Tú te ríes cuando te cuento algún acontecimiento que he presenciado o, simplemente me ha tocado vivir como protagonista, pero no creas, a veces no me hace ni pizca de gracia cuando me sucede. Te digo esto porque días atrás me vi involucrada, sin tener nada que ver en ello, en un hecho un tanto escabroso o si quieres perturbador.
Allá va.
Cansada de estar en casa, decidí bajar a Santa Cruz a dar un paseo. Tenía intención de pasar por la librería y echar una ojeada a las novedades expuestas. Si te digo la verdad, no vi nada especial, excepto un libro de Javier Sierra que me llamó la atención y que decidí comprar. Ya sé que tú te los bajas de internet y te los lees en tu book electrónico, pero a mí me encanta el roce del papel, el olor del libro y el manoseo constante de las hojas mientras lo leo. Ojalá no desaparezcan nunca. Luego me senté en una terraza donde pedí un refresco de té con limón. No sé si era por la hora, las cinco de la tarde y un solajero de no te menees, o por la crisis, (palabra mágica a la que acusamos de todos los males) que la terraza estaba casi vacía, con excepción de un hombre setentón ante una bebida espirituosa y dos mesas más allá de la mía, una señora también rondando esa edad, aunque hay que ver qué diferencia con el hombre de su misma quinta: piel lisa, bien peinada, con reminiscencia de los años setenta, tinte reciente, vestido de corte impecable, bolso y zapatos a juego. Las uñas, como no, largas, duras, pintadas de rojo y unos dedos un poco deformes por la edad o por la artritis. Era la viva estampa de la moda retro. No estaba sola, le acompañaba una joven que sin duda era su nieta por el sospechoso parecido con ella, algo que casi al momento confirmé por la conversación entre ellas. Lo cierto es que, apenas hablaban, pues cada una estaba ensimismada en sus pensamientos y en sus bebidas. Pero de pronto algo captó la atención de la joven: dos muchachos, sobre la treintena, bien vestidos de sport, se pararon ante la cafetería hablando entre ellos muy entusiasmados. Pidieron un cortado cada uno, para tomar allí mismo, de pie, como si temieran romper el encanto de lo que hablaban si se sentaban en una mesa. La joven, de inmediato, se revolvió en la silla, cruzó las piernas, se atusó la melenita con las manos y clavó la vista en los dos jóvenes. Sus labios se distendieron en una estudiada sonrisa y a mi me dio la sensación de que faltaba poco para que empezara a babear.
Rompiendo ese momento mágico, su abuela le comentó algo que no pude oír y la chica le contestó con un monosílabo sin apartar su mirada del objeto de su atención. Así varias veces, incluso hubo momentos en que llegó a ignorar descaradamente a su abuela dejándola con la palabra en la boca, fija la vista en la barra del bar. La abuela, que captó la desafección de su nieta, con gesto contrariado, dirigió la vista hacia el objeto de deseo de la joven. Y aquí es cuando comienza la tragedia.
La abuela miró a los jóvenes con mirada estrecha, analizándolos detenidamente y mientras eso sucedía comenzó a removerse disimuladamente en la silla. Con un gesto de la cabeza, como si quisiera desechar alguna imagen molesta, abrió el bolso, sacó el espejito mágico que llevan todas las mujeres, y una barra de labios con la que retocó su generosa boca. A esas alturas, el silencio se había apoderado de la mesa pues, ambas mujeres, tenían la mente en lo mismo, solo que una tenía posibilidades, en cambio la otra...
La joven, como si la luz se encendiera en su limitado cerebro, quiso solventar el silencio con un comentario intrascendente, de puro trámite, al que su abuela, (esta vez se tomó la revancha), no prestó la más mínima atención. Su mente estaba ahora en otro lugar, en otro momento y no sé si en otra hora. Las tornas habían cambiado.
Yo no les quitaba ojo porque intuía lo que le estaba pasando a la abuela y no pude menos que reír para mis adentros. Me dije que quien ha montado en bicicleta, jamás lo olvida; puede que los huesos no te dejen pedalear mucho tiempo, pero sí dar unas cuantas vueltas, aunque al día siguiente no puedas levantarte de la cama por un ataque de agujetas.
Mientras la chica ya daba señales de aburrimiento por la ignorada de los chicos a su persona, la abuela en cambio, estaba sufriendo una transformación que me dejó atónita: empezó a jadear con la boca entreabierta, la mirada perdida, y el rostro arrebolado que, por momentos, pasaba de un blanco ceniciento a despedir llamaradas de calor. Su frente, el labio superior y la punta de la nariz se le llenó de perlitas de sudor. Creí que estaba a punto de darle un soponcio. En el momento álgido, sin disimulo alguno, se pasó las manos por su generoso busto y emitió un ahogado gritito que no pudo contener.


No me digas que me lo he inventado, nada de eso, fue tal y como te lo he contado. Todavía siento cosquilleos y sudores cuando lo recuerdo. Lo peor es que no pude ver el rostro de los chicos, objeto deseseable de ¿una mujer? ¿dos? o ¿quizá de tres?
Besos disparatados.
À tout à l'heure, ma chérie.
Besos disparatados.
À tout à l'heure, ma chérie.
No hay derecho, había escrito un comentario y no se me ha publicado... Venía a decir algo así como que esa historia parecía casi irreal aunque porqué iba yo a tener q dudar de tu observación.
ResponderEliminarY que siempre es aconsejable llevar arregladas las uñas no vaya a ser que alguien escriba algo y me coja sin la manicura recién hecha