguida con el fallo de algún motor y lo que nos resulta tedioso oír durante un largo viaje, se convierte en pavor si dejamos de percibirlo. El motor que fallaba, tiraba del avión como los respingos de un caballo encabritado. Los pasajeros lo sufrían de la misma manera. De inmediato, puse a funcionar el protocolo de aterrizaje de emergencia y mantuve la calma. Eso era esencial si quería llevar la nave a tierra. En el aeropuerto se dispararon las alarmas y, de inmediato, dispusieron un pasillo para darnos entrada. Las ambulancias y las máquinas de espuma estaban alineadas y preparadas por lo que pudiera ocurrir." Aquí hizo un pequeño alto para tomar un sorbo de güisqui que, también aprovechamos los demás para hacer lo mismo, solo que las mujeres bebimos refrescos o limonada.

No mentiría si dijera que, a aquellas alturas del relato, estábamos todos tan absortos y metidos en él, que vivíamos con la misma intensidad de miedo y pavor que los pasajeros, el fallo de los motores. Si se hubiese cometido un asesinato en el ático, apenas hubiésemos alzado una ceja. Miré fugazmente a Angélica que, en medio de su marido y de Nuria, no mostraba ningún signo de concentración, tan solo un amago de escepticismo y una sonrisa burlona en los labios. Lucía Belinda, apoyada en el quicio de la puerta de la cocina, que daba directamente al salón donde nos encontrábamos, oía a su marido con un gesto de desprecio en la boca y de ira en la mirada. Nunca había visto esas emociones en ella, pensaba que carecía de semejantes sentimientos, lo que provocó en mi un desasosiego que me asustó. ¿Qué estaba pasando allí? Lucía Belinda y Angélica estaban alejadas la una de la otra y sin embargo, sus emociones nada tenían que ver con las que sentíamos los demás. Ira, burla, desprecio, escepticismo, frente a miedo, concentración, angustia, o esperanza. No pude seguir pensando en esto porque Emilio retomó de nuevo la palabra.

     Por lo visto, cuando se produce un fallo en una máquina de tal envergadura, las consecuencias son imprevisibles; la mayoría de casos suelen limitarse al fallo en cuestión sin que afecte al resto, aunque también sucede que, dicho fallo puede propiciar la rotura o desperfectos de algún otro elemento esencial en la maquinaria del avión. Y esto último es lo que sucedió. El tren de aterrizaje se bloqueó y solo la pericia de Emilio al volante del mismo, evitó una catástrofe. La pista se llenó de espuma, las ambulancias invadieron la pista y los pasajeros salieron ilesos por las rampas de emergencia. Emilio se llevó una sonora y agradecida salva de aplausos por parte de todos cuando el avión paró en medio de la pista y fue efusivamente felicitado por compañeros y jefes por haber sabido hacer frente a una situación tan delicada como aquella y coronarla con éxito.
    Todos los allí presentes, aplaudimos con el mismo entusiasmo que el pasaje del avión. El relato había durado lo suyo, pero apenas lo habíamos notado.

Una vez en casa y, todavía bajo la influencia de las palabras de Emilio, mi cerebro se empeñaba en entorpecer la emoción del relato que intentaba revivir con imágenes entrelazadas que, nada tenían ver con aquello. Las alejé con una buena dosis de imaginación: me vi en aquel vuelo, traté de sentir las mismas sensaciones de pavor y de esperanza que los pasajeros y, cuando más ensimismada estaba rememorando el relato, mi cerebro se llenó de imágenes parecidas a las que acababa de oír aunque, en otro contexto, en otro lugar y con otros personajes. De pronto, todo lo que acababa de escuchar de labios de Emilio desapareció de golpe para dar paso a las imágenes de una novela que, años atrás, había leído de Arthur Hailey: "Aeropuerto" y, que tanto dio que hablar, hasta el punto de llevarla al cine. ¡Santo cielos! ¡era exactamente igual! Me levanté de la cama y me dirigí a la terraza. Apoyada en la baranda, alcé la vista hacia un cielo estrellado que me observaba con ironía. Las estrellas me picaban el ojo y yo sentí la burla de sus destellos. Me ruboricé y, a continuación, palidecí.    


   



        

     
  

jueves, 8 de agosto de 2013

MAÑANA COMIENZA OTRA ESTACIÓN (3)

Capítulo 3.-

Ha pasado tiempo desde aquel momento de confidencia, muchos años en realidad y, sin embargo, caló tan hondo en mi que, cuando se dan las mismas condiciones climáticas de calor y de humedad, los recuerdos vuelven de nuevo con nitidez sin que nada pueda hacer por alejarlos: el vaso de limonada, las copas de los árboles, la mirada de Angélica, seria y con la vista fija en una llorosa Lucía Belinda, la perra echada a sus pies...

           Nuria, vecina de Angélica, puerta con puerta, era la típica mujer de un médico de la época, además de: habladora, ama de casa perfecta, dominante con sus hijos y muy poco con su marido y, Psicóloga. Como no le gustaba bañarse en la piscina, durante el curso escolar se pasaba las mañanas organizando la casa, la comida y, demás tareas domésticas con la chica de servicio a la que manejaba como a un subalterno militar: listas y más listas de cómo debía hacer las cosas, de cómo dirigirse a ella y a su marido, de cómo actuar cuando tenía invitados..., en fin una sofocante imitación de aristócrata. De estatura normal, calzaba tacones altos cada vez que se le presentaba la ocasión, todos de firma y que costaban un buen dinero, algo que podía permitirse. Me era difícil entender cómo era posible que, con aquel calor que nos mantenía sudando a chorros, ella se atreviera a embutirse los pies en un zapato cerrado y de tacón que, por otro lado, siempre terminaban llenos de polvo y con las tapas gastadas después de tres puestas. Lo cierto es que, cada vez que la veía subida a esos zancos mi cuerpo, de manera refleja, se defendía sudando aún más. Le gustaba llamar la atención, era algo obvio, ya fuera por su vestimenta, ya fuera hablando y, si lograba ser el centro de atención, estaba en la gloria. Creo que, por esto último, llevaba bastante mal el aislamiento al que ella misma se había sometido negándose a bajar a la piscina. Así que, un día, (yo creo que ya no pudo aguantar más), la vimos aparecer con pantalones cortos, camiseta de asillas, gorra y grandes gafas de sol, caminando hasta nosotras que, sin aspavientos, la recibimos como si fuese algo habitual. En el fondo todas sabíamos que aquello tenía que suceder y quizá esa certeza fue la que nos indujo a no darle mayor importancia. Con ella venían sus dos hijos, radiantes de alegría por la decisión de su madre y que, nada más soltar las bolsas que llevaba cada uno con sus cosas, se integraron  al resto de niños que nadaban en la piscina o que jugaban en el césped con las pelotas. Hasta ese momento pensábamos que Nuria había vivido de espaldas a esa zona por su carácter un tanto excéntrico, pero la realidad era más sencilla: no sabía nadar y, por lo tanto, le aterraba que le sucediera algún percance a sus hijos (que tampoco sabían) y no pudiera ayudarlos. Confesar que no sabía nadar le costó; dejó pasar unos días con la excusa de la regla, pero como ésta no podía durar eternamente, terminó por claudicar y admitir que lo de nadar no era lo suyo. Criada en un pueblo de Castilla León no vio el mar hasta bien entrado los veinte años.  Como consecuencia de su miedo al agua y, de que sus hijos tampoco supieran nadar, compró todo lo que se le ocurrió que podía ser importante para la seguridad de aquellos: manguitos, flotadores de cintura, flotadores de espalda... y, para su sorpresa y alegría a los quince días, ambos niños sabían nadar perfectamente y lanzarse del trampolín de la misma manera que los demás. No obstante, ella misma reconocía que se encontraba más cómoda dentro de su burbuja doméstica, con sus salidas a alguna fiesta o, en reuniones de amigos relacionados con el trabajo de su marido que tomando el sol y vigilando a los chicos. Al fin y al cabo, "moriré sin aprender a nadar, así que, es mejor hacer lo que domino y estar con quien más cómoda me siento". Palabras que en realidad escondían una enorme inseguridad; enfrentarse a algo desconocido le producía pavor.

 Otra de sus excentricidades que a todas nos hacía mucha gracia, era el modo de vestir a sus hijos, como si estuvieran en Europa, en lugar de hacerlo como requería aquel lugar inhóspito, solitario y sofocante que, a mí, me generaba "alucinaciones", dolor de cabeza y mal humor. Una de mis "alucinaciones" más recurrentes era divisar desde la ventana de mi terraza las típicas pelotas de hierbas resecas, rodando sin rumbo fijo y empujadas por la brisa caliente y húmeda tantas veces vistas en las películas del Oeste; aquellas películas a las que nos tupieron los norteamericanos en los años sesenta. En realidad, nunca vi pelota alguna, algo que no me explicaba puesto que, estaba segura de que se daban todas las características para su formación. Me convencí de que había cogido en un fallo a la naturaleza. Años después, un poco más instruida y menos tonta, comprendí por qué no se formaban.

 Angélica intentó en más de una ocasión, hacerle ver a Nuria que, si no se adaptaba y vivía con intensidad los meses o años que le tocara en aquel lugar y país, tendría un vacío en su vida que, a la larga, lamentaría. Estoy segura de que ésta no la oía, a pesar de que la miraba y le sonreía asintiendo con la cabeza; en su fuero interno estaba convencida de que lo que hacía y cómo lo hacía era lo mejor. Ese modo de ser chocaba con la naturaleza de  Angélica, una mujer pragmática y amoldable; si tenía que estar todo el día con cholas en los pies lo hacía, si no podía arreglarse el pelo porque las condiciones climáticas se lo impedían, se lo recogía en una coleta alta o en un moño informal y lo adornaba con alguna traba original comprada en algún mercadillo. En su vestuario no creo que hubiera un pantalón largo, siempre andaba con los cortos, ya fuera bien rematados o desflecados por haber metido tijera a alguno que todavía tuviera perneras, dejando al descubierto sus bonitas y largas piernas tostadas por el sol y, a sus hijos, les transmitía esa misma filosofía de vida lo cual era muy divertido; los niños eran ingeniosos, educados, libres de verdad, de dentro afuera, seguros de sí mismos y apasionados por aquel lugar que consideraban el paraíso. Esa despreocupación real, auténtica y nada estudiada de Angélica y de sus hijos, me pareció que no era compartida de la misma forma por su marido Julio y, a medida que iba conociéndolo me reafirmaba en que tenía razón. De hecho, Angélica se mostraba tal y como era cuando él no estaba y, bastante incómoda, en su presencia. Ese comportamiento me chocaba bastante cuando me percaté de ello, más tarde comprendí la razón. Y no me gustó.  

  Nuria nunca entendió a Angélica. Todas nosotras, en cambio, hicimos lo posible por copiar su estilo de vida, sin duda el mejor, para soportar aquel lugar y hacer frente a la vida tal y como viniese, en cualquier lugar y en cualquier circunstancia por dura o extraña que fuese. No obstante, Angélica, jamás cedió un ápice de terreno en sus costumbres más íntimas: su educación, fruto de las enseñanzas familiares en especial de su madre, en su amor por la cultura en general, en su afán por documentarse, fuera el tema que fuese, en sus valores "machaconamente" inculcados en el colegio de monjas, en la disciplina... en toda una serie de aprendizajes que formaban parte de sí misma, que habían conformado su carácter y habían potenciado lo bueno del mismo. "Todo ese conglomerado de vivencias me ha hecho ser como soy; espero que las experiencias que adquiera de aquí en adelante me hagan más sabia, no tanto por mí sino por mis hijos", me dijo un día mientras hablábamos de la trascendencia de la vida, lo que influía en los niños el que los padres fueran de una u otra manera. "No creas que no me doy cuenta de mis defectos, sé cuales son y procuro luchar contra ellos, unas veces lo consigo, otras no, pero al menos los reconozco". En aquellos momentos me parecía que era perfecta, pero la lógica me demostraba que tenía defectos como todo ser humano, ella misma lo reconocía, pero yo no los vi hasta mucho después.   

Nuria se debatía entre dos sentimientos contrarios con respecto a Angélica: por un lado intentaba imitarla y, por otro, su yo auténtico, su naturaleza o su genética, la traicionaban constantemente, actitud que la hacía parecer cursi, en muchas ocasiones. Sin embargo, lo peor que llevaba no era el calor, ni el lugar, ni la lejanía de Europa; lo que de verdad la tenía todo el día contrariada era que, a su edad, sufría de acné. Y éste no era suave o esporádico, nada de eso, era permanente y de granos enormes, con pus y enrojecidos que solo mejoraban cuando tomaba antibióticos, prescritos para curar alguna bronquitis asociada con fiebre o, cuando tomaba baños de mar durante semanas. El otro aspecto de su carácter que a mí me producía rechazo era su afición al cotilleo. Un cotilleo que, a la mayoría, nos resultaba desagradable. Le faltaba tiempo para pregonar, como el bando de un ayuntamiento, cualquier chisme del que se enterara. Esa fue la razón por la que Lucía Belinda, Angélica y yo decidimos llevar en secreto el tema de la adopción y no comentarlo con nadie más hasta que el bebé estuviera en casa de Lucía Belinda. Las cosas podían torcerse y no queríamos ni imaginar los comentarios de Nuria al respecto. No obstante, como en todo siempre hay algo bueno y en las personas más aún,  Angélica, que le desagradaba oír críticas destructivas de nadie, no permitía que se hablara mal de Nuria en su presencia y, para contrarrestar el efecto negativo de cualquier comentario sobre su modo de ser, resaltaba su carácter práctico y decidido ante la vida, su conocimiento de las tareas domésticas, entre las que destacaba su amor por la cocina, los trucos y recetas que aquella le había enseñado, su papel como madre y, otra serie de valores que yo no me atrevía a poner en duda, aunque no me parecían suficientes para paliar el daño que, en ocasiones, podía hacer un chisme de Nuria acerca de cualquiera.  Esa decidida defensa que hacía Angélica de todo el mundo, era lo que, sin darte cuenta te llevaba a confiar en ella; sabías que no iba a permitir a nadie hablar mal de ninguna persona en su presencia porque, como solía decir, muy convencida, "todo el mundo, tarde o temprano, tendrá miserias en sus espaldas, incluida yo misma y por lo tanto hay que esperar a que el tiempo pase para poder analizar los hechos con imparcialidad.  La historia del mundo me lo confirma: países, Estados, reyes, aristócratas, la iglesia, el ejército y el pueblo, a lo largo de los siglos, han variado su visión de los hechos del pasado en función de la época en la que son analizados". Luego pasaba a demostrárnoslo con ejemplos muy ilustrativos que, todas entendíamos por lo bien que los explicaba, además de encontrar un público adecuado ya que, la mayoría, eran mujeres que tenían una buena formación académica, aunque la única de historia era ella. Nuria era Psicóloga, Mirian enfermera, Lucía Belinda maestra de infantil, Fábia, la portuguesa, Licenciada en lo que en España era equivalente a Románicas, Itziar, la vasca, era Licenciada en Francés, Erika, la noruega en Económicas y Paula, la catalana, Perito en contabilidad.

Uno de esos días en los que hilvanábamos una conversación tras otra, sentadas en el césped de la piscina con el griterío de fondo de los niños, tomando el sol, leyendo o simplemente dejando correr la tarde,  Fábia , la portuguesa, soltó un comentario sobre el lenguaje de pasada, sin énfasis, sin afán de controversia, casi sin que la oyéramos con claridad. De hecho la mayoría no lo oyó, pero ¡ay! sí que lo hizo Angélica que, de inmediato, preguntó asombrada: "¿Cómo dices? Repite eso que acabas de decir". La misma Fabia se sobresaltó ante la pregunta incisiva de Angélica  pero, con calma y, esta vez con las miradas de todas vueltas hacia ella, dijo:   "que el español es un portugués mal hablado". 
      Estoy convencida y, en aquellos momentos más aún que, esa frase, fue otra de mis súplicas oídas por el que tiene el poder donde quiera que esté, ya que, a partir de aquel momento, se suscitaron acaloradas discusiones en defensa de una u otra teoría en la que, cada cual en su especialidad, comenzó a aportar su punto de vista. Lo que había comenzado como un simple comentario, se convirtió en un debate en el que, cada afirmación o teoría,  había que demostrar con pruebas. Una simple frase que, en cualquier otro país, en otro lugar y en otras circunstancias hubiera pasado desapercibido, allí cobró una importancia tal que, la comunicación, las discusiones, las diferencias de opinión se vivían con apasionamiento, incluso con agresividad. De la misma manera que lo hacía la naturaleza de nuestro entorno. Se pasaba de acaloradas discusiones, a auténticas clases magistrales impartidas por cualquiera de nosotras y que el resto seguía con atención. Los maridos, hartos de tanto trabajo práctico y exigente, se unieron al grupo; en principio, movidos por la curiosidad más que por el interés en sí del tema en discusión, luego, eran los primeros en llegar a tiempo para no perderse una palabra. Atentos y curiosos oyentes, llegaron a participar de manera activa, aportando, cada cual,  su particular visión sobre el tema en cuestión. El asunto no fue nada fácil de resolver y, a mí me daba igual quien ganase pues, lo que realmente me importaba, era oír las argumentaciones de unos y otros con sus correspondientes pruebas que las sustentasen. Las argumentaciones se exponían con apasionamiento, diría que hasta con encono y con saña. Angélica y yo logramos, como un milagro, que Lucía Belinda se uniera al debate y, aunque su pensamiento estaba en los trámites de la adopción y en la mejor manera de comunicárselo a Emilio, siguió nuestro consejo de que se lo pensara durante un tiempo para que ella misma fuera haciéndose a la idea, como si fuera un embarazo, ya que, traer al mundo a un hijo no era como ir al mercado y comprar una lechuga, que si estaba mala la tirabas. En esto, si salía mal tenía que seguir adelante, no había marcha atrás. La cordura se había impuesto a la desesperación y había aceptado. En medio de ese tiempo de reflexión estalló la discusión del tema del idioma portugués y del español y no le quedó otra salida que unirse a ella, aunque sin muchas ganas pero, se las ingenió para no estar en el centro de aquella tormenta de opiniones haciéndose cargo de la intendencia: café, té, alguna tarta, quesillo y cualquier cosa que se le pasara por la cabeza, para llevar y servir durante el tiempo que pasábamos reunidos. Este papel lo compartía con Nuria, encantada de exhibir sus dotes de anfitriona, aunque el lugar no fuera su casa,  más que de participar todo el tiempo en las clases que allí se impartían. Ambas se distraían, ora cocinando, ora oyendo y, de vez en cuando, participando con alguna que otra pregunta sobre algo que les interesaba. Creo que Angélica y yo, sin duda,  fuimos las que más disfrutamos durante aquellos meses con el tema planteado. Angélica porque  estaba ejercitando la mente, se lo había tomado como un duelo de dialéctica y un trabajo detectivesco, lo que la obligó a "desempolvar" sus conocimientos de la historia anterior a los RRCC, remontándose a la formación de los reinos españoles y "al condado" lusitano. Se fue hasta aquellos tiempos para luego enlazar con las invasiones bárbaras, los romanos, los griegos y los indoeuropeos, los del origen común, no solo en raza sino en lenguaje. No pude anotar todo lo que se decía, pero sí lo suficiente para poder comprender mejor esa parte de la historia de la que no tenía idea, salvo nombres y hechos sueltos como el de algún rey godo, de la enorme ristra que aprendí en el colegio y, alguna batalla significativa; del resto lo ignoraba casi todo. Así que, en más de una ocasión y antes de reunirnos, pregunté varias veces a Angélica sobre alguna duda del tema para que me quedara claro. Digo claro por decir algo, ya que la realidad era que me costaba mucho seguir aquel auténtico galimatías de nombres de reyes, formación de reinos, matrimonios, tratados, guerras y peleas fratricidas. Los reinos de Asturias, León, Navarra, Castilla, la traición de Enrique de Borgoña, el primer conde de Portugal, casado con la hija natural del rey de León Alfonso VI, Teresa de León, fruto de su relación con Jimena Muñoz en 1093, fue expuesto con la suficiente claridad como para que todos los que nada sabíamos al respecto pudiéramos seguirlo. El hecho de que dicho condado no ocupara el territorio que hoy conocemos como Portugal, porque en realidad era parte del reino de Galicia situado entre el Miño y el Tajo, una franja fronteriza con Lusitania, que iba desde el Tajo hasta el sur de lo que conocemos hoy como Portugal, dio la impresión de que Fábia se había anotado un punto. Sin embargo, Angélica redobló sus esfuerzos de nuevo remontándose, no solo hasta ese momento de la formación de los reinos españoles, sino mucho más atrás, en su afán de demostrar su teoría de la evolución del lenguaje partiendo de Grecia, las invasiones bárbaras procedentes de Asia, el desarrollo del latín como lengua vulgar en los comienzos de Roma,  las bifurcaciones del mismo en toda Europa... y, sobre todo, la vinculación con los pueblos indoeuropeos de los que, por lo visto, desciende gran parte del lenguaje europeo y, así demostrar que, lo que afirmaba Fábia no se sustentaba ni poniéndole patas. Ésta, en vista del desafío y muy ducha en la formación lingüística, no se quedó atrás: se fue a los orígenes y formación del lenguaje, expuso las influencias recibidas y, para ello, partió de la argumentación de Angélica de los pueblos indoeuropeos y lo llevó hasta la formación del portugués y del español. Hizo hincapié en el asentamiento de la tribu lusitana desde la zona del Tajo hasta el sur desde mucho antes de la llegada de los romanos, analizó la raíz de las palabras de un idioma y de otro, los comparó con el italiano y el francés y, aún siendo muy interesante su línea de conocimientos era más técnica, por lo que, a mí, me resultó más árido, menos entretenido que las intrigas y hechos de la historia que Angélica contaba con fluidez y gran conocimiento. Analizando una y otra exposición, totalmente diferentes pero sólidamente relacionadas, me confirmó que, hasta un chisme bien contado tiene su arte. En fin, que día si y día también se organizaba un pulso intelectual con argumentaciones cada vez más interesantes a los que yo atendía como si mi vida dependiera de ello y, en realidad era así, ya que, un comentario hecho tan de soslayo y tan sin importancia en apariencia, nos mantuvo ocupados a todos durante un par de meses en un ejercicio intelectual que fue como un bálsamo para el espíritu. El hecho de que los hombres se unieran lo hizo más interesante. Su integración fue, en principio, por no quedarse solos en casa, luego por la curiosidad de la discusión y, por último por el interés suscitado. Todos eran de ciencias, carecían de los conocimientos necesarios para argumentar en serio, pero planteaban preguntas interesantes desde un punto de vista distinto a la corriente estrictamente de letras, lo que, obligaba a las expertas, a reconsiderar el tema y a volver a documentarse para contestar con coherencia. Durante ese tiempo de ejercicio intelectual, olvidé el malestar que me causaban el calor, los mosquitos y la humedad y, todos los días, a partir de las siete de la tarde, estaba puntualmente en el lugar de reunión establecido para continuar la discusión donde lo habíamos dejado el día anterior. Al sonar las once de la noche, dábamos por finalizada la sesión porque los maridos debían madrugar.

El triunfo mayor, pensándolo en perspectiva, no fue quien ganó o perdió, la verdad es que no se llegó a una conclusión concreta y determinante, sino que, las participantes, durante todo ese tiempo, dejamos de oír  la cantinela de los maridos sobre sus problemas de trabajo, abandonamos el aburrimiento crónico que padecíamos, las ganas de marcharnos de aquel lugar, inhóspito y carente de manifestación cultural alguna y, sin percatarnos del hecho, volvimos a recuperar el entusiasmo por la vida, a apreciar las cosas buenas que también tenía aquel lugar y, en mi caso, hasta recuperar al hombre del que me había enamorado: dinámico, divertido, interesante... Luego me enteré que a las demás también les había sucedido lo mismo. En fin, fue una etapa muy interesante y diferente que cerró lazos de amistad entre todos.

No obstante, el tema de la adopción, cada vez más apremiante, nos reunió de nuevo a las tres en casa de Lucía Belinda que, convencida y decidida a llevarla a cabo cuanto antes, nos confirmó que, el tiempo de espera y reflexión había concluido. A partir de ese momento, comenzaron los preparativos.